domingo, 14 de mayo de 2023

Políticos de campanario

 

En la familia, la calle, el bar y en las encuestas (mienten, pero no tanto) se refleja una considerable desconfianza, incluso aversión, a la clase política, monarquía incluida. No me creo nada de nadie, proclama con respaldo estadístico la mayoría silenciosa que aplaudía a los médicos durante la pandemia. Me decía un jefe de servicio de un hospital público de Madrid: si por convicción te afilias a un partido, pagas la cuota e intentas pasar de puntillas quedas marcado, porque al final todo se sabe y con lo que está cayendo es preferible no tener etiquetas en la frente.

La parte más valiosa de los profesionales del país carece de interés por la cosa pública. Sólo las puertas giratorias a medio plazo sirven de incentivo. Faltan vocaciones como en la Iglesia. En realidad, hay numerosas analogías dogmáticas entre una confesión religiosa y un partido político. La libertad de expresión, las deseables tendencias y la crítica constructiva son matracas de puertas afuera. Intra muros nulla salus. Si dices lo que piensas, la verdad sin más, te dan el patadón y te mandan con la música a otra parte. Vaporizado. Otra semejanza entre política y religión: el individuo (a esto no podemos renunciar) sólo se siente ciudadano o creyente a tiempo parcial; sólo vive la ciudadanía o la experiencia religiosa como totalidad personal cuando vota o va a un funeral. El populismo del todo vale y los abusos sexuales han debilitado todavía más ambas facetas.  

Otro motivo de la ausencia de los más aptos: una carrera política con aspiraciones requiere una dedicación exclusiva. Resulta incompatible el ejercicio pleno de la profesión con un proyecto de altura en la vida pública. Además, es posible que pierdas dinero. O que en el camino te enfangues con prevaricaciones, corruptelas y enredos de pareja o trío. No es menos cierto que las clases trabajadoras desconfían con razón de lo que el sociólogo Charles Wright Mills tituló a mitad de los cincuenta La élite del poder; o, más de lo mismo, La tiranía del mérito (2020) del filósofo y profesor de Harvard Michael J. Sandel. Una democracia no es una meritocracia. En nuestro país surgió la polémica a propósito del acceso nada igualitario a la carrera judicial. En la meritocracia los recursos económicos y la endogamia profesional son determinantes. Aunque en la universidad en la que Sandel imparte sus clases no basta ser multimillonario o hijo de un premio Nobel para que te acepten; entre los rechazados están, por ejemplo, el senador John Kerry, el multimillonario Warren Buffett y el presidente de la Universidad de Columbia, Lee Bollinger. En Harvard uno de cada cinco alumnos estudia con becas que cubren por completo el programa de estudios, el alojamiento, la manutención e incluso los viajes si son talentos internacionales (una excelente inversión).  

Del otro lado de la inteligencia: en todos los partidos hay una lista de espera. En cuanto alguien pertenece a las juventudes comienzan los codazos y las zancadillas. El aspirante bienintencionado deberá contar con la competencia de una legión de trepas, pelotas y advenedizos que sólo buscan fama y dinero. Con los años alcanzarán un puesto en la jerarquía y si alguien más preparado, pero menos curtido atenta contra sus derechos adquiridos se declara la guerra civil. Las cúpulas de los partidos evitan los conflictos con el escalafón. Sólo desde muy arriba puede tentarse a un candidato con gancho electoral o a un tecnócrata de relumbrón. Las urnas mandan, aunque nadie se fía del recién llegado. El peor enemigo es el compañero de partido con cartel y pretensiones. Al final uno o varios caen por la ventana.

El siguiente paso del político de altura son los asesores. Su nombre es legión; la mayoría son elegidos entre ideólogos afines que analizan los problemas desde una visión unidimensional. Le dirán al alto cargo lo que quiere oír, pero no tanto por conservar el sillón (que también) sino porque son incapaces de salir del argumentario oficial. Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. El que piensa con su cabeza, abre alternativas y discrepa debe ser reeducado en las tareas burocráticas de las sedes y eso si se trata de un familiar, amigo o conocido de primera; en caso contrario, militante de base o cajón y puerta. El perfil del político de campanario es el de un personaje con pocas luces, narcisista y faltón.

Otra causa de desafección política son las campañas electorales, tediosas e interminables. En realidad, comienzan al día siguiente de las elecciones. Todos los vicios de la clase política se multiplican al final de la campaña: insultos, mentiras, números trucados, ventilador y frases para la posteridad. Nos lo sabemos de memoria. No hablan de los problemas sino de sí mismos. Así les va.

En cualquier caso, la pregunta esencial es ¿cómo debería ser un buen político? Es una cuestión comparable a esos teoremas matemáticos que tardaron siglos en resolverse o aún permanecen intactos. Habrá que esperar al siguiente best seller del filósofo de moda de la ciudad de Cambridge, Estado de Massachusetts. 

Adenda. Cuando el individuo se reencuentra con el ciudadano que lleva dentro intuye que tras la globalización o expansión planetaria del sistema de producción capitalista quien realmente manda en una democracia liberal no son los políticos. Y acierta. Los poderes fácticos en la sociedad abierta son, por este orden, el capital financiero e industrial, las fuerzas armadas, las grandes tecnológicas y los servicios de inteligencia. Basta con echar una ojeada al panorama geopolítico del mundo actual. 

P.D.: En cualquier caso, hay que votar; es el único imperativo categórico de una democracia. Desconfío de las disquisiciones sobre el voto en blanco, la abstención o el voto nulo. Peligro.

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