Tuve la suerte
de haber estudiado el Bachillerato en la edad de oro de la enseñanza media,
ejercido como profesor en la edad de plata de la secundaria (al menos durante
los diez primeros años) y jubilado, tras una larga travesía del desierto, en la
edad de bronce (una aleación que cada nuevo curso contiene más impurezas). Las
aulas en las que me convertí en un bachiller antañón tras aprobar el examen de
ingreso, dos reválidas y el Preu nada tienen que ver con las actuales. No
insisto más.
Han
transcurrido océanos de tiempo desde que en los años sesenta me formé en aquel
excelente instituto de provincias. El trámite inicial para acceder a los
estudios de Bachillerato, tras la educación primaria, era superar a los diez
años una prueba llamada Examen de ingreso. Cuando llegó el momento,
a mediados de julio, mis padres me compraron para la ocasión un sombrío traje
gris marengo y una corbata que se sujetaba al cuello de la camisa con gomas
elásticas. Era el primer año que usaba mis flamantes gafas de miope.
El examen se
celebraba en el futuro centro de acogida (el Instituto de Enseñanza Media
Alfonso VIII de Cuenca fundado en 1946) y comenzaba a las nueve de la
mañana. Allí me dirigí, con una hora de antelación, acompañado de mi madre y mi
tía, con el pelo cepillado por enésima vez chorreando lavanda a granel. El
conserje, de riguroso uniforme y bigote recortado, nos condujo a un aula fresca
y espaciosa donde nos sentamos alternados en las filas de bancos de madera. Enfrente había una tarima sobre la que reposaba una mesa corrida
con tres butacas tapizadas de color rojo sacadas del salón de actos. Detrás de
la mesa una pizarra y encima dos retratos: uno del caudillo, otro del primer
director del centro, Don Olallo Díaz (cuyo rostro barbudo era un arquetipo) y
entre ambos una cruz desnuda. A los diez minutos, tras una tensa
y silenciosa espera, entraron los miembros del tribunal: el presidente, el
secretario y una vocal, catedráticos de los de entonces. Nos
levantamos movidos por el resorte de un reflejo condicionado. Tras saludarnos
lacónicamente, nos invitaron a tomar asiento. Se sentaron y tras leer el
presidente las instrucciones comenzaron las tres partes del examen.
La primera,
lengua española, consistía en un dictado de diez líneas máximo; te permitían
para salir ileso dos faltas de ortografía “graves y una leve y alguna que otra
tilde" (sin precisar más). La vocal del tribunal, una réplica de la señorita
Rottenmeier, leyó lentamente y con voz plana un fragmento de El
Buscón de Quevedo. Subrayo en negrita las dudas atroces que me
persiguieron día y noche hasta que salieron las notas.
La bercera (que
siempre son desvergonzadas) empezó a dar voces; llegáronse otras
y, con ellas, pícaros, y alzando zanorias garrofales, nabos frisones,
tronchos y otras legumbres, empiezan a dar tras el pobre rey. Yo, viendo
que era batalla nabal y que no se había de hacer a caballo,
comencé a apearme; mas tal golpe me le dieron al caballo en la
cara, que yendo a empinarse cayó conmigo en
una (hablando con perdón) privada.
Al finalizar
hizo un bis y nos dejó cinco minutos para repasar.
(Media hora de
descanso).
Salimos del aula y fue lo peor. Los padres aguardaban ansiosos en el pasillo; nos apremiaban con preguntas imposibles de responder en un intento vano por tranquilizarse. Por fin, el toque de campana del conserje nos devolvió al encierro para tregua y sosiego de todos.
La segunda
parte, matemáticas, consistía en la solución de una división por tres cifras y
la prueba del nueve para comprobar el resultado. Obviamente,
tenías que hacerlo bien bajo pena capital, pues los traspiés aritméticos no
admiten grados ni matices. Como el resultado me salió redondo, sin odiosos
decimales, signo inequívoco de la condenación, me convencí de que mi respuesta
tenía bastantes posibilidades de ser correcta. Además, la prueba del nueve era
mi especialidad.
(Otro
enervante alto en el camino).
Por fin, la
prueba de cultura general. Esta vez nos quedamos fuera del aula. El vocal con
voz tonante nos llamaba por orden alfabético: salía uno y entraba otro.
Los más tardíos salían lívidos y se echaban en brazos de su madre que apenas
ocultaba las lágrimas. El turno me llegó a mitad de la mañana por mi apellido que empieza con ele. Entré con ánimo reforzado por la prueba
del nueve. De pie, desde las alturas me interrogó el presidente, un hombre
mayor, canoso y con cara de pocos amigos.
- Cíteme a
tres pintores españoles, me espetó sin más preámbulos.
- (Respiré
aliviado y bendije a mi abuelo por haberme llevado tantas veces, además de al
estadio Metropolitano, al Museo del Prado).
- Velázquez,
Goya y el Greco, le dije, muy crecido en el castigo.
El Secretario
insistió.
- Puedes
decirnos un cuadro de cada uno.
- El Cristo
crucificado de Velázquez (ante el cual mi abuelo, un hombre de fe,
rezaba con emoción). Los fusilamientos del dos de mayo (me
equivoqué por un mes) de Goya y El entierro del Conde Orgaz (me
comí el “de”) de El Greco.
- ¿Los has
visto alguna vez de verdad? (me preguntó la señorita Rottenmeier).
- Sí, los he
visto en el Museo del Prado con mi abuelo.
- ¿Todos?
(disparó el secretario).
- Los dos
primeros muchas veces. El último no. Puede que esté en el Prado pero no lo sé
(susurré débilmente).
Se miraron.
Parecieron darse por satisfechos y me dieron permiso para salir del aula.
A los diez días mi padre que había ido a consultar las listas sin avisar a nadie por si acaso me dijo que me habían calificado con APTO. Como supe más tarde en el tablón sólo había dos notas además de una considerable escabechina. En Octubre de ese mismo año empezó mi andadura por las Enseñanzas Medias, un largo recorrido que ha durado toda mi vida hasta el día de mi jubilación. Después he seguido por libre.