Tengo la impresión de que la filosofía ha experimentado un moderado repunte social. Se publican con frecuencia artículos sobre la felicidad, el ocaso de occidente o el cambio climático escritos por filósofos más o menos conocidos. Quizás se deba al deseo de vislumbrar una lux in tenebris en estos años de oscura Edad Contemporánea, o a una nueva De consolatione Philosophiae ante la avalancha de distopías sobre la computación cuántica, la Inteligencia Artificial o a los arcanos del ocultismo revelado que profetizan el Armagedón a corto plazo. Lo cierto es que cada vez es más difícil distinguir al periodista de altura del filósofo de bajura.
Alguien debió desempolvar mis
modestas colaboraciones con el Ministerio de Educación y Ciencia hace océanos
de tiempo para que una mañana navideña recibiera la inesperada llamada del director
de recursos humanos de una importante consultora. Me ofrecía la organización de
un curso de formación transversal para ejecutivos. Nada demasiado serio,
añadió (y sentí el primer picotazo). Las sesiones de dos horas se celebrarán los
jueves por la tarde en la sede de la empresa. Luego habló de mis honorarios,
más que generosos para el oficio de docente, lo que me sirvió para justificar el
dislate y acallar mi conciencia intelectual. Si la filosofía es un saber que
abarca la totalidad de lo real, el orteguiano imperativo de pantonomía,
también incluye a las grandes corporaciones, me dije, desde las escuálidas normas
de una ética de circunstancias.
Por fin, el director me explicó
los objetivos del curso. Asistirán los gestores de primera fila que llevan la
voz cantante en las reuniones internas, nacionales e internacionales. No más de
quince. Las internas importan menos, puesto que los disparates quedan en
familia, pero no las otras. En una reunión de negocios se habla de millones,
también de política, coches, sexo e incluso de la pintura moderna en el mercado
del arte. Causa mala impresión a los afinados oídos de los clientes las trivialidades
de nuestros ejecutivos cuando surgen ciertos temas por generación espontánea o no.
Muchos gazapos pasan desapercibidos, pero los equipos orientales, por ejemplo, vienen
cada vez más leídos. Resulta humillante observar cómo se dibuja en los labios
de la letrada de la parte contratante de la segunda parte una sonrisa
displicente al escuchar a nuestro jefe de ventas largar que Rousseau le sonaba
a un diseñador de alta costura, francés por supuesto (segunda majadería).
Imagínese a una japonesa de poco más de metro y medio poniendo en ridículo a la
división acorazada de la empresa. También nos perjudica un silencio cargado de
miradas aprensivas, de comunicación no verbal embarazosa. Para los clientes
sólo demuestra ignorancia, lo cual puede ser el motivo latente para rehusar un acuerdo
con patanes. Algunos equipos rusos se dedican directamente a tocarnos las narices
a los diez minutos de sentarnos. Antes de tratar
el primer punto del orden del día comienzan con un "Como dijo Aleksandr
Solzhenitsyn: La precipitación y la superficialidad son las enfermedades crónicas del
siglo". Los idiotas somos nosotros. Seguro que esconden algún listillo tapado.
Creen que con esta farsa pedante llevan la iniciativa. ¡Que les den a sus
asesores de imagen! No sé si le queda a usted claro lo que pretendemos.
- Más o menos, contesté. ¿Qué
duración tendrá el curso?
- Un semestre prorrogable (la
zanahoria) repartido en cuatro materias, cada una a cargo de un especialista:
arte, literatura, historia y filosofía. Tienen ese plazo para repulir las uñas a la casta. No pretendemos –me atajó cuando empezaba a decir algo- que los
conviertan en filósofos griegos o artistas de Renacimiento, sería una ruina, sólo
que adquieran un cierto lustre, un barniz ilustrado que disfrace sus carencias. Son purasangres,
no quiero que rebuznen.
- ¿Cada materia tendrá un
programa?
- Bueno, no descartemos que los temas
tratados sigan un plan, un orden, una sucesión cronológica, aunque lo que nos
interesa es que, tras un breve enfoque previo, adquieran las destrezas
precisas que les permitan evitar una divagación molesta sobre, pongo por caso...
un poema. O, mejor, desviarla hacia un conjunto de asuntos colaterales,
prefabricados si puede ser. O, aún más, que sean capaces de imponerse. Si un mandado
recita los versos de un poeta chino, uno de los nuestros deberá replicarle
con un soneto de Quevedo.
- ¿Quién decide ese repertorio de
temas?
- Usted es el experto. Elija qué autores
son pertinentes en una reunión cuya finalidad es un suculento contrato para
prolongar el metro de Tokio. ¿Acaso Hegel, sonrió? (mi conciencia ladraba de
nuevo).
Celebramos la primera sesión en
una sala de juntas con mesa larga de caoba. Venían uniformados con trajes de
confección a medida, carteras de cuero y corbatas de seda. La mesa parecía una
tienda de Apple. Nadie fumaba. Tras presentarme y pasar lista del modo
más afable, con paradas para comentar cualquier cosa, disparé: pueden asistir
al curso vestidos como quieran; en todo caso, a no ser que les obliguen, un
atuendo informal, cómodo, deportivo, les ayudará a liberarse por unas horas de
su "rol dominante"; quizá entenderán mejor lo que nos traemos entre
manos; por cierto, sólo lo sabremos mientras lo hagamos. La verdad como proceso, lo mismo que cerrar un contrato. Durante las sesiones pueden
opinar, hacer las sugerencias que estimen oportunas o preguntar lo que quieran.
(El verbo “interrumpir” se daba por supuesto).
- ¿Sinceramente, profesor, piensa
que este curso académico sirve para algo? susurró un varón de edad indefinida.
- Este curso no tiene carácter
académico, créame. ¿Cuándo dice “servir para algo” a qué se refiere
exactamente?, contesté con voz amable. Supongo que les habrán informado de los
objetivos. No conozco bien el mundo de las reuniones de
negocios, sus reglas y emboscadas, pero si la empresa financia el curso tendrá
sus razones. En cualquier caso me dejaré guiar por su criterio. Dicho de otro
modo, ustedes decidirán qué cosas pueden ser útiles para
su trabajo. Nos quedaremos con ellas y las demás se perderán en el camino. Ustedes
aprenderán algo sobre los grandes pensadores y yo sobre las grandes firmas. Quid
pro quo. Por lo demás, no es relevante que les interese la filosofía ni a
mí los negocios. Ustedes hacen como que les interesa y yo hago como que me lo
creo. Y viceversa. Sería absurdo por mi parte darles lecciones de pragmatismo.
- Dicho de otro modo, resumió una
joven de pelo corto y traje gris marengo, tenemos que aportar valor añadido a
la empresa mediante la concordia entre capitalismo y filosofía por este orden.
- Algo así, asentí sin entenderla.
Al hilo de los maestros pensadores ensayaremos conjuntamente los órganos de la
argumentación: lógica, dialéctica y retórica, es decir, razonar, disputar y
convencer. Podrán usarlos para desmontar las argucias y espejismos de sus
rivales. Aunque supongo que ustedes ya dominan a su manera tales recursos.
- Una pregunta personal, profesor
(levantó la mano un elegante caballero barbado con gafas doradas y reloj de
lujo); por supuesto puede no contestar y entonces le pediré disculpas. ¿No le
parece que esta mezcla de negocios y filosofía puede ser una comedia y una
falta de sentido común por su parte y la nuestra?
- Desde luego no se anda usted
por las ramas. Es posible. Dígaselo a su jefe. Intentaré contestarle con la
escuela filosófica que abre el curso. (Se hizo un silencio expectante). Lean
primero la hoja que acabo de entregarles.
En la segunda mitad del siglo V surge en Grecia un influyente movimiento intelectual, pedagógico y político: los sofistas; son sabios procedentes de distintos lugares que ofrecían a cambio de dinero enseñanzas prácticas encaminadas a triunfar en la plaza pública. Las causas de su surgimiento son múltiples. La primera y principal es la evolución de la polis ateniense hacia la democracia, lo que supone la aparición de un nuevo valor: el éxito social. Todos los hombres libres pueden aspirar al éxito en virtud de sus méritos. Los sofistas eran maestros, “profesores” capaces de enseñar a los atenienses los medios para lograrlo. No todos podían asistir a sus clases: los honorarios eran caros y prescindían de los alumnos incompetentes. Enseñaban a persuadir, a manejar opiniones e influir en la vida política. Para los sofistas el criterio de la verdad es solamente práctico: debe estar basado en el interés, la fama y el beneficio de la ciudad. Los dos sofistas más célebres son Gorgias (aprox. 490-380 a. de C.) y Protágoras (aprox. 480-410 a. de C.).
- ¿Alguna sugerencia?
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