viernes, 9 de diciembre de 2011

El aura. La impresión


Walter Benjamin en su luminoso ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica se refiere a cierto proceso de degradación estética  en los siguientes términos:

Las nuevas circunstancias [los medios de reproducción técnica; en su época: la fotografía, cinematografía] quizás dejen intacta la consistencia de la obra de arte, pero en todos los casos devalúan su aquí y ahora. Esto no sólo vale para la obra de arte; también vale del mismo modo, por ejemplo, para el paisaje que en la película pasa por delante del espectador. Pero en la obra de arte este proceso va a afectar a un núcleo especialmente sensible que un objeto de la naturaleza no nos muestra del mismo modo. Y eso es su autenticidad. La autenticidad de una cosa es la suma de cuanto desde su origen resulta en ella transmisible, desde su duración de material a lo que históricamente testimonia. (…) Estas características se pueden resumir en el concepto de aura, diciendo en consecuencia: en la época de la reproducción técnica, lo que queda dañado de la obra de arte, eso mismo es su aura.

Actualmente, los medios técnicos que debilitan el aura son, entre otros, las imágenes pictóricas de un libro, el catálogo de una exposición, las serigrafías de un grabado, los carteles de un conjunto arquitectónico, las fotografías de una escultura, el disco de un concierto, el video de una ópera, el pase televisivo de una película o de una obra de teatro, el facsímil de un códice miniado o la reconstrucción exacta de una cueva prehistórica… Por no hablar del uso masivo de las nuevas tecnologías de la reproducción y difusión digital.

Primer excursus: la percepción global de la realidad que tuvieron los hombres del Medioevo o del Renacimiento fue más directa, más nítida que la nuestra. Sus ojos veían, sus oídos oían, su tacto tocaba. Si querían ver una catedral tenían que peregrinar a Chartres, no había documentales de la República Serenísima, el Orfeo de Monteverdi se tocaba en la sala de conciertos y los frescos de Giotto se admiraban en las paredes de la iglesia. Es imposible reconstruir esta visión del mundo carente de intermediarios; se trata de un enigma impenetrable que se abisma en la noche de los siglos; sólo podemos aspirar a una reflexión comparada sobre las ventajas y desventajas de la nuestra (un tema que me tienta, aunque me desborda en este contexto).

La idea de la pérdida del aura acuñada por Benjamin, plenamente vigente, no debe entenderse como el recelo purista del apocalíptico de la cultura, menos aun como la cantinela trascendente del “teólogo del arte”, sino como uno de los principios de la experiencia estética.

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El siete de marzo del 2005 se inauguró en el Museo del Prado una exposición con 86 dibujos y grabados de Durero. Un mes después, las colas para entrar daban la vuelta al ruedo. Según contaban los elegidos, en la sala había siete círculos concéntricos para contemplar los cuadros. Tras esperar otro mes y acudir a una hora intempestiva, conseguí pasar sin agobios externos o internos. Sabía, como todo el mundo, que entre las obras expuestas (junto con otras joyas, como la “liebre del ojo”) estaba el famoso grabado El caballero, la muerte y el diablo.

En mi cuarto de la residencia universitaria de Madrid tuve durante años un cartel del caballero que encontré en el Rastro (al volver de unas vacaciones ya no estaba). Me atraían sus elementos iconográficos, la línea expresionista, el sentido alegórico, el terror gótico, la mística de las postrimerías.

Entre mis papeles y fotos (al casarme otra mano misteriosa los hizo desaparecer) había varias versiones pop del grabado (¿El equipo Crónica?) y alguna caricatura política de buena factura. También el libro de Leonardo Sciacca el caballero y la muerte, basado en el cuadro (nunca pasé de la página treinta).

Segundo excursus: el tema medieval del caballero y la muerte reaparece en versión protestante en la película de Ingmar Bergman El séptimo sello. Durante la epidemia de peste negra que asoló Europa en el siglo XIV, Antonius Block, un caballero cruzado, solitario, atormentado, lleno de escrúpulos religiosos, reta a la muerte a una partida de ajedrez para salvar su vida. Pero la vida es el tiempo de las piezas sobre el tablero... Nadie ha vencido a la muerte.
A su vez, el tema del caballero y el diablo está presente en la leyenda conquense de La cruz y la mano. El Barón de Valeria, Adalberto, caballero de porte gallardo y alma corrupta, libertino impenitente, ha seducido con palabras engañosas a la inocente Laura que, despechada al conocer su infortunio, se arroja al vacío en el Ventano del Diablo. Días más tarde, en un solitario paraje a la luz de la luna, el pérfido Adalberto embelesa con palabras de amor a una nueva conquista. Sentados muy juntos en un banco de piedra, cuando Adalberto acerca sus labios a la hermosa joven descubre horrorizado que debajo de la falda no se perfila el delicado pie de una dama, sino una pezuña peluda de cabra. Su última visión, tras el alarido de agonía, es el rostro espantoso del maligno que lo arrastra bestialmente a las llamas del abismo.     
Hacía poco que había visto en el canal de Historia un documental sobre las explicaciones esotéricas de El caballero... Tinieblas del pasado o supercherías del presente. Me quedo con las insípidas lecciones exotéricas de los profesores de arte.

También me había bajado de internet la colección completa de grabados del pintor alemán que me apresuro a subir al blog.

Tenía –tengo por uno de mis “tesoros bibliográficos”- la colección casi completa de pintura “Clásicos del Arte” de Noguer-Rizzoli; todavía merodeo por ciertas tiendas de lance, reales y virtuales, tras los títulos que me faltan. Valoro especialmente el ejemplar dedicado a Durero. En su completo apartado “Estudio analítico de la obra pictórica” se pueden seguir los avatares artísticos y comerciales de los cuadros desde su creación hasta nuestros días. Me la recomendó en Cuenca el pintor Gustavo Torner por la calidad de sus reproducciones. Me atrevo a confirmar que el tiempo las ha mejorado, como al buen vino.

Ahora tengo delante de mí el estudio sobre Durero de Nobert Wolf de la colección Taschen. Aparece de entrada la enigmática frase del genio alemán:

Un buen pintor está interiormente lleno de figura. Si fuera posible que viviera eternamente, siempre podría crear algo nuevo.

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En el Prado, en cuanto lo tuve delante me quedé de una pieza. Pequeño: sus dimensiones son 25 por 19 centímetros. Su presencia no había sido mermada por el tiempo Su calidad, como ocurre siempre, era superior a cualquier imagen. Por un momento las copias palidecieron y dejaron de existir. La Historia se desplomó sobre mis hombros. Leí con emoción en el folleto las palabras de Nietzsche (llenas de resonancias autobiográficas) sobre el cuadro.

En vano andamos al acecho de una única raíz que haya echado ramas vigorosas, de un pedazo de tierra sana y fértil: por todas partes polvo, arena, rigidez, consunción. Aquí un hombre aislado y sin consuelo no podría elegir mejor símbolo que el caballero con la muerte y el diablo, tal como nos lo dibujó Durero, el caballero recubierto con su armadura, de dura, broncínea mirada, que emprende su camino de espanto, sin que lo desvíen sus horripilantes compañeros, y, sin embargo, desesperanzado, sólo con el corcel y el perro.

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El aura como estructura de la obra tiene dos partes: impresión e interpretación.

Frente al grabado, durante unos minutos, la memoria involuntaria invocó las vivencias del grabado, no las descritas anteriormente, que son la cáscara o envoltura del aura, sino las latentes, las cocinadas a fuego lento durante años, inaccesibles a la reproducción técnica.

El resultado es esa impresión universal que nos permite recobrar, sin que podamos propiciarlo o impedirlo, el tiempo real de la vida; acceder a los placeres y los días que se han depositado felizmente en la memoria y constituyen la única pero valiosa herencia del tiempo. Una forma (simple y pedante) de describir este estado de ánimo es decir que se trata de un choque súbito que, sin nuestra intervención consciente, obtiene lo mejor de nosotros. De pronto el horizonte se ensancha y la luz alumbra. En el aura, sentidos y razón se manifiestan a la vez, con el concurso de ambos y el dominio de ninguno.

Dice Benjamin que la impresión no es tan sólo un impulso que sufre quien contempla la obra, sino que, más allá, es una categoría de la experiencia estética. Esta vitalidad del aura es previa -afirma- a cualquier reflexión: inmediata, eruptiva, incontenible, es el signo inequívoco del salto entre la percepción y el juicio, como subrayan las palabras del coleccionista de arte Eduard Fuchs:

Sólo hay un paso entre el verdadero sentir de las fuerzas operantes en una obra artística y descifrarlas exhaustivamente.

Pero esto último es la interpretación, el desarrollo discursivo del contenido de verdad de la obra, que dejamos por su amplitud para la siguiente entrada.

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Incluyo las dos versiones de El caballero, la muerte y el diablo (Ritter, Tod und Teufel) escritas por Jorge Luis Borges en su obra Elogio de la sombra.

I

Bajo el yelmo quimérico el severo
Perfil es cruel como la cruel espada
Que aguarda. Por la selva despojada
Cabalga imperturbable el caballero.
Torpe y furtiva, la caterva obscena
Lo ha cercado: el Demonio de serviles
Ojos, los laberínticos reptiles
Y el blanco anciano del reloj de arena.
Caballero de hierro, quien te mira
Sabe que en ti no mora la mentira
Ni el pálido temor. Tu dura suerte
Es mandar y ultrajar. Eres valiente
Y no serás indigno ciertamente,
alemán, del Demonio y de la Muerte.

II
Los caminos son dos. El de aquel hombre
De hierro y de soberbia, y que cabalga,
Firme en su fe, por la dudosa selva
Del mundo, entre las befas y la danza
Inmóvil del Demonio y de la Muerte,
Y el otro, el breve, el mío. ¿En qué borrada
Noche o mañana antigua descubrieron
Mis ojos la fantástica epopeya,
El perdurable sueño de Durero,
El héroe y la caterva de sus sombras
Que me buscan, me acechan y me encuentran?
A mí, no al paladín, exhorta el blanco
Anciano coronado de sinuosas
Serpientes. La clepsidra sucesiva
Mide mi tiempo, no su eterno ahora.
Yo seré la ceniza y la tiniebla;
Yo, que partí después, habré alcanzado
Mi término mortal; tú, que no eres,
Tú, caballero de la recta espada
Y de la selva rígida, tu paso
Proseguirás mientras los hombres duren.
Imperturbable, imaginario, eterno.

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