viernes, 15 de octubre de 2010

Viajes


Estoy de acuerdo con la idea de que viajar, tal y como la presenta Descartes en la primera parte del Discurso del método, consiste en leer el gran libro del mundo.
Es evidente que hay muchas formas de viajar y muchas edades para hacerlo. Durante la infancia (cuya única forma de recuperarla es tornar a las lecturas que tan felices nos hicieron, como sostiene Fernando Savater) solíamos viajar al pueblo o a la capital en compañía de nuestros padres. Pero eso no era viajar, pues los mayores nos imponían sin concesiones un mundo natural y cultural hecho a la medida de la Edad Oscura. Cada vez que cogíamos el correo de las seis de la madrugada, con aquel peculiar olor a carbonilla, el coche de línea en el que indefectiblemente nos mareábamos o el Seat familiar que conducía el patriarca con firmeza despótica, un inmenso Super Ego, un espeso laberinto generacional nos envolvía con sus prejuicios. Pero nadie es capaz de ver ni pensar con la cabeza de otro, por lo que volvíamos tan ignorantes (y sanos) como antes de partir.
Quiero evocar el aura de algunos libros de viajes, que dieron sentido a mi adolescencia. Destaca, en primer lugar, La Odisea, el heroico retorno de Ulises a Ítaca desde las playas arrasadas de Troya, donde los insaciables pretendientes dilapidan su hacienda y ponen cerco a su esposa. Pocos pasajes literarios son tan geniales como el encierro y la muerte de los pretendientes por el arco certero de aquel aqueo fecundo en ardides.
También recuerdo Los viajes de Marco Polo, la ofrenda de una tía generosa en el día de Reyes, que nos trasladaron a los lejanos confines del mundo con la imaginación anegada por la magia y el milagro, desde Japón a Samarcanda, desde Mongolia a la tierra de los zares y desde la estepa a las costas africanas.
O los viajes ilustrados de Gulliver escritos por Jonathan Swift, en los que no sabíamos con quien identificarnos, si con los liliputienses, los gigantes o los viajeros atrapados en aquellas tierras de ultramar donde sus costumbres insólitas eran finalmente más prudentes que las nuestras.
O los libros de Verne, entre los que destaca Veinte mil leguas de viaje submarino, que he releído obsesivamente y del cual me fascina todavía la filosofía social del capitán Nemo ("seis varas debajo del agua desaparece la infamia y la violencia criminal de la raza perversa de los hombres") o el lema del Nautilus (Movilis in movile, móvil en el elemento móvil), el submarino protagonista del relato. Mi abuelo me regaló al aprobar el ingreso a los diez años, La isla misteriosa, también de Verne, la historia de un viaje en globo que termina en desastre y propicia las consabidas aventuras de un grupo de náufragos en las islas vírgenes del Pacífico. El final de la novela, que recoge la última aparición de Nemo en escena, es la cereza que culmina el pastel. De adulto, con pesar, no he conseguido terminar este libro al que debo tanto afecto y tantas horas de dicha; por lo demás, el famoso Viaje al centro de la Tierra no he podido terminarlo ni de pequeño ni de mayor.
Ya en las lindes de la juventud intenté disfrutar de los libros de viajes del tipo Viaje a la Alcarria de Cela, las crónicas regionales de Delibes u otros sucedáneos del género. Lo cierto es que, con imperdonable simplificación, acabé por cansarme de las narraciones planas en las que los atardeceres son auténticos, lo mismo que los viñedos, los pastores de cabras, las plazas del pueblo, las cantinas, las cosechas de alfalfa y los cazadores de perdices.
Tampoco he disfrutado, por la falta de un saber que les sirva de sustento, de las crónicas de viajes dictadas por navegantes, diplomáticos o testigos eruditos del tipo “Visiones secretas del lejano oriente” (estoy pensando en los escritos de Pierre Loti), o de los viajes que hicieron historia, del tipo “Magallanes y la circunnavegación del Globo”, o del tipo más actual “Cómo conquistamos Marte” (las crónicas de los viajes espaciales de la NASA son una jerga tecno-nacionalista infumable).
Por último, me lo he pasado muy bien con lecturas de viajes tan heterogéneas como En el Camino de Jack Kerouac, El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, Tristes trópicos de Levi Strauss o el Diario de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin.
Pero dejemos de una vez la adolescencia. El primer viaje de verdad coincidíó con el final de los estudios de Bachillerato, ya prácticamente en la mayoría de edad. En el que me tocó en suerte fuimos en autocar a Toledo, al Monasterio de Piedra y Andorra. Por supuesto, la movida era sólo para hombres. En estos rituales de transición cambiábamos la tutela parental por la profesoral, aunque al final del trayecto éramos otros para siempre y para bien. Para empezar, los padres de los años sesenta no se ocupaban (o lo hacían mal) de sus hijos, por lo que nuestra infancia fue un engendro psicológico que tenía el ligero inconveniente de convertirnos en neuróticos incurables y la inmensa ventaja de dejar nuestras mentes intactas, vacías de monsergas y llenas de curiosidad. (El paradigma vigente de la educación sentimental ha dado un giro copernicano: entonces no nos hacían caso nuestros padres, ahora no nos hacen caso nuestros hijos). Con la mente en blanco aprendíamos con rapidez a leer el gran libro del mundo. En nuestras primeras andanzas éramos capaces de huir hábilmente de los tediosos paquetes que nuestros maestros trataban de colocarnos en vivo y en directo. Mientras Don Ezequiel se desgañitaba en la hermosa girola de la catedral de Toledo con sus manidas explicaciones, nosotros abordábamos a las niñas de un colegio de monjas, uniformadas con chaqueta azul y falda escocesa. Un amigo mío mantuvo correspondencia con una de esas muchachas en flor durante seis años sin que volvieran a verse. Ni siquiera el autor de Pepita Jiménez hubiera podido imaginar algo tan poético e inocente. Entonces, al revés que ahora, sólo iban a las discotecas nocturnas las parejas terciadas, los casados de mediana edad y algún caballero de gracia, así que los bachilleres en ciernes nos quedábamos en la fonda con la sana intención de jugarnos los cuartos a la carta más alta. Era el tiempo de las confidencias a media noche. Al terminar la partida, en la que me esquilmaron como siempre, mi colega de habitación, medio beodo de vermut, me dijo con voz entrecortada que por fin iba a contarme lo que tantas veces había anunciado (y que a decir verdad, puesto que había visto la película, me importaba un rábano). Asentí con un gemido, pues ninguna fuerza de este mundo hubiera sido capaz de impedir que lo largara… El muy cerdo estaba enamorado hasta los calcañares de la misma chica que yo y la pérfida daba pie vagamente a sus oscuras intenciones (luego supe que era mentira), lo cual no se permitía conmigo ni en sueños. Lo puse en mi lista negra y no pude dormirme hasta que comprendí que era metafísicamente imposible que aquel ángel de amor pudiera darle cuerda a semejante memo. Años más tarde supe que se había casado con un piloto de Iberia.
En el Monasterio de Piedra, un entorno a la vez agreste y doméstico, comprendimos jubilosos lo lejos que estábamos de casa y todo lo que recuerdo de Andorra son ciertos sentimientos teológicos asociados a los valles pirenaicos, la única calle del principado y una radio muy barata que sonaba en la tienda y se negó a funcionar en cuanto nos marchamos.
(Los bachilleres de ahora viajan a Egipto, Santo Domingo y Cuba).
El siguiente viaje coincidió –por imperativo sociológico- con el final de carrera. Cuatro amigos de primera (las chicas eran seres de otro planeta) decidimos, al igual que los peregrinos del “Grand tour”, conocer Italia. La memoria involuntaria se detiene un instante en el camarote del barco que nos llevó a Génova y el bocadillo de jamón que nos zampamos antes de acostarnos; el puerto recoleto de Rapallo, el césped brillante del conjunto románico de Pisa, la luz otoñal de la plaza de Siena, las pizzas de Guido, las callejuelas de Venecia al anochecer, el camping Michelangelo a las puertas de Florencia, y sobre todo, la maravillosa iglesia bizantina de San Vital de Rávena a orillas del Adriatico, un lugar que, en cierto modo, decidió por mí, la forma de ver las cosas.
El mismo concepto de viajar ha cambiado radicalmente a partir de la consideración del mundo como una aldea global. Los jóvenes viajan a todas horas y por todas partes con un admirable desparpajo. Los vuelos de bajo coste han sido el complemento necesario de un profundo cambio estructural. En realidad, se tarda lo mismo (si nos olvidamos de los trámites en ambos aeropuertos) de Madrid a París en Vueling que de Madrid a Cuenca en Auto-Res; y el precio no es mucho más alto si se saben elegir las fechas. Mi hija está de Erasmus en París (una moda cultural de la que no quiero hablar porque a veces lee mis escarceos). Pensé que este padre anticuado no sería capaz de soportar su ausencia, incluso le propuse que firmara un contrato como condición para financiar su proyecto en el que se comprometía a hacer lo que quisiera excepto enamorarse de un francés… Sin embargo, con las nuevas tecnologías los viajes ya no son lo que eran. El teléfono internacional, el correo electrónico, la videoconferencia. Hablo y estoy con ella mucho más que antes.
Para terminar, quiero decir algo de los viajes de la gente mayor. No considero viajar a los vuelos del ejecutivo que va a la reunión de la empresa matriz en Los Ángeles para perpetrar un nuevo aquelarre financiero; o el golfista profesional que conoce exclusivamente los hoteles de acogida, los espacios de prácticas y los campos de competición. Creo firmemente en la conclusión de Levi Strauss de que es preferible una experiencia etnográfica bien hecha a innumerables observaciones abiertas. Por eso prefiero concentrar mis fondos para viajes en uno sólo proyecto al año pero bien planificado: Berlín, Viena, Oslo; un hotel confortable, vuelo regular, museos a discreción, paseos sin prisas, desplazamientos en taxi, gastronomía decente y tiendas sin regateos. A mi edad el cuerpo sólo me pide alegrías. Por eso cuando me jubile evitaré cuidadosamente los viajes baratos del INSERSO a Mallorca, Benidorm y el Parque de Doñana. El lema de mi barco afirma con laconismo que “quien no debe no vive”. Así pues, como el capitán Nemo, cuando me llegue la hora espero morir como he vivido: por encima de mis posibilidades. Después de todo que es la vida sino un costoso viaje…

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