domingo, 3 de diciembre de 2023

Ciencias o letras. El gato de Schrödinger

 

Cuando era estudiante de Bachillerato pronto me di cuenta de que lo mío no eran las ciencias. Lo cierto es que en el instituto tuve excelentes profesores de literatura, filosofía, latín y griego, y que, inversamente, los profesores que me tocaron de matemáticas, física, química y biología eran, por decirlo con palabras amables, menos didácticos. El resultado fue una cosecha de hermosas calabazas en mates y un reguero de clases particulares. Uno de mis pacientes profes de pago me decía con razón: No es que hagas mal el problema, eso no es grave por el momento, lo que me preocupa es que no seas capaz de entender siquiera el enunciado. No consigo descifrar el enigma de que traduzcas correctamente un galimatías deconstruido de Cicerón y no seas capaz de resolver una ecuación lineal de segundo grado.

El catedrático de matemáticas se embrollaba en la pizarra con los problemas de álgebra hasta que conseguía explicárselos a sí mismo (¡calla no es así! y borraba) o mostraba las propiedades de las figuras geométricas mediante las líneas imaginarias que dibujaba con el dedo en los ángulos del aula. El profesor de física y química acabó su carrera en el juzgado por suplantar el título de un licenciado purgado tras la guerra civil que había fallecido en Colombia; según parece, los trámites notariales de una herencia destaparon el cambiazo. Conocimos los detalles por la prensa de Madrid. Materia para una novela. El hombre hacía lo que podía y apostaba por el aprobado fácil por no levantar la liebre. El biólogo, a punto de jubilarse, era el más llevadero; te levantaba de tu sitio y tenías que repetir las páginas del libro de texto que el día anterior nos había leído al pie de la letra: claro, claro, se interrumpía, es así, no os dais cuenta, lo comprendéis… Simplemente se repasaba el tema. Como era duro de oído, tu compañero de pupitre te soplaba las preguntas y todos tan contentos. En los exámenes -tenía reuma- no se movía de su mesa entarimada por lo que la mayoría copiaba directamente del libro ante la mirada airada de los artistas de las chuletas y los honestos empollones. Tanto sobresaliente en los exámenes acabó por sembrar la duda en su bendita inocencia (y en la de sus colegas) por lo que recurrió a su sobrino, un maestro en paro que se paseaba cual lince al acecho por los pasillos y rincones del aula. Tras los primeros ceros punitivos se acabó el momio. Los neumáticos deshinchados de su Vespa fue la única satisfacción que algunos obtuvieron. El resto, a estudiar de memoria de tres en tres líneas los tejidos del cuerpo humano.

A letras, pues, tras superar la reválida de cuarto. Entonces no eran el furgón de cola del bachillerato, tenían otra consideración académica y social. Tras aprobar el Preu por los pelos, me matriculé en la Universidad Autónoma de Madrid con la intención de estudiar literatura española. Tras un primer curso de asignaturas comunes había que elegir especialidad en segundo de carrera. En la cola de Secretaría una amiga me preguntó en qué pensaba matricularme: ¡No hay literatura en esta Universidad, sólo filología hispánica! me informó atónita. No me interesaba. Tenía un cuarto de hora para elegir: clásicas o filosofía. Me gustaba el latín, menos el griego, por lo que opté por lo que pomposamente la administración educativa denominaba “filosofía teorética”. Después de todo, como sugería Borges, la filosofía es un género literario. O, desde otra perspectiva, la historia del pensamiento es una excelente forma de aproximarse a la literatura. Y también, como descubrí, a la ciencia.

Me atraen como un imán los temas de divulgación científica. Sobre todo, en los tiempos que corren: una mirada a los límites del mundo, al macro y al microcosmos, supone olvidar por un momento la historia universal de la incompetencia política y los horrores de la guerra. He dedicado, diletante, algunas entradas a estos temas: al Big Bang y al bosón de Higgs, al Big Data y a la Inteligencia Artificial. Uno de los que ahora me ocupan (o, mejor dicho, me distraen) es la paradoja o experimento mental del gato de Schrödinger.

Un gato se encuentra en una caja sellada. Dentro, junto al gato, hay una ampolla con un gas venenoso y un martillo conectado a una fuente radioactiva. Es posible que después de un período de tiempo, la desintegración radioactiva de algún átomo active el martillo, éste rompa el recipiente y libere el veneno que mataría al gato. Pero también es posible que eso no ocurra. La física cuántica afirma que hasta que se produzca una medición o una observación (alguien abra la caja) el gato está vivo y muerto al mismo tiempo en una superposición de estados sin definir.

Según el premio Nobel Serge Haroche, el salto o no del átomo que activa el veneno es discontinuo, aleatorio e impredecible: Einstein se equivocó, Dios efectivamente está jugando a los dados en el universo cuántico. Según las leyes que rigen el mundo a escala atómica durante un tiempo el gato está vivo y muerto al mismo tiempo. Se trata de un estado de superposición vinculado a un suceso que puede ocurrir o no sin que podamos controlarlo de forma empírica o estadística. Puesto que la caja está completamente cerrada y no hemos medido ni observado el evento no podemos saber si ha ocurrido, por lo que no podemos establecer si el gato está vivo o muerto. Si abrimos la caja y observamos al gato, su estado colapsará en una de las dos posibilidades.

Obviamente un gato no es un sistema cuántico La mecánica cuántica actúa sólo bajo condiciones de laboratorio entre partículas en las que no es posible predecir lo que va a suceder porque desconocemos las reglas, si es que las hay, de los saltos de estado. Esto no quiere decir que las leyes de la física cuántica no se puedan aplicar a la macrofísica y a la microfísica. Es más, sus mediciones son mucho más precisas que las de la física clásica, pero a la vez dejan un inmenso agujero abierto al principio de incertidumbre. La pregunta es si la aleatoriedad está para quedarse o será posible predecir en el futuro si el gato está vivo o muerto.

Se ha intentado superar esta paradoja mediante la construcción de un modelo teórico que permita saber qué le va a ocurrir al gato. Un grupo de científicos de la Universidad de Yale admite que es imposible predecir el salto cuántico que rompe la superposición de estados atómicos dentro de un sistema cerrado, aunque es posible construir un algoritmo que nos proporcione la señal de que un salto va a ocurrir, lo cual podría anticipar e incluso impedir la muerte del gato… Las potentes computadoras cuánticas tienen la palabra: Similia similibus curantur, es decir, las cosas semejantes se curan con las semejantes. En realidad, este proyecto de investigación no invalida la paradoja de Schrödinger; no rompe con el dogma de que el futuro es aleatorio, sujeto al principio de incertidumbre. El problema comporta una enmienda a la totalidad de la física. Se trata de una concepción de la naturaleza probabilística, no determinista (resumida en la famosa frase de Einstein: Dios no juega a los dados).

Otra forma de refutar la paradoja ha sido el desarrollo teórico del concepto de decoherencia: un proceso por el cual un sistema perdería necesariamente sus propiedades cuánticas por su interacción con el entorno. La decoherencia actuaría del mismo modo que la medida o la observación eliminando la superposición a menos que seamos capaces de aislar el sistema mediante unas condiciones experimentales ideales, sin interferencias (incluidas la medida y la observación). En el mundo real, micro o macro, la interacción entre los hechos, la misma experimentación científica, daría lugar a una rápida decoherencia y harían que el gato estuviera vivo o muerto, pero no a una superposición de ambos estados. 

Una tercera vía de escape a la paradoja es la que propuso el propio Einstein que no la soportaba (¿Entonces la Luna no existe si no la miro? llegó a decir): defendía la existencia de una realidad más profunda que la descrita por la mecánica cuántica, en la que un conjunto de variables desconocidas descartaría la inconsistencia de la física. Particularmente influyente fue el trabajo del estadounidense David Bohm, quien en los años 50 creó una versión de la mecánica cuántica en la que se restaura el determinismo y el principio de causalidad. En su modelo, el estado del sistema estaría bien definido incluso cuando no es ni observado ni observable. El universo es homogéneo. Los partidarios de la teoría de las variables ocultas se han convertido en una secta. La comunidad científica es contraria a la introducción de elementos ad hoc por considerarlos superfluos. Además, los trabajos experimentales que desde los años 70 han realizado Alain Aspect, John Clauser y Anton Zeilinger, los ganadores del Nobel en física de 2022, han servido para desmontar numerosas variables ocultas, lo que ha reforzado la interpretación de Schrödinger y la música del azar. La cosa en sí kantiana es la pura indeterminación de lo real. Por el momento el gato sigue vivo y muerto a la vez.

P.D. Asumo la noble crítica de que si algo no se explica bien es porque no se entiende.                                                          

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