Sin preámbulos ni retórica, propongo mi versión del debate sobre el estado de la nación tras haberse superado, según parece, lo peor de la pandemia. Hay, por supuesto, otras versiones más optimistas y otros argumentos menos críticos o al revés. Si lo son (no toda opinión es una versión o un argumento) tienen todo mi respeto porque disentir es aportar soluciones. Es obvio que en esto consiste la democracia. Conviene recordar que tal debate, fundado en la costumbre, se celebra en teoría anualmente en el Congreso de los Diputados para abordar la situación política del país. Ausente, aunque previsible, durante los últimos siete años, este es mi punto de vista:
Comienzo con una experiencia personal. Hace un montón de años, allá por el 2004, colaboré como experto del Ministerio de Educación en una comisión dedicada a la elaboración de los contenidos mínimos estatales de la asignatura de Filosofía en el Bachillerato. Una vez que finalizamos los curricula, las autoridades políticas y educativas del Ministerio se reunieron con sus homólogos de las comunidades autónomas para llegar a un acuerdo final. El asunto prometía toda tipo de matices y zancadillas. Sin embargo, el director de la comisión, que estuvo presente en las sesiones, nos comentó sorprendido que las autonomías que menos trabas habían puesto al decreto habían sido ¡El País Vasco, Cataluña y Galicia! La respuesta al enigma era sencilla: pensaban hacer con sus programaciones lo que estimaran oportuno (por no utilizar otra expresión más contundente). Como así lo hicieron, lo mismo que el resto de las comunidades. La única discrepancia que se produjo fue entre los expertos y el propio Ministerio de Educación por no haber incluido a Ortega y Gasset entre los diez filósofos más relevantes del pensamiento occidental en la asignatura de Historia de la Filosofía. No podían ser nueve ni once. La comisión decidió excluirlo por mayoría simple. Mi voto particular en contra de la decisión se basó en su incomparable prosa y en que sus ideas nos permiten comprender mejor el pasado y el presente de nuestro país. Finalmente, el Ministerio impuso su criterio.
Desde entonces, poco ha cambiado en la política autonómica de una España invertebrada por los procesos de disgregación regionalistas o separatistas a los que Ortega llamaba particularismos. Al contrario, han surgido de manera inesperada pujantes manifestaciones nacionalistas, por ejemplo, en la Comunidad de Madrid. Asimismo, las reuniones del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud durante las sucesivas olas del covid pusieron de manifiesto la imposibilidad de unificar las competencias de las comunidades autónomas con las decisiones del gobierno. Algo parecido a lo que ocurrió con el decreto de mínimos, pero con bronca. Lo que defendían muchas comunidades era una paradoja insalvable: si el gobierno tomaba medidas era una invasión de sus competencias y si las dejaba en manos de las comunidades era una dejación de funciones. Una torre de Babel que seguimos levantando y veremos cómo acaba.
Polarizada por la incapacidad histórica de superar la maniquea conciencia colectiva de las dos Españas surgida de la guerra civil. Derechas e izquierdas han dejado de ser posiciones ideológicas para convertirse en un arquetipo cruel y sombrío que recuerda el Duelo a garrotazos de Goya. Se trata de una mentalidad ancestral (trasmitida de padres a hijos) que contradice la idea orteguiana de que las sucesivas generaciones renuevan las creencias, valores y objetivos de las precedentes; así, los herederos de los vencedores se empeñan en pasar página definitivamente (o cambiar la historia) y los herederos de los vencidos en recuperar la memoria de una confrontación grabada a fuego y enterrar a sus muertos. La polémica sobre El Valle de los Caídos es un ejemplo. El Congreso de los diputados es un espejo de esta fractura social. Después de todo, cada nación tiene los gobernantes que se merece. El propio Ortega se exilió nada más iniciada la contienda y nunca debió volver.
Desconcertada por las evidentes anomalías de nuestra democracia del rey emérito abajo cuando la comparamos con las democracias europeas más avanzadas. Por la politización del poder judicial que se agrupa en asociaciones conservadoras o progresistas (?) y se aferra a los sillones de las más altas estancias. Y sobre todo por la incompetencia de unos políticos irreconciliables, representantes de lo que Ortega llamaba la vieja política, incapaces de encontrar unos resquicios dialógicos que sirvan para establecer un proyecto estable de convivencia y unos consensos básicos en cuestiones de Estado. Todo ello ha llevado a gran parte de la ciudadanía a desahuciar la política y votar en cualquier dirección por motivos irracionales como los recursos populistas, las noticias falsas o las imágenes narcisistas que venden los políticos en los medios de comunicación y las redes sociales.
Escandalizada por la corrupción crónica de amplios sectores del poder, por ejemplo, altos ejecutivos, funcionarios de la administración local, sindicatos de clase y cuerpos de seguridad del estado que miran a otro lado mientras reciben el sobre. Pero especialmente los políticos, a pesar de que muchos conciudadanos piensan que la corrupción es inevitable (incluso necesaria) en una economía de mercado. Según ellos, es el aceite lubricante que facilita la agilidad del sistema; o que las puertas giratorias entre los altos cargos políticos y las corporaciones son mecanismos que hacen más eficiente la economía productiva y la especulativa. En realidad, la corrupción no nace, se hace: en un primer momento, el empresario invita al político a una fiesta, a su yate o a la montería; después vendrán los regalos de primeras marcas entre compañeros de fatigas; luego, las aproximaciones al negocio mediante terceros y, por último, el intercambio de favores y maletines. Con el tiempo se destapa el gatuperio y comienzan las negaciones de Pedro. Tras décadas, los jueces dictan sentencia recurrible según el palo que toque. Así están las cosas. Es bien sabido que el capitalismo puro y duro se basa en una ética de circunstancias cuyo primer principio es el éxito a cualquier precio.
Inerme por la quiebra de los hechos y la verdad objetiva. Ante los desmanes probados de pensamiento, palabra y obra de un representante de los tres poderes, la respuesta del implicado es ignorarlo, vaporizarlo (nunca existió), convertirlo en una falacia ad hominem (si lo dice fulano no puede ser cierto) o remover la basura para taparlo y, a ser posible, darle la vuelta (el consabido y tu más). Las intervenciones parlamentarias han transformado la interlocución, su lugar natural, en un monólogo prefabricado sin relación con los problemas. El representante electo, al que votamos pase lo que pase, ha sido sustituido por una legión de asesores especializados en los ámbitos más sorprendentes de la vida pública como la demoscopia, la telegenia, la percepción subliminal o las técnicas de redes. Sería de gran interés, en el mejor sentido de la expresión, que Vargas Llosa desarrollara a fondo el tema que sugirió del votar bien o mal y sus causas.
La solución a todos estos graves problemas del estado de la nación, otra vez acierta Ortega, es el europeísmo, pero primero habría que arreglar Europa.
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