domingo, 28 de mayo de 2023

El caso Vinicius

El affaire Vinicius ha sido últimamente el epicentro de la prensa y las tertulias deportivas. También ha tenido una amplia difusión en los medios de comunicación generalistas porque los insultos racistas que ha sufrido el jugador han sido condenados por los máximos organismos internacionales del fútbol (que no son un modelo ejemplar) y, lo que es peor, por los presidentes de gobierno de algunos países, Biden entre otros. Incluso se ha puesto en entredicho la idoneidad de nuestro país para organizar el Mundial 2030 junto con Portugal y Ucrania. (Cuán largo me lo fiais, amigo Sancho). En cuanto surge la ocasión los que debieran callarse por la viga en ojo propio nos restriegan una versión de la leyenda negra (valga el retruécano) tan vieja como el fútbol. A Luiz Pereira, el defensa brasileño del Atlético de Madrid le cantaban a capella en el Bernabéu ¡Que baile el negro! y hasta el árbitro se partía de risa. Además, el caso Vinicius tiene el valor añadido de que en período electoral todos los políticos quieren utilizarlo a cambio de un costal de votos. Las declaraciones se suceden con los trazos gruesos de cada formación: cordón sanitario al fascismo en los clubs, España no es racista y tampoco Madrid, ciudad de acogida, al final se ha impuesto el largo brazo de Florentino y sus socios, Vinicius provocador profesional. Me gusta el término emocracia porque recoge el sentido reptiliano de lo que ocurre en los estadios al insultar y en los colegios electorales al votar.

El caso Vinicius se explica como una disonancia insalvable entre ética y sociología. Cuando el dislate ha sucedido todo el mundo da lecciones de ética: hay que desterrar de los estadios cualquier atentado a la dignidad, somos personas antes que futbolistas, todos los seres humanos son iguales sin distinción de raza, color o sexo. ¡Todos somos Vinicius! El incremento del tono didáctico en foros y forillos es el primer aviso de que las razones éticas son un brindis al sol: el deporte debe trasmitir valores a los niños, afán de superación, trabajo en equipo, autocontrol, respeto al rival, juego limpio, sana competencia, saber perder y, sobre todo, saber ganar. Ni siquiera se cumple en los campeonatos escolares. Lo cierto es que la ética ocupa un espacio-tiempo más bien discreto en el fútbol: antes del partido, directivos, entrenadores, jugadores, viejas glorias se hacen la pelota (otro retruécano malo) mientras comen sabrosuras en un restaurante diez; los equipos saltan al campo con traje de gala; ondean los colores de la afición tonante, los equipos se saludan, el árbitro pita el comienzo del partido… y ahí el mundo cambia. Pasamos de la ética a la sociología.

Según los neurólogos, en nuestro cráneo conviven de mala gana tres cerebros: el cognitivo o neocortex, el límbico o emocional y el reptiliano o instintivo. El fútbol nos gusta porque nuestro cerebro reptiliano, el menos evolucionado, está vinculado a pautas de conducta como la competencia, la dominancia, la defensa territorial y la agresividad. Sin estas pulsiones la confrontación entre equipos rivales nos dejaría indiferentes, como sucede cuando nos derrumbamos resignados en el sofá para sufrir una final insulsa entre dos equipos australianos. Las manifestaciones de la agresividad en el fútbol son las pedradas al autobús del rival, los insultos racistas durante el partido y los enfrentamientos de los ultras en la calle. Pero no seamos hipócritas: lo que realmente sentimos es que el patadón por detrás, la falta de juego limpio, la violencia verbal, son la salsa del fútbol. ¿A quién le puede interesar un fútbol de guante blanco? ¡Es la guerra! Que diría Groucho Marx. En una eliminatoria de la Recopa de Europa en 1986, Luis Aragonés (cuenta un protagonista) les dijo a sus jugadores en el descanso: fijaos en el rubito, el extremo, está más caliente que el culo de una plancha, si le soplas revienta. En efecto, a la primera entrada programada del defensa le soltó un gancho al mentón que lo tumbó. Expulsado y la segunda parte con diez. Otra analogía: en el fútbol como en política el fin justifica los medios. El piscinazo en el área, agonizar en el césped por una carga legal, perder el tiempo descaradamente cuando vas ganando, cortar el juego con faltas continuas. Lo que pasa en el campo debe quedar en el campo, todo un mensaje de lo que largan bajo cuerda con la mano en la boca.

Vinicius se queja con razón de que lo paran a zarpazos, que los árbitros no lo protegen, que los leñeros además le provocan, que al final se lleva la tarjeta por quejarse. Lo que se calla son sus protestas airadas por casi todo, el desprecio al colegiado, los malos modos besando el escudo, las celebraciones faraónicas del gol, los gestos desafiantes a la grada de animación. El presidente, el entrenador, los compañeros y un par de psicólogos deportivos tienen que convencerle de que perjudica a todos y a sí mismo el primero. Debiera tener en cuenta, por ejemplo, la trayectoria errática de Neimar. Aguantar carros y carretas va en el abultado sueldo. 

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