martes, 28 de marzo de 2023

VAR

 

Todos los que se interesan por La Liga de Fútbol Profesional, o sea, el 99% de la opinión pública, han tomado partido a favor o en contra del VAR, el asistente del arbitraje por video. El 1% restante son los indiferentes a todos los deportes conocidos; y apuesto a que en el caso del fútbol las mujeres ganan por goleada; recuerdo las tronchantes tiras de Maitena sobre el desmadre machista en el mundial de Argentina. Simplemente se trata de una cuestión hormonal, de la testosterona y demás bomba química de la fisiología masculina. El fútbol femenino es un fenómeno nuevo y emergente que merece una consideración aparte.

Volvamos al VAR: la sociedad está polarizada, pero sin crispación populista. La polémica, atizada por los tertulianos del gremio, se ha presentado como una supuesta antinomia, una figura lógica o recorrido de la razón en el que tanto la tesis como la antítesis tienen la misma fuerza probatoria; por ejemplo, si la tortilla de patatas debe o no llevar cebolla; dicho de otro modo, es posible proponer argumentos igualmente convincentes a favor de una u otra posición. Comenzamos por la antítesis. Contra el VAR, se aduce que la discrepancia al uso de la tecnología para ayudar al árbitro es una forma de reivindicar el error como algo inherente al mundo de la vida. El fútbol, como cualquier deporte, no es el juego de la perfección; al contrario, nos gusta porque es una actividad humana, demasiado humana. Hay que contar con los fallos de presidentes, directores técnicos, entrenadores, jugadores y, por supuesto, del árbitro. El patadón brutal sin tarjeta, la tangana sin castigo por escupitajo bajo cuerda y el penalti que sólo el árbitro no ha visto son la sal del fútbol. Según los antropólogos, algunas pautas de conducta heredadas genéticamente desde la antropogénesis como la caza, la competencia, la dominancia, la defensa territorial, el esquema defensa-ataque y la agresividad son propias del varón. (La prueba es que en el fútbol femenino estas cosas no ocurren). ¿Pero a quién le puede interesar un fútbol de guante blanco donde las aficiones bailen al final del partido el corro de la patata? ¡Es la guerra! Que diría el inefable Groucho Marx.

Los partidarios de la tesis, de las bondades del video-arbitraje, reclaman la definición de justicia que acuñó Ulpiano hace dieciocho siglos: vivir honestamente, dar a cada uno lo suyo y no dañar al otro. Algo que sólo puede lograrse con un sistema no humano a salvo de los errores que influyen en el resultado del partido. Resulta curioso que la prensa deportiva incluya una clasificación paralela de los equipos de primera división sin las intervenciones del VAR. Obviamente el Madrid y el Barça estarían arriba, pero con menos puntos. El problema de la tesis es que el VAR, como toda máquina, depende del componente humano que maneja la sala de control: el Comité Técnico de Árbitros. Y aquí comienzan las lagunas, los grises y los clamores. Si la pelota traspasa la línea de gol es un hecho irrefutable y se enciende la bombilla, pero el resto son interpretaciones. Las líneas del fuera de juego se trazan con rotulador, las tarjetas dependen del carácter del árbitro, el criterio sobre las manos en el área es un enigma cambiante, en fin, quedan muchos huecos por cerrar. Por eso algunos clubs, de forma legal o ilegal, contratan exárbitros para asesorarse sobre una de las variables más relevantes del fútbol.     

En realidad, se trata de una falsa antinomia: las tecnologías forman parte imprescindible del siglo que nos ha tocado; que les pregunten a los jubilados maduros por las abrumadoras gestiones bancarias en las oficinas en línea en la calle o en su casa. Pregúntese cuántas pantallas utilizan a lo largo del día o cuántos dispositivos domésticos funcionan en la intimidad del hogar (¿hay realmente intimidad?). El VAR es la síntesis inapelable del arbitraje en el fútbol. Como todas las nuevas tecnologías ha llegado para crecer y multiplicarse. Únicamente podemos aspirar a una mejor automatización y rapidez en los procesos de supervisión de las jugadas y a una intervención cada vez menor de la mano vacilante que toma decisiones. El modelo es el ojo de halcón en tenis y aun así hay brocas con el juez de silla y raquetas estampadas contra el suelo. No resulta fácil educar nuestro cerebro reptiliano.

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