¡No se ven
por las calles más que motos y perros! Me comentaba un taxista separados
por una mampara de plástico. Me reí, pero no supe qué decir. La intuición subitánea
(diría Ortega) me pareció un buen ejemplo de lo que se ha dado en llamar poesía
de la vida cotidiana. Una variante de la música rapera. Me bajé en la
estación de Madrid-Puerta de Atocha para coger el AVE. Durante el viaje tuve
tiempo de recordar el lugar de los perros en mi vida. El primero del que apenas
retengo una tira de comic fue una bolita de algodón con manchas negras que un
amigo de mis padres nos dejó un fin de semana por un viaje inesperado. Se
llamaba chuchina y era una perrita de dos meses que le gustaba la carne
picada y te mordía con unos dientes que parecían agujas. Lloriqueaba por las
noches en su rincón de trapos viejos y fue un alivio devolverla el lunes. Mis
imágenes infantiles más tristes son las de un lacero acercándose sigiloso a un
chucho vagabundo en Carretería, la calle principal de Cuenca, con la pértiga
escondida en la espalda: lo atrapó con una habilidad pasmosa entre aullidos de
terror; los demás esqueletos huyeron despavoridos mientras una camioneta
metálica recogía al desdichado animal. Su destino era el horno crematorio de la
perrera municipal. Muchos vecinos, hartos de verlos merodear por el barrio y
escarbar en las bolsas de basura los despachaban dándoles morcillo, un
trozo de carne de calceta envenenado (otro retazo de la memoria histórica). Una
buena noticia: desde 2020 la República Popular China ha prohibido el consumo de
carne de perro en todo el territorio nacional. Siempre me ha parecido, al
margen de sus dudosas virtudes culinarias, que comer carne de perro o de
caballo es como cenarte a un primo hermano. Y me viene a la cabeza la anécdota
de aquella comadre serrana en los tiempos del hambre que tras preparar la
paella del cumpleaños de su nieto les dijo a los invitados: el que quiera
que coma y el que no lo deje. Gato es.
Muchos años después, viudo mi padre, cazador de trocha mañanera y cartuchos de autor, siempre tuvo un epagneul breton tumbado en la alfombra de su cama. El segundo, Dino, le libró de una situación comprometida. En septiembre, durante las ferias y fiestas de San Julián recalaban en Cuenca gentes de toda suerte y condición. Mi padre vivía entonces solo y dormía en una habitación al final de la casa. Una noche, a las tres de la madrugada, el perro gruñó dos veces y se puso en pie. Alertó a mi padre de sueño ligero que oyó ruidos en la otra punta del pasillo en forma de ele. Cargó la escopeta que en esas fechas guardaba siempre en el armario y salió de su cuarto en pijama. Dos tipos mal encarados habían forzado la puerta y avanzaban sigilosos a la luz de una linterna. Mi padre les apuntó, inmóvil como en la muestra de la codorniz. Algo vieron en sus ojos que no les hizo gracia… Perdone, dijeron, nos hemos equivocado de piso y salieron al trote. ¿Qué habrías hecho, si no se hubieran largado?, le pregunté cuando me lo contó. Lo cierto es que se fueron, dijo; en la vida importa lo que pasa no lo que habría pasado… Dino se echaba la siesta a los pies de cualquier cama y si intentabas removerlo te gruñía con un colmillo fuera y cara de pocos amigos. Cuando comía tampoco estaba para bromas. En todas las demás situaciones era un perrhumano. Cuando volvías de comprar el periódico daba saltos y cabriolas hasta el techo. Si diez minutos después bajabas a recoger el correo, al abrir la puerta hacía lo mismo. El mundo se divide entre los que adoran a los perros, como mi padre que les hacía más caso que a nosotros, los que los detestan, como mi mujer que se cruza de acera cuando los ve, y los que creemos con Aristóteles que la virtud está en el justo medio.
Asocio mi niñez
a las aventuras televisivas del pequeño cabo Rusty de la caballería de los
Estados Unidos, y su perro Rin tin tin, un valiente pastor alemán. Frecuenté
menos la serie Lassie, una inteligente perra collie, siempre metida en los
enredos de una pandilla juvenil. En mi adolescencia admiré el instinto
infalible de Colmillo blanco, la novela de Jack London, o el sobrecogedor
Sabueso de los Baskerville, uno de los casos más siniestros de Sherlock
Holmes.
Decía el filósofo cínico griego Diógenes de
Sinope (y después muchos sabios misántropos): cuanto más conozco a la gente,
más amo a mi perro. Tampoco conviene exagerar. Reconozco que no me gustan
los perros enclaustrados en los pisos de ciudad. Nunca cedimos a las cartas
perrunas de mis hijos a los Reyes Magos. Aunque sean uno más de la familia y reciban
el cariño verdadero, lo cierto es los perros urbanitas sufren. Los niños se
encaprichan de los encantadores cachorros y cuando crecen les toca a los padres
sacarlos por el barrio a horas intempestivas. Después otra vez a la cárcel y a
ladrar si se quedan solos. Muchas familias crueles e irresponsables los
abandonan en medio de la nada y salen pitando en el coche. Mueren atropellados,
de pena o sacrificados entre barrotes si no encuentran quien los adopte.
Siempre he creído que los más felices son los perros callejeros de la España
vaciada; son de todos y de nadie, siempre tienen un pajar donde dormir, unas
sobras que comer y unos amigos libertarios con quien compartir las pulgas y
copular. Además, se libran de los pinchazos, las placas, los collares y la
castración. Y lo que es mejor, de las bolillas del pienso cotidiano que no se tragan
ni untadas de tocino. Más recuerdos. Al bretón color ceniza le recetó el
veterinario unas píldoras para el hígado. Si las disolvías en leche no se
acercaba al plato a menos de cinco metros; si se las dabas envueltas en chóped,
se comía el cebo y escupía la pastilla como un proyectil.
Hay que reconocer que durante lo peor de la pandemia los perros han sido tratados como marqueses. Los vecinos que llenaban el buzón con notas de protesta por los ladridos nocturnos, el pis en el ascensor y los lengüetazos en el portal, ahora hacían cola en la puerta para pasear por el parque al mejor amigo del hombre. Memes y videos por WhatsApp. Es cierto que hay dueños cívicos que llevan su kit cuando sacan al perro: guantes desechables, bolsas de plástico, espráis jabonosos… Aun así, durante el confinamiento y muchos meses después las calles estaban sembradas de zurullos y restregones. Con todo, lo que peor llevo de los perros son los cuescos a bordo. Son atroces, y duran y duran. Al menos los cagarrones puedes esquivarlos. Hay que parar el coche, abrir puertas y ventanas y salir corriendo por el arcén. No es para tanto, dice el sufrido propietario de la criatura mientras sujeta al sorprendido ventoso. Lo malo es que quedan trescientos quilómetros.
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