El día 12 de marzo se ha llevado al escenario del Teatro Real de Madrid el estreno mundial del proyecto de Alain Platel C(H)OEURS (Coros/Corazones) con los Ballets C de la B y la música de Verdi-Wagner. Asistí a la representación del viernes 16 y es la ocasión de este artículo.
Lo primero es justificar el título desde los autores. El corazón simboliza el individuo, la identidad personal, el ámbito de lo privado, la libertad como proyecto. El coro simboliza la colectividad, la interacción social, los grupos, la vida pública. Esta dialéctica universal entre el hombre y lo absoluto está representada tanto por los intérpretes del ballet y el coro como por el significado asignado a la música.
La propuesta artística es, en mi opinión, coherente pero fallida (más por la parte musical que por el ballet). La idea de la coreografía es mostrar la belleza de lo feo como un lenguaje válido para expresar la farsa de nuestros días. En su libro Historia de la fealdad, Umberto Eco nos presenta un recorrido deslumbrante por los lugares del arte en que ambos conceptos estéticos se unen sin ser contrarios: las máscaras del teatro griego, los deliciosos bestiarios medievales, los bufones de Velázquez, los frescos de Goya, La mujer que llora de Picasso, los amaneceres en un vertedero de chatarra en las películas de Antonioni… no insisto, cada lector tiene su propia iconografía del mal. La producción de Plantel podría figurar al final del índice de Eco.
La coreografía de C(h)oeurs consta de diez intérpretes. Su atuendo, su físico, su danza nada tienen que ver con los patrones del ballet clásico o moderno. Sus movimientos son bruscos, manieristas, espasmódicos, sincopados, arrítmicos; cercanos, sin caer en el tópico fatal, a la performance provocadora en la que los actores abruman al público con su irrupción en el patio de butacas entre gritos y cencerros.
En ocasiones, para añadir entropía al espectáculo, los intérpretes se mezclan con el coro mediante cuadros que simulan cuidadosamente el efecto anárquico de la improvisación. La diferencia formal entre unos intérpretes que se dedican a la danza y otros al canto se desvanece. En ocasiones el ballet canta y el coro danza. El punto de convergencia entre ambos es el recitado común de textos, que resultan, en general, pretenciosos, marchitos y de una cargante profundidad “a la francesa”. Se hacen preguntas dóciles sobre el abismo, arrojadas al espectador entre efectos incidentales y paisajes sonoros: ¿Quiénes somos?, ¿Qué te convierte en una persona única?, ¿Merece la especie humana desparecer?, ¿Necesitamos líderes de referencia? ¿Por qué apreciamos más las semejanzas que las diferencias? (la última no está del todo mal). Hay escenas colectivas con los inevitables carteles de palabras triviales, “cruciales” o esotéricas para que al espectador le salga humo por las orejas. Unos niños deambulan por la periferia del escenario para insistir en el futuro del drama. Sin embargo, en los momentos más lúcidos se intuye menos la visión de la historia y más la de una humanidad caída, cuya regeneración nunca superará el momento de la autoconciencia, como en los cuadros de Brueghel.
La oferta de Platel hizo el milagro de que cesaran las toses. Al final, pueden imaginarse el cabreo del Real. Un público conservador en todos los sentidos, amante del bel canto y como mucho de la ópera de repertorio; en absurda confrontación política (disfrazada de gustos musicales) con el prestigioso Gerard Mortier, uno de los pocos directores musicales que puede subir el teatro de la ópera madrileño de segunda a primera división (Ricardo Muti no estaría hoy en el Real sin Mortier). Ya me he referido a este asunto en otra entrada de mi blog (y pido disculpas por citarme).
A mi entender, lo menos convincente fue la propuesta musical. Consta de nueve piezas muy conocidas de dos grandes de la música romántica: Giuseppe Verdi (1813-1901) y Richard Wagner (1813-1883). Dos compositores comprometidos con el espíritu de las revoluciones nacionales de 1848, la emancipación de los pueblos, la liberación de la carne, la lucha por los derechos civiles y la denuncia del oprobio. Ese es el vínculo ideológico que les une con el proyecto de Plantel.
Creo firmemente que hubiera sido mejor otro tipo de música: más actual y más cercana al corazón de las tinieblas. Por ejemplo, una partitura original creada en exclusiva para el proyecto. Además, la selección destila el aroma inconfundible del reclamo popular y, en el fondo, del perdón por las ofensas; también la concesión a los grandes foros para favorecer el estreno.
Inevitablemente, los motivos escogidos se degradan sacados de su contexto. Retomo las ideas de Adorno sobre la música fragmentaria: los temas se limitan a citar de pasada en vez de crear un mundo. Son meros indicadores de paso a los que falta la integridad de la obra. La brevedad y la discontinuidad del montaje impiden que se desplieguen como unidades significativas. Del mismo modo, nunca me han convencido los recitales de grandes arias cantadas por solistas archiconocidos. En cuanto se liberan de la mano sabia (y férrea) del director se mueven a sus anchas, se dedican a inflar las melodías y buscar efectos fáciles…
En C(h)oeurs, el ajuste de la música con la coreografía resulta discutible. La interpretación del escalofriante Dies Irae del Requiem de Verdi, por citar el comienzo de la representación, fue estruendosa, carente de pathos religioso, acelerado el tempo y sin nobles desplazamientos corales… Lamentable el Va pensiero del Nabuco. Fuera de lugar el Coro de Peregrinos del Tanhäuser Quizás orquesta y coro no tuvieron su día. La única pieza que estuvo a la altura de su gloria fue el Patria oppressa del Macbeth de Verdi.
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