miércoles, 29 de diciembre de 2021

La formación profesional

 

El trabajo manual tiene su leyenda negra. En el libro del Génesis, Dios expulsa del Paraíso a Adán y Eva por el episodio de la manzana (denigrado por las feministas) tras maldecirlos: Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado. Porque polvo eres y al polvo volverás. Las grandes civilizaciones antiguas, Egipto, Grecia o Roma fueron sociedades esclavistas. Busquen, por ejemplo, el significado etimológico del trabajo en el latín vulgar y sabrán de qué hablo. El feudalismo medieval convirtió los esclavos en siervos y sólo el ascenso de la burguesía en las ciudades fundadas en el siglo XIII revalorizó el papel del trabajo productivo para fomentar el comercio y las finanzas.

Los prejuicios hacia los trabajos manuales forman parte de la historia de España. Por ejemplo, el hidalgo que los considera manejos poco honorables, propios de villanos. A partir del siglo XVII, con los últimos reyes de la Casa de Austria, el sol empezó a ponerse en los territorios del imperio. Muchas son las causas de la decadencia de la España del Capitán Alatriste, pero una de las más influyentes es la falta de una burguesía emprendedora y de negocios. Los galeones cargados de oro y plata procedentes de las Indias cruzaban la península ibérica desde los puertos del sur para acabar en las arcas de los países europeos industriales que nos abastecían de productos manufacturados… Hasta que el único oro que quedó, a mayor gloria de las letras, fue el cultural.

Max Weber, en el libro de sociología más inteligente que quizás se haya escrito, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, sostiene que las religiones protestantes del norte de Europa consideraban el éxito individual en el trabajo, la ganancia de beneficios y la acumulación de bienes como un signo positivo de la divina predestinación; también las profesiones más artesanales, son bendecidas por Dios por su colaboración mayoritaria en la obtención del bien común y constituyen un signo visible de pertenecer a los elegidos. Una ilustración común en la Reforma es la de un zapatero, encorvado sobre su trabajo, que dedica todo su esfuerzo a la alabanza de Dios. Esta sacralización del trabajo es ajena e incluso contraria a la moral dominante, clerical y espiritualista, de los países católicos del sur de Europa. Otro salto en el tiempo: los países más avanzados de la Unión Europea nos miran por encima del hombro, entre tópicos, estereotipos y medias verdades. Y otro más: el origen histórico del nacionalismo vasco y catalán no es de carácter ideológico sino económico y anterior a la Guerra Civil.  

Hay evidentes secuelas de aquella idiosincrasia precapitalista en nuestro país. En pleno siglo XX las enseñanzas regladas de Formación Profesional eran marginales y poco valoradas. Recuerdo que durante décadas se consideraba a los alumnos de FP poco menos que jugadores de tercera división; gente que no servía para aprobar las asignaturas de Lengua, Historia o Matemáticas y mucho menos para ir a la Universidad. La imagen: unos chicos sin nombre embutidos en un mono azul con hombreras que se dedicaban a hacer piezas de metal en el torno o a colocar remaches a golpes de martillo. Matricularse en FP se consideraba propio de las clases bajas, hijos de obreros que se resignaban a ser obreros, que se conformaban con aprender oficios. Corrían bulos sobre la adscripción forzosa a la FP de los hijos de familias represaliadas. Era un grupo minoritario, anónimo, sin consideración social ni ventanas al mundo. Lo cierto es que para ir a la Universidad tenías que superar la prueba de ingreso, siete cursos que iban en serio (no como ahora), dos reválidas y el examen del Preu. Más de la mitad de los estudiantes de medias se quedaban en el camino. De los que terminaban, una cuarta parte carecía de recursos para desplazarse a una ciudad universitaria y sólo el otro cuarto lo hacía con un porcentaje de éxito alto o bajo según las carreras. Sin embargo, rechazaban matricularse en la formación profesional. Paradojas de la historia. Otra más, comparen los estudios en los centros de enseñanza pública entonces y ahora. Una anécdota personal. En primero de Bachillerato me hice amigo de Julián Flores, un chaval medio calé del Barrio de San Antón. Éramos compas de pupitre y pronto me percaté de las miradas hambrientas que dirigía a los bocadillos que me preparaba mi madre para el recreo. En uno de ellos (la verdad es que yo era un malcome) le ofrecí compartir la mitad de mi pan con tomate y mortadela. Cuando vi el fervor con que lo devoraba le invité a comerse la otra mitad… ¿no lo quieres, en serio? Y rápidamente lo despachó. Aparte de malcome, yo era un chico más bien tímido y bajito, lo contrario que Flores, lo que me puso a salvo de las insidias de abusones y acosadores. ¡Eh tú, decía Flores al malaje, si te vuelves a meter con mi compa te voy a dar una h. que vas a hacer palmas con las orejas! Una simbiosis perfecta. En una ocasión, porque también me percaté de sus dificultades para aprobar y de su situación social, le comenté cordialmente, tras almorzar juntos, si no le convendría más cambiar el instituto por la formación profesional. ¡Probablemente, me dijo, pero mis padres se niegan, no quieren que digan en el barrio que me han metido en el pelotón de los torpes! Compartimos bocata durante dos cursos, hasta que en tercero de bachillerato desapareció. 

Pero volvamos al presente. Desde que estudié el Bachillerato hace medio siglo en el Instituto de Enseñanza Media Alfonso VIII de Cuenca, la mentalidad sobre los cursos de Formación Profesional ha cambiado mucho. He impartido clase a incontables alumnos del COU de letras o mixto, los itinerarios más fáciles, que me preguntaban indignados por qué tenían que aprenderse de memoria la teoría de las ideas de Platón, las categorías de Kant o comentar textos incomprensibles de Descartes o Nietzsche… cuando lo que querían era acceder al mercado laboral tras aprender a desmontar un coche, trabajar en una peluquería, ser fontanero como su padre, dominar el lenguaje de las computadoras, ser buenos sanitarios o preparar suculentos platos. Por supuesto, les daba la razón, hasta me disculpaba, y, lo confieso, no ponía el listón muy alto. Lo que querían era acceder a módulos de formación profesional de grado medio o superior. Según me contaban (y de eso hace demasiado tiempo) la oferta de plazas era escasa y la mayoría de las solicitudes quedaban en papel mojado. El problema consistía en que dotar a los talleres de formación profesional de una infraestructura adecuada y la consiguiente logística era (y es) caro. No vale el socorrido dicho de una pizarra, una tiza y ahora qué. Afortunadamente, también en la enseñanza media se introducen progresivamente, las redes de ordenadores, las pizarras electrónicas y las plataformas de consulta.

Parece que se lo empiezan a tomar en serio. He visitado la página oficial de la FP en Madrid y es espléndida. En algunas comunidades autónomas, como Galicia, la FP es un ejemplo de competencia educativa. El Gobierno, según leo, presenta un Plan de Modernización de la Formación Profesional, dotado con 1.500 millones de euros procedentes de los fondos de la Unión Europea. Esperemos que por una vez haya consenso y prevalezca el sentido común.

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