La ideología política de los partidos en una democracia
representativa se ha convertido en doctrina. La ideología deviene una totalidad
de significado hermética en la que los hechos se encajan a martillazos. Es
justo lo contrario de lo que debiera ser: una reflexión constituyente sobre
ideas fundadas. Recuerda a los astrónomos jesuitas que se negaban a
mirar por el telescopio para soslayar los descubrimientos de Galileo contrarios
a la cosmovisión aristotélica. La política se convierte en un dogma que hay que
preservar contra viento y marea (y es más que una frase hecha). Las ocurrencias
más inverosímiles, las mentiras más flagrantes son presentadas por la teología
política como epifanías. Cuando la ideología renuncia a la
crítica tal y como la entiende Kant se transforma en apología, refractaria incluso al sentido común. Lo que
acontece en la sociedad civil se deduce al modo de la ética de Spinoza mediante axiomas,
demostraciones y corolarios autosuficientes. Y si los acontecimientos los
desmienten, peor para ellos, siempre existen formas consagradas de rectificarlos
en función de lo que cada partido entiende por bien común según las circunstancias.
En las sesiones parlamentarias el diálogo se transforma
en discusión y la discusión en gresca, un remedo patético de la lucha hegeliana
de las autoconciencias. La diferencia radical con Hegel es que ahora todo lo
irracional es real. En el partidismo no existe un lenguaje observacional común que
permita confrontar los argumentos. La clase política se ha convertido en el
coro de grillos que cantan a la luna; el Parlamento en una caja de resonancia
de discursos paralelos o incompatibles.
El Moi commun de Rousseau construido
mediante el derecho al voto responsable suena a retórica gastada. Lo cierto es
que cada cuatro años cumplimos con el rito de expresar en las urnas
nuestros resentimientos y esperar otros cuatro mientras los partidos
disponen a su antojo de la voluntad general. Es preferible la
democracia porque nos permite bajar al quiosco de la esquina y comprar el
periódico que queremos. Mejor el coro de grillos que cantan a la luna que la
bota del soldado desconocido. Por lo demás, resulta lúcida la definición que
hizo Marx del voto: Un comentario sentimental y extenuante a los logros
de la etapa anterior de poder.
Sabemos desde Maquiavelo que la política tiene
un único principio: obtener, mantener y extender el poder. También sabemos que
la política no tiene que ver con la ética ni tampoco con la lógica: se puede
decir una cosa cuando gobiernas y la contraria en la oposición o insultar al
adversario por lo que hay debajo de su alfombra aunque tú seas un duplicado o
caer en las contradicciones más confusas porque lo exige la dirección del
partido.
Inversamente, la alta política desde Pericles hasta Lincoln se ha basado en el perspectivismo. Un diputado perspicaz debería ser capaz de descubrir diez certezas, diez errores y diez dudas en la misma afirmación. La verdad política es la síntesis racional de las treinta caras de un prisma. Esta unidad de los contrarios impuesta a la historia por el talento de algunos estadistas es lo contrario de las disyunciones excluyentes y la negación de la evidencia que enturbian el arco parlamentario. Enlodamos el caudal de lo posible para adaptarlo al pensamiento único. Los consejeros, esa legión de ideólogos disfrazados de expertos que asesoran a los partidos, controlan los parámetros que influyen decisivamente en los procesos electorales. La inteligencia artificial es lo único que faltaba para el desarrollo de esta perversa ingeniería social. Su función consiste en "direccionar los condicionantes para optimizar el impacto" (sic). Habría que cambiar el sentido del término “representativa” en una democracia puesto que quienes realmente detentan el poder son los poderes fácticos, los poderes universales de los mercados, las tecnológicas y la industria militar y el resto es una mera puesta en escena del concepto de ciudadanía. Cuando el Presidente del gobierno alardea de que la economía española “está que se sale” y es la mejor del mundo según The Economist, es obligado preguntarse a qué economía se refiere.

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