jueves, 22 de marzo de 2012

Las pruebas de la existencia de Dios


Las especulaciones de sabios y pensadores para demostrar la existencia de Dios han sido una constante (incluso una obsesión) a lo largo de la historia del pensamiento. Expongo a continuación, con ánimo didáctico y de mera curiosidad, los principales argumentos sobre el tema, seguidos de la crítica a su validez lógica (sin que esto presuponga que se pueda encontrar -o no- una justificación a tales pretensiones en otros ámbitos de la razón teórica o práctica).

Argumento histórico. Se basa en que todas las culturas y civilizaciones han sostenido concepciones religiosas (animistas, politeístas o monoteístas) de la idea de dios. El hombre ha creído en lo sobrenatural desde la antropogénesis. Los yacimientos paleoantropológicos muestran al Homo erectus enterrado en posición de mirar al firmamento, de lo que algunos expertos han deducido ciertas inquietudes religiosas en los orígenes de la especie. Además, la mayoría de los monumentos funerarios de la prehistoria revelan la creencia en una vida transmundana.

Es cierto que la religión ha sido siempre una institución social; se trata de un universal cultural con funciones diversas: proponer respuestas al sentido de la vida, ofrecer tranquilidad y alivio ante la muerte, reforzar los sistemas normativos del grupo, mantener la cohesión social, incluso favorecer el entretenimiento y el ocio mediante la oferta de interacciones primarias… Ahora bien, resulta evidente que aunque todas las sociedades tengan convicciones religiosas; incluso si la religiosidad es una dimensión constitutiva de la condición humana (lo cual es discutible), de ninguna de ambas premisas se sigue un juicio trascendente que demuestre la existencia de Dios. No es válido desde un punto de vista lógico el paso de la antropología cultural o de la sociología científica a la teología.

Argumento psicológico. Es el más sutil. Según esta prueba, el hombre descubre en su interior a Dios con absoluta evidencia. Dios es más íntimo al hombre que el hombre mismo (San Agustín). Esta presencia inmediata de Dios en la mente es la prueba más segura de su existencia. Todas las religiones fideístas aceptan de forma implícita este supuesto.

En el argumento se produce el paso lógicamente injustificado de la psicología a la teología. Entre la multiplicidad de nuestras vivencias íntimas de carácter emocional, moral e incluso intelectual, no se halla la idea de Dios. Ocurre más bien que identificamos a Dios con la síntesis última de una constelación más o menos compleja de tales vivencias. Nuestro anhelo de inmortalidad, el amor ideal al prójimo, la exigencia de una justicia que no se da en este mundo, la felicidad como fin irrenunciable...  todo amasado mediante las leyes de asociación destila la idea de Dios.

Argumento ontológico. Propone lo siguiente: Tenemos la idea de Dios como el ser más perfecto posible; ahora bien, es más perfecto lo que existe que lo que no existe (la existencia es una perfección), luego Dios necesariamente existe. Lo formuló San Anselmo en el siglo XI.

Se trata de una argumentación sofística. Kant lo advirtió. La categoría de existencia sólo puede aplicarse con validez lógica a los hechos, no a las ideas. Cuando se aplica a las ideas puras, como hace la prueba ontológica, es igual a una cadena de bicicleta que no engancha en el piñón de la rueda y gira en el vacío.

Argumento cosmológico. Procede de Aristóteles y Tomás de Aquino. Es el viejo argumento del huevo y la gallina. La existencia de un orden de causas en la naturaleza exige la existencia de una primera causa incausada que ponga en movimiento o cree desde la nada el mundo. Esa causa es, por supuesto, Dios.

Aquí el paso lógicamente falaz va de la física a la teología. No hay nada que justifique un salto en el vacío desde el orden de las causas naturales o inmanentes a una primera causa de orden sobrenatural o trascendente. Asimismo, no es un juicio contradictorio afirmar que el universo es eterno.

Argumento teleológico. Tiene los mismos padres que la prueba anterior. Se trata del conocido argumento del reloj y el relojero. La constatación de que existe en la naturaleza un orden admirable de fines (puesto que todo lo que existe cumple una finalidad propia) precisa de una inteligencia ordenadora que los establezca o determine. Y a ese ser providente todos le llaman Dios.

Podemos utilizar correctamente los términos fin y finalidad en el lenguaje ordinario, pero su uso técnico los contamina de connotaciones metafísicas. En la naturaleza inorgánica, en los seres vivos e incluso en la conducta humana, se dan causas, no fines. Llamamos fines a las causas empíricas. El principio de causalidad (todo efecto tiene una causa) es universal para la piedra, la lechuga, el ratón y el hombre. Además (como sugirió Kant), si aceptamos el concepto de finalidad, sólo sería  lógicamente válido en su aplicación a la experiencia y no a un ser supremo que se encuentra más allá de sus límites. La realidad es un sistema de causas, no de fines ordenados desde fuera. El desliz transita en este caso desde la lingüística a la teología.

Argumento antropológico. Utilizado por Descartes en sus Meditaciones metafísicas. Dice la prueba: Tenemos en nuestro pensamiento de forma clara y distinta la idea de Dios como un ser perfecto e infinito; pero tal idea no puede proceder de un ser imperfecto y finito como el hombre; mi pensamiento no puede ser el origen de la idea de infinitud, sólo Dios ha podido ponerla en mi mente. Por consiguiente, Dios existe.  

Aquí, el error lógico salta de las matemáticas a la teología. La infinitud es un concepto que aparece en la aritmética, la geometría, el análisis matemático, y la teoría de conjuntos. Fuera de estos saberes carecemos de tal idea.

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