El juicio estético más simple y común es el
consabido “Me gusta”. Determina que
lo propio de la experiencia estética es un sentimiento de
agrado o desagrado, de placer o rechazo hacia el objeto. Se trata de la idea
central del emotivismo de Hume. “Me gusta” tiene un corto recorrido al haber
sustituido las mediaciones discursivas del concepto por las afecciones
inmediatas del gusto. Insiste en los elementos anecdóticos de la obra y suprime
los esenciales. Las expresiones de muchos jóvenes como ¡Guay!, ¡Mola!,
¡Superbién! reflejan está visión del arte como diversión del fin de semana. En
ocasiones la inmediatez del gusto propicia formas de consumo aberrantes: el
escuchar desatento, el griterío en el concierto, la lectura malograda o la
contemplación epidérmica de un cuadro. “Me gusta” condena la experiencia al
reino de la introspección impredecible y muestra la dificultad de ponerla a
salvo de los ídolos personales. O considera que el objeto del arte es una
belleza abstracta que nunca muestra sus cartas credenciales y apunta más
bien a la omisión de su contenido de verdad. Es más, cuando trata de explicar
la relación entre el gusto, la belleza y la felicidad (sus temas preferidos)
surge la divulgación periodística o a la superstición de segunda mano. Esta
visión deformada del espíritu subjetivo se prolonga en los productos que la
industria cultural lanza al mercado mediante patrones estadísticos de
ingeniería social. Lo que vende son nuestros gustos prefabricados
por algoritmos que se dedican a la recolección de datos. Y puesto que en el
gusto a la medida hay poco que pensar, la cultura de masas lo
vende pensado. Recuerdo a un alumno de un COU de letras que me
persiguió más de lo tolerable para que leyera un cuaderno con sus versos más
tristes titulado El despertar del rocío. Para poner fin al acoso
consentí en echarle una ojeada. Una muestra de una serie titulada Momentos:
¡Mar, amor,
amigo!
En veloz
torbellino me arrastras y
elevas mi ser
a más altas esferas;
en amores de
un “algo” me inflamas
sin saber ese
“algo” que sea.
Y a tu orilla
mi alma se llena
de un “no sé”
que Dios quiera que sepa.
Se lo devolví
ante su mirada expectante y esbocé un gesto de rechazo emotivista. ¿Pensó
en serio que los poemas iban a ser buenos? me dijo abatido. No, le contesté con
ironía, ¡pensé que iban a ser… malos! Tras un instante de desconcierto
nos partimos de risa y chocamos las manos con deportividad.
Kant,
insatisfecho con la penuria de la afirmación “Me gusta”, sostiene que el juicio
estético es en última instancia subjetivo, pero mantiene una intención
manifiesta e irrenunciable (aunque nunca realizada) de intersubjetividad,
de compartir la apreciación, de aspirar, como los juicios de la
ciencia a ser universales y necesarios, lo cual es imposible pues el
entendimiento no puede aplicar con validez las categorías fuera de los hechos.
Cuando salimos del cine Ana y yo tras la incomparable Pulp Fiction de
Tarantino le pregunté por lo visto, tras una corta reflexión me contestó
escuetamente: es brutal y efectista, un espejo inconsciente de las
fantasías innatas, a menudo insufribles, del eterno masculino.
Inversamente, para Hegel la universalidad del arte acontece cuando el hombre supera la conciencia individual en busca de su libertad y autonomía para convertirla en conciencia colectiva a través del objeto creado. Del yo al nosotros. El arte es historia del arte. En el arte, como en la ciencia, la religión y la filosofía, se producen y resuelven los problemas esenciales que se ha planteado el pensamiento desde los albores de las civilizaciones. La historia del arte no es simplemente un catálogo erudito de obras y artistas, sino parte de la espiral ascendente de la sabiduría. La belleza no es un concepto abstracto o aislado sino un elemento constitutivo de la verdad que se desenvuelve desde la intimidad de la proposición “me gusta” hasta la plenitud del espíritu absoluto. Una visita con mi hijo a la sala del cuadro más frecuentado del Museo del Prado, El Jardín de las delicias. Un universo inquietante que apela a las fantasías más oscuras del espectador que intuye el significado del mundo actual y el de siempre. Un mundo de miseria, ignorancia y maldad. Ni siquiera en el panel central del tríptico es posible vislumbrar una felicidad bienaventurada sin mezcla de mal alguno. La sensualidad resulta culpable, filtrada siempre con absoluta genialidad a través del cristal de la impureza. El tránsito de las procesiones de jóvenes danzantes al panel del infierno es solo cuestión de tiempo. El universo del Bosco es complejo, enigmático, indescifrable en su delirio pero a la vez directo en su mensaje moral y religioso. Una expresión de lo universal y necesario.