sábado, 29 de marzo de 2014

Cuenca: conversaciones en la catedral


Las catedrales góticas son después del mar el mayor espectáculo del mundo. Bosques inmensos de piedra, las llamó Orson Welles; en realidad, son libros abiertos, símbolos de una cristiandad unida por la fe y el arte de los canteros. La biografía de cada cual puede ser contada desde sus avatares en las catedrales. En mi caso, por mis coloquios y soliloquios en el interior de la desmochada catedral de Santa María y San Julián de Cuenca, cuyas agujas se perdieron a principios del siglo XX tras derrumbarse por causas desconocidas. De influencia francesa, es la primera catedral gótica de Castilla; sólida, aunque lejos de la pureza del gótico francés de Amiens, Chartres, Reims o París, cumbres de la arquitectura religiosa del siglo XIII. La catedral de Cuenca está en obras perpetuas de restauración; inacabada por los cuatro costados, su reconstrucción dura ya más de lo que se tardó en levantarla. Los dos últimos trabajos han sido la reparación del claustro renacentista y la reposición de las vidrieras perdidas mediante diseños abstractos (y muy discutidos) del pintor Fernando Zóbel. En realidad, la tardanza que se mide en décadas, se debe a tres causas: la falta crónica de presupuesto, la polémica entre apocalípticos y modernos sobre la conveniencia de  restaurar ciertos monumentos y el desconocimiento de los planos originales.

En verano, cuando vivía en la calle de San Pedro y tenía que bajar a “la parte nueva” de  la ciudad en plena canícula, entraba a la catedral por la puerta derecha de la portada, la única abierta a diario, y recorría completas las dos naves laterales unidas por la girola. Con frecuencia no había nadie en el templo. Cualquiera que haya recorrido a solas una catedral gótica inundada de luz, la de Toledo, Barcelona, Sevilla, Burgos, León, habrá sentido el escalofrío de la mística. Una especie de depuración esencial de la educación religiosa recibida en la familia, la escuela y la calle. Es difícil sustraerse a una experiencia emocional tan intensa; se hacían para eso. Dudo que sea posible comprender el sentido estético de una catedral sin sentir la teología en el alma.

La presencia de la catedral al caer la tarde me resultaba familiar. A su alrededor, en la Plaza Mayor, se encontraban los bares más marchosos de “la parte alta”. Todos los recorridos del barrio húmedo pasaban por sus muros. Mi taberna preferida era Los elefantes, debajo del estudio de Fernando Zóbel. Recuerdo a Félix, el camarero, sirviendo botellines de Mahou cinco estrellas (no daban cañas) y copas de Rioja. El repertorio de tapas variaba cada día. Hace tiempo que no voy y aunque sigue abierta ha cambiado de dueño varias veces y no creo que conserve sus señas de identidad.

Monseñor Guerra Campos, obispo entonces, celebraba los viernes misa de ocho en el altar mayor rodeado de popa y circunstancia y la expectación de la iglesia visible de Cuenca. Tenía aura de intelectual profundo y sus homilías clamaban a las puertas del cielo: su tema favorito era la ponzoña del marxismo y la necesidad de una cruzada permanente contra el materialismo, el evolucionismo, el utilitarismo y el positivismo (el término laicismo aun no estaba de moda). Cada semana demolía un ismo con nuevos anatemas. Afirmaba que en su verbo fluía la verdad del Dios de los sabios y los pensadores. En realidad su catolicismo, desnudo de retórica, era simplemente cristianismo para ricos. En la última fila estábamos Fernando, Oscar y yo, a punto de reventar de risa. La gente nos miraba con gesto torcido. En aquel tiempo se corría el riesgo de ser entregado al brazo del Santo Oficio.

Con veinte años, bajo el óculo de la doble girola, una hermosa tarde de otoño me declaré a Coral con espontánea premeditación. Me acogí a sagrado para ofrecerle amor eterno, pero se rió tiernamente en mis narices. 

- ¿Cuándo dices "para siempre" –preguntó puntillosa- te refieres a este fin de semana? 

Despechado, respondí con frase lapidaria de Wittgenstein: Si por eternidad se entiende no una duración temporal infinita sino la intemporalidad, entonces vive eternamente quien vive en el presenteDespués cambié de tercio: ¿Sabes quién era San Julián? La cosa aun tenía arreglo, pero insistí torpemente cuando visitamos el tesoro de la catedral: “Tú eres el único tesoro que veo”, le dije con ardor poético infumable... y se cabreó. Tramaba un viaje con ella a Toledo, pero acabé solitario en mi cama. En estos casos siempre nos quedará la sillería del coro.

De soltero hacía de guía de la catedral para mis amigos madrileños. Convertíamos los detalles eruditos en asuntos prosaicos: mercadillo de lance y guapos donceles, decían ellas. Cortesanas placenteras y cordero al espetón, decían ellos. Los clérigos sombríos, el mendigo ciego, decía yo.
Allí se casó mi amigo Alonso, hombre de mundo de familia ilustre, un bodorrio al que asistieron las fuerzas vivas del lugar. Boda en el altar mayor, con hachones, inundación floral y alfombra roja. Sedas y terciopelo, joyas y mantillas, smoking alquilado que me sentaba fatal. Ofició la boda don Evaristo Monedero, deán de la catedral. El tema del sermón: el amor sacro y el amor profano (¿Cuántas veces contaría lo mismo?). Supremacía del amor sacro, hombre y mujer unidos en una sola carne, el fin primario es la procreación y después la satisfacción de la concupiscencia, la sagrada familia. Escuchaban atentos los novios. Si era impresionable, mi amigo no la tocaría durante una semana. Cena de gala en el parador. Cogorza con sordina, contenida por los reproches de mi mujer. Que nadie separe en la tierra lo que Dios ha unido en el cielo. Antes de dos años se divorciaron "por lo civil”. Solicitaron después la anulación por no sé qué embrollo; que un tribunal eclesiástico les concedió tras pagar un montón de millones. Supremacía del amor profano.

La última vez que visité Santa María y San Julián fue con mi familia. Mis hijos se negaron en redondo a escuchar mis historias. Se sentaron a más de veinte metros en la sillería del coro para ver la catedral en el móvil. Ana hacía como que me escuchaba. Domina la técnica del empane pero la conozco: si más atenta, más desconecta. Cuando amostazado le pregunté de qué estaba hablando en ese momento me respondió que de la catedral, ¿no?, y que cerrara el pico de una vez, que aburría a San Julián. El matrimonio es ante todo un conjunto de sobreentendidos. Dignamente, a solas y en celada, me restaba al menos repasar los misterios del bello ábside central de planta poligonal con siete lados que muestra un alzado con un primer piso de arcos apuntados y un segundo nivel de claristorio con ventanales de medio punto. El abovedado se lleva a cabo mediante bóvedas sexpartitas, cobertura típica del denominado “primer gótico”… Más madera.

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