viernes, 7 de enero de 2022

Series de la sexta ola: Colombo

 

A casi todos mis detectives favoritos les he dedicado algún artículo: Sherlock Holmes, El Padre Brown, Hercule Poirot, aunque me he dejado en el teclado otros como Auguste Dupin, Maigret o Philip Marlowe. Si el alfabeto griego de la pandemia continúa, acabaré por incluir, nimbado de gloria, al excelente Pepe Carvalho de Vázquez Montalbán. En cualquier caso, hay un sabueso televisivo al que he seguido fielmente desde los inicios de la serie en los años setenta. En estos tiempos de reclusión he revisado las siete temporadas que ofrece la plataforma Amazon Prime de Columbus en versión norteamericana, la original, o Colombo en la española. Más que una serie, donde el guion exige una continuidad narrativa, se trata de un conjunto de largometrajes independientes para la televisión con una forma argumental idéntica, unos elementos que se repiten y una estrategia de investigación sin precedentes. Las tres en una nos convierten en adictos incondicionales.

Lo cierto es que ignoramos su nombre porque siempre se refiere a sí mismo como teniente Colombo, un detective adscrito al Departamento de Homicidios de la policía de Los Ángeles; aunque en el episodio quinto de la primera serie, al mostrar su placa en un plano corto, se aprecia claramente el nombre de Frank. De su mujer, la señora Colombo, que nunca aparece ante la cámara, conocemos un heterogéneo repertorio de gustos y costumbres al hilo de los personajes del caso. Su principal determinación es la indeterminación. Lo poco que sabemos de la vida privada de Colombo procede de esta fuente. En una entrevista, Peter Falk (as Columbo) confesó que se llamaba Rose y que no pensaba decir más. También sabemos por uno de los episodios de la tercera temporada que tiene una hija y al menos dos hijos mayores. Mantienen una relación de pareja normal, convencional, se quieren y su mujer lleva las riendas de la vida familiar y social… aunque a veces dice haberla consultado sobre ciertos aspectos del caso que le quitan el sueño. Colombo es italoamericano. De su padre (por indicios policía fallecido en acto de servicio) sabemos que le enseñó el valor del trabajo y la honradez, de su madre que vive en la ciudad de Fresno (California) y a veces la visitan. En otros episodios menciona a su familia extensa, primos, cuñados, sobrinos, incluso sus profesiones que varían de una temporada a otra sin que al final sepamos con certeza de quien hablamos (otra vez los perezosos guionistas). Colombo significa algo así como Palomo, sinónimo coloquial de alguien ingenuo, despistado y fácil de engañar. Es el disfraz detrás del que se esconde un oficial astuto, observador e implacable.

La estructura argumental es inversa a la mayoría de los relatos de la novela negra en la que el asesino es descubierto en las últimas páginas tras una exhibición de perspicaces deducciones que ponen punto final al enigma. Todos los episodios de Colombo comienzan con la consumación del crimen perfecto. Desde el principio sabemos quién es el asesino y el móvil; suele ser un hombre o una mujer que pertenece a lo que los sociólogos llaman clase alta superior. Muchos son conocidos artistas, empresarios, ejecutivos, senadores, cirujanos o nuevos ricos. Una de las razones del éxito de la serie es que la figura del culpable siempre ha sido interpretada por actores famosos.

Los elementos comunes de la serie son inconfundibles: en cualquier época del año viste una gabardina pringosa que cubre un traje de color ratón que le sienta fatal, una camisa blanca mal planchada cuyo cuello sobresale de la chaqueta y una corbata oscura, demodée, con el nudo aflojado, corrido o apretado. Según parece la famosa gabardina no estaba prevista en el guion, simplemente el primer día de rodaje llovía y se la compró él mismo en una tienda de la cadena española Cortefiel. Es su uniforme de combate que contrasta con los atuendos elegantes y caros de los asesinos, incluso con los trajes correctos de sus subordinados. Otros ingredientes imprescindibles son los puros apestosos que fuma cuando está de servicio y el coche para el desguace (un Peugeot 403 del 59) que conduce a trompicones hasta la mansión o el chalé de lujo donde se ha cometido el crimen. A veces, hasta que enseña sus credenciales, sus interlocutores lo miran con aprensión, como si hablaran con un pordiosero. Tiene un perro al que llama perro, un sabueso cariñoso pero tontorrón, refractario al aprendizaje, incapaz de seguir una pista que no sea un terrón de azúcar que sirve de contraste con la verdad canina de Colombo: un perro de presa que no afloja las mandíbulas hasta que el culpable se rinde. Suele presentarse en el escenario del crimen medio dormido, sin afeitar, quejoso de su suerte, suplicando a un fresco agente de uniforme que le traiga un café por caridad; a veces aparece con un ruidoso catarro que molesta a todos. Come, si lo hace, a salto de mata, en carritos callejeros o baretos mugres donde conoce al dueño; le gustan los perritos calientes con mostaza, el chile picante con judías y los helados de cucurucho (que comparte con el perro). No bebe salvo que lo exija el caso y a veces prueba con deleite las exquisiteces que le ofrece el criminal cuando lo recibe en su casa entre alardes de gente importante. Nunca va armado (tiene problemas con sus superiores porque no asiste a las prácticas de tiro) y jamás emplea la violencia verbal o física. Es tuerto (de niño perdió un ojo debido a un tumor maligno), aunque no se le nota el ojo de cristal. Lo cierto es que con un ojo ve más que todos sus ayudantes juntos con los dos abiertos.

Los métodos de Colombo son bien conocidos. Escucha del sargento, entre bostezos, los hechos; levanta las orejas cuando le informa el forense de causas y horas y tras una ojeada general escucha por educación mal disimulada las teorías de sus colegas que justamente avalan las evidencias que ha sembrado el asesino. Una segunda mirada más minuciosa al cadáver y al escenario le revelan ciertos detalles insignificantes que no encajan con las apariencias. A veces son incoherencias menores, otras, descuidos imperceptibles, rendijas, disonancias brumosas. Comienza libreta en mano las interminables preguntas a próximos y lejanos. Y aquí interviene la asombrosa intuición de Colombo. El instinto le dirige rápido y con seguridad al culpable que se cree a salvo por la solidez de su puesta en escena. Pero Colombo lo acaba acorralando con una sagacidad envolvente. Lo sigue y persigue hasta la extenuación. La coartada se derrumba como un castillo de naipes. Lo interroga mil veces con refinada cortesía para pulir ciertas piezas del caso que no acaban de encajar. Cuando parece que se marcha, vuelve a la carga con su consabido: ¡Ah, se me olvidaba, una cosa más! Las pruebas arrugadas  que salen de los bolsillos de su gabardina son cada vez más concluyentes. Ha removido cielo y tierra entre bambalinas. Su información es exhaustiva. Cualquier dato relevante ha sido contrastado. Ningún culpable se escapa del agujero negro. No le queda más alternativa que confesar o tener que soportar el resto de su vida a Colombo .

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