lunes, 25 de agosto de 2025

Sobre la vejez

 

La obra De senectute, literalmente acerca de la vejez, en versión libre El arte de envejecer, escrita por Cicerón en el 44 a.C. es un elogio de la vejez así como una invitación a un envejecimiento activo y fecundo. Un clásico de la ética personal. Lo primero que habría que hacer es definir el concepto de vejez: mientras que Cicerón (106-43 a.C.) moría con 63 años, una edad avanzada para entonces, hoy día la mayoría de la gente ni siquiera se ha jubilado. Sin entrar en números, es preferible considerar a la vejez como un “estado y disposición de ánimo”, saber a qué nos referimos con la tercera, incluso cuarta edad y no complicarnos la vida con disquisiciones geriátricas y tratamientos médicos (por lo demás inevitables). Siento curiosidad por saber qué es la vejez, dice el optimista jubilado. Bien dicho.

El envejecimiento resignado de sofá plano, un mal rollo, me trae recuerdos de las viñetas del inolvidable Forges: la plaza de un pueblo perdido en la llanura y tres ancianos desdentados bastón en mano, sentados en un banco, dos perros tirados en el suelo, el sol en un horizonte tardío y un elemento perturbador, desubicado, que rompe la monotonía de la jornada y dispara el humor del dibujante.

El “abuelo cebolleta” que da la murga a sus nietos con batallitas de la Edad Oscura es una especie en extinción. En cuanto avanza el relato (palabra estúpida cuando se usa en las tertulias radiofónicas) los nietos desconectan si son educados, cambian de tercio si son normales: abuelo cuéntanos cómo era tu novia en el cole. ¿Usabais preservativos? Resulta patética la visión del jubilado en el parque mañanero que mira con ternura a los niños y echa migas de pan a las palomas mientras medita sobre la vanitas y el memento mori. Actualmente ha quedado en desuso jugar al tute con la peña en las mesas de piedra del barrio porque terminan en bronca. Y la petanca es un juego tan pacífico y aburrido que es imposible cabrear al que pierde o hacer trampas divertidas. Los “hogares del jubilado” donde los viejos se hacen más viejos son demasiado provincianos; y demasiado pueblerinos los baretos de la España vaciada donde se pasan la tarde en formol jugando al dominó. Entretanto, en la mesa camilla con brasero la mujer hace ganchillo y en silencio reza el rosario. Su eterna acompañante, vecina y pariente, perpetra el enésimo solitario con la televisión encendida.

Si me apuran se ha quedado obsoleto el INSERSO: a los jubiletas cada vez les apetece menos que los lleven al trote detrás de una azafata de pies ligeros con bandera blanca por ¿dónde fue? o pasarse una semana de invierno encerrados en un hotel solitario de la costa. O el viaje organizado en autobús: fiu, fiu, ya hemos visto Florencia ¿O era Lisboa? La comida, rara, los del grupo, pelmazos. De las residencias de ancianos ni hablo. Un ejemplo: el cura en la visita de turno trata de convencer a la octogenaria delicada de salud de que pronto verá al Padre Celestial. Desengáñese padre, como en casita no se está en ninguna parte, contesta vivaz doña Asunción.

Algunos llevan perplejos la transición de la segunda a la tercera edad. El paso de la madurez a la vejez recuerda ciertas paradojas de la cantidad: ¿Qué número exacto de pelos, como mínimo, ha de tener una persona para que no se lo considere calvo? Aplíquese a la edad y el problema de cuándo somos viejos es el mismo. Muchos no se resignan. Recuerdo que la suegra de un primo hermano vivía marcha atrás, hasta el punto de que su hija le llegó a decir en uno de sus “cumpleaños”: madre dentro de poco vas a tener menos que yo… Otro pariente mío se cabrea cuanto sus nietos le llaman abuelo. ¡Os he dicho que no me llaméis abuelo, me llamo Jaime! Pobres chavales.

Pasamos página. Vamos a cocinar una versión potente de la vejez recuperada. Lorenzo Aguado es un jubilado de 65 años. Está divorciado pero es amigo con derecho a roce de una viuda cincuentona que trabaja de administrativa en la Seguridad Social. Cada uno en su casa y Dios en la de todos. Hacen el amor, siempre en casa de Lorenzo (por el fantasma del marido quizás). Corre la viagra y el lubricante para conjurar el fantasma del gatillazo. Lorenzo se levanta a las nueve. Oye las noticias en la radio mientras desayuna su café con leche, tostada regada con aceite virgen extra y tomate, copos de avena y zumo de naranja. Se sienta después en el salón y enciende la tablet donde sin prisas ojea la prensaSiempre los mismos gilipollas. Luego pone un mensaje a su amiga con flores y emoticones y lee la cadena de chorradas y videos que le llegan de sus no amigos digitales. La salud es lo primero: martes y jueves pilates. Se refiere a la cincuentona jamona como a “su chica”. El monitor del fitness creía que hablaba de su hija, hasta que un día su chica vino a buscarlo con falda corta, escote generoso y medias de malla. La picarona miraba al joven macizo y tatuado con ojos golositos que a su vez miraba al vacío. Viajan mucho. Nada de Londres, Roma o París; ya estuvieron cuando no se conocían, además acabas empachado de museos, de cuadros de santos, iglesias y palacios iguales y antiguallas que no entiendes. Lo que interesa es Tailandia, Japón, Colombia, El Tíbet o El Varadero… Ya irán del ramal a alguna exposición estrella en el Prado o la Thyssen cuando vuelvan de las doradas playas del Caribe; más que nada porque sus hijos han reservado mesa en tal o cual sitio donde te dan un sushi exquisito o un rabo de toro digno de un rey. Leen con avidez a Jöel Dicker y a Pérez-Reverte y les chiflan las series de Netflix. Los conciertos y la ópera les aburren. Van al cine cuando sus amigos les recomiendan una película por mayoría simple. Al teatro por mayoría absoluta. Algún sábado van a una discoteca. Lorenzo, tras despachar el segundo gin-tonic y sacar fuerzas de las reservas del gimnasio baila como un poseso. Cuando vuelve sudoroso y exánime a la mesa, le dice a su chica: ¡Estoy hecho un chaval! Ella, haciendo gala de perspicacia femenina, le advierte divertida: ninguno de los jóvenes que ves por aquí diría semejante chorrada

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