sábado, 21 de junio de 2014

El francés de entonces...


Hoy todo el mundo estudia idiomas por razones de trabajo: quien no tenga don de lenguas (inglés, alemán, chino), no se moleste en enviar su curriculum. Tres idiomas es lo mínimo que piden las empresas para que, en el caso improbable de que te contraten, percibas como mucho un sueldo de mil euros, trabajes media jornada (o sea, doce horas) y te echen a la calle (con tu cajetín de pobres pertenencias) gratis y cuando les venga en gana. Algunos se consuelan diciendo que más vale esto que nada; pero, dicho con rigor, me parece una villanía propia de siervos que se ponen a sí mismos las cadenas.
Estos son los recuerdos de mi aprendizaje de la lengua francesa cuando estudiaba el bachillerato hace más de cuarenta años. Juro solemnemente que los insólitos acontecimientos que a continuación se narran son rigurosamente ciertos…


Cursé estudios en el Instituto de Enseñanza Media Alfonso VIII (un rey medieval) de Cuenca, entonces uno de los centros masculinos más prestigiosos por tradición y plantilla. El instituto femenino (sic) estaba en la otra punta de la ciudad por una separación exigida por la ley natural, el gobernador, el director, el obispo y las fuerzas vivas. Viví en Cuenca porque trasladaron a mi madre, funcionaria del Ministerio de Hacienda, a esta pequeña ciudad de provincias.
Algo conozco del inglés, una lengua bárbara, no latina, propia de los ejecutivos, las nuevas tecnologías y del imperio (también de Milton, Shakespeare y Joyce, lo admito), pero la que he estudiado a lo largo de mi vida (sigo en la brecha) y más me gusta es el francés. En aquel tiempo de silencio (el español se susurraba), el francés era la única lengua extranjera que se impartía en las aulas. Al contrario que en la actualidad, el inglés había desaparecido de los planes de estudios no se sabe aun por qué razones pedagógicas o políticas. Algunos me han explicado que era “por asuntos políticos”, pero lo cierto es que el régimen de Franco caía igual de mal a los ingleses que a los franceses y viceversa. Además, Estados Unidos había certificado nuestra condición de reserva espiritual de occidente.  
Impartía la asignatura de francés Doña Guadalupe, una respetable viuda de edad indefinida, bajita, dura de oído, trato respetuoso aunque sólo en su dirección y proclive al brandy según decían las malas lenguas. Se decía incluso que antes de las clases mascaba un par de caramelos de menta para tapar los efluvios del Terry (en todo caso, chacun à son goût).
Utilizábamos un libro titulado Miroir de la France (“Espejo de Francia”) hecho por expertos nacionales que conservo como oro en paño. Es una antología dividida en tres partes: la primera está compuesta por un repertorio de textos de autores clásicos como Racine, Corneille o Molière (no Voltaire, mal visto por la Iglesia); un espejo de la Francia de los siglos XVII y XVIII, Nada de la actualidad del país vecino, peligrosa para mentes inquietas que podrían plantear ciertas comparaciones incómodas. La segunda parte recogía, entre otros, fragmentos de Sartre (inextricables), de Camus (deprimentes) y de Céline (tendenciosos). La tercera estaba formada por una serie de artículos de corte periodístico que “reflejaban la realidad de la España contemporánea”. Los temas elegidos eran deportivos (La gloria del Real Madrid), heroicos (España, pasado y futuro), homófobos (La enfermedad de nuestro tiempo) o machistas (La mujer al volante). ¡La educación en valores funcionaba!
El método de enseñanza se centraba en varias competencias básicas (diríamos hoy). La traducción directa (francés-español) e indirecta (español-francés) eran las más solicitadas. Después de todo, los diccionarios del ramo se presentan con este formato. No resulta difícil imaginar la calidad literaria de nuestras versiones del Cid de Corneille, Fedra de Racine o Tartuffe de Molière. Para “corregir matices y captar el sentido”, Doña Guadalupe leía con voz pastosa la traducción (ya entonces anticuada) de los libros de bolsillo de la colección Austral... que nadie escuchaba. Pero no tenía importancia. A veces existe la justicia en el mundo. En los exámenes mensuales debíamos resolver frases como ma mère m’aime, c’est à dire, je suis aimé par ma mère. Aun así, la mitad de la clase suspendía holgadamente. Para la traducción indirecta, la profesora nos entregaba fotocopias de Don Quijote, El lazarillo de Tormes o La Celestina. Era particularmente gloriosa nuestra descripción del hidalgo o los lamentos de Calisto por la muerte de su amada. Para nuestro alivio, la traducción indirecta no formaba parte del examen. Dios aprieta pero no ahoga.

Nunca hablábamos en francés; se suponía que Francia era un país lejano que solo se veía en los mapas. Nunca perdonamos a los gabachos aquello de "África empieza en los Pirineos". Solamente usábamos ciertas expresiones que se sabían de memoria el camarero del bar, el puerta de la disco o el conserje del hotel. Se trataba del francés turístico o estándar de Benidorm. Las estudiantes francesas que hacían cursos de verano en Cuenca nos miraban con ojos extraviados cuando las acosábamos en espanfran puro y duro. El objetivo era aprenderse de memoria el léxico. Doña Lupe nos obligaba a preparar un grueso taco de fichas, cada una con la palabra francesa y su significado que luego nos preguntaba en clase. Pasaba lista tras llegar veinte minutos tarde, sacaba una bolsa con bolas de un juego de lotería desahuciado por sus nietos y, tras un instante insoportable, un nombre sonaba al azar: ¡el doce, Rodolfo, le toca!


- ¿Se ha traído por casualidad las fichas? A continuación las barajaba con mano temblona y sacaba una (estaba prohibido alfabetizarlas).


- Veamos, Roberto, que significa la palabra Pourtant.


- Por tanto… balaba el imputado.


- Por tanto, eres un tontaina, os lo he repetido doscientas veces… ¿Es que estás sordo o te lo haces? No me extraña, la clase es una nulidad. ¿Qué prefieres, Rodrigo, un cero en tu diario o ser fusilado al amanecer?


- Ser fusilado, madame.


- Pourtant, te pondré un cero como rueda de molino. Siéntate y “descansa” zopenco… El ciclo de tratarnos de usted, tutearnos, insultarnos significaba que la clase se desarrollaba normalmente.


Un día a la semana un desafinado coro masculino interpretaba a capella la conjugación del verbo parler, el único que nos sonaba. La profesora escribía un tiempo en la pizarra y nosotros lo aullábamos con las notas de Frére Jacques. Una descarga colectiva de adrenalina. Como contrapunto se oían en los bancos del fondo sur ciertos versos satíricos (u obscenos) que rimaban con parler en número y persona. A veces con doble sentido: Nous empinons, vous empinez, ils empinent. Letra y música de Cuarto A. La sordera la libraba de la ordinariez y el mal gusto. Cantábamos canciones francesas muy conocidas como Sous le pont D’Avignon, Dans les jardins de mon père… y cuando doña Lupe había pulverizado los niveles de alcohol en sangre, tronábamos en pié… ¡La marsellesa! Era la guerra. Don Miguel, el profesor de filosofía de la clase de al lado, entraba sin llamar y decía convencido:


- ¡Esto asusta Guadalupe, el día menos pensado vas a acabar en la guillotina! 

No es que doña Lupe fuera una mala docente, es que la lengua y civilización francesas se enseñaban así. Aprobé con fortuna el examen del preu: el tribunal preguntaba a uno de cada cinco alumnos (el viejo quinteo romano) cómo se llamaba, dónde había nacido y qué le interesaba. Me tocó. Además, mis padres, espantados por mis carencias, me llevaron durante el último trimestre a un sofista que me enseñó ciertos trucos…
Ese verano, para “perfeccionar mi francés” me premiaron a mi pesar con una “estancia lingüística” de un mes en una residencia mixta de Tours, una bonita ciudad a la que he vuelto. Por razones de supervivencia me junté de inmediato con los españoles del curso (que tampoco sabían una palabra de francés). Comíamos y bebíamos como fieras y por las noches, la única actividad intercultural, íbamos en masa a las habitaciones de las chicas a fumar y hablar por señas (pronto comprendí que tales visitas eran inocuas y las dejé). Una vez, nuestro profesor de la mañana, que nos tenía por ladrillos refractarios, nos llevó a practicar con el jardinero los ejercicios del día. El viejo, con cara de coronel de la Grande Armée y olor a moho, se llevaba la mano al oído con gesto feroz o hacía aspavientos de no entender; una comedia fingida mil veces. La profe de la tarde nos obligó a leer Le Petit Prince de Saint-Exupéry que cambié en el acto por El principito, un pastelón de crema que me prestó una gentil veterana. Volví como vine, quizás más gordo y resabiado.
Retomé el francés a los treinta y tantos. Daba clase particular con una joven francesa que me aconsejaron mis sobrinos. Estaba casada con un ingeniero español y deduje que se aburría de vivir en Madrid sin hacer nada. El método era inverso al de la viuda. Hablaba sin parar con un acento impecable. Lo importante, según ella, era la “competencia comunicativa” (un término de la sociolingüística que ascendía en la lista de éxitos). Me decía veinte veces a la hora que no me preocupara (ne vous inquietez pas!) si no entendía “algunos bloques de la frase”. Amoscado consulté a mi mujer, profesora de inglés.
- ¿En serio que no explica gramática, ni escucháis grabaciones, ni hacéis redacciones, ni leéis libros adaptados? –dijo-. Estoy convencida de que pronto te soltará que vas a aprender en seis meses “el francés en mil palabras (¿o eran cien?)”. Creo que esa propuesta absurda marcará el momento de plantearte una retirada estratégica a los campamentos de invierno. 

Y así ocurrió. En cuanto me ofreció la poción mágica, le informé de que me habían trasladado repentinamente a un país del África Central, que cuando volviera, si volvía, seguiríamos las clases, que la avisaría, que hasta pronto, adiós, désolé.
Mi tercer intento de estudiar francés es ahora, en la Alliance Française de Madrid y llevo cinco años. Se trata de un centro prestigioso (y muy caro) donde se enseña el francés comme il faut de acuerdo con los objetivos del marco europeo de las lenguas (uno de los cuales es el negocio). Metodología probada, buenos libros, profesores bien formados y, por supuesto, nativos. Una pequeña Francia en el centro de Madrid. Lo que he descubierto con júbilo es que “hablar” no es lo que más me interesa de una lengua romance como el francés. El paso de la filosofía a la filología me fascina. Una lengua viva es la realidad más hermosa que puebla los confines del mundo. Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo, decía Wittgenstein.
Sólo un matiz: en mi opinión es imposible aprender de verdad una lengua que no sea la materna. Primero: nuestro cerebro, según dicen los expertos, se cierra al aprendizaje gramatical antes de los seis años. Segundo: una lengua es algo más que comprender, traducir, hablar o escribir. Es una forma global de vida, una cultura, una psicología de masas, una antropología social y una metafísica. Cosas que sólo pueden aprenderse en la casa natal donde hemos logrado articular los primeros balbuceos.

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