martes, 17 de septiembre de 2024

Hegel: la dialéctica del amo y el esclavo

 


La dialéctica del amo y del esclavo es una de las partes más célebres e influyentes de La fenomenología del espíritu, una de las obras mayores de Hegel, sobre todo si consideramos la versión que hizo Marx desde las categorías del materialismo histórico sobre la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado y su solución necesitaria. También ha influido en la obra de Nietzsche Genealogía de la moral a propósito del análisis filológico del término “bueno” que significa originalmente “noble, aristocrático, elevado”, contrapuesto a “malo”, que significa “simple, bajo, vulgar, plebeyo” y la inversión radical que hizo el cristianismo de ambos términos; incluso forman parte del repertorio de arquetipos del inconsciente colectivo en la teoría psicoanalítica de Carl Jung. Y también de numerosas manifestaciones actuales que no resulta difícil imaginar.

La oposición fenomenológica llega hasta nuestros días como sentido inicial del mundo o punto de partida del significado de la historia. No es posible entender la fenomenología del espíritu sin la paralela filosofía de la historia del autor. No hay, por tanto, que entender la dialéctica del amo y del esclavo como una exclusiva especulación metafísica sobre los conceptos nucleares de señorío y servidumbre sino como la explicación dialéctica (afirmación, negación y negación de la negación) de ambas figuras universales de la conciencia surgidas en las primeras civilizaciones esclavistas. Dicho de otro modo: desde el comienzo de la historia y la formación del espíritu, pues ambas coinciden, surgen dos figuras: el amo y el esclavo. Conviene recordar que el sistema filosófico hegeliano se denomina idealismo absoluto, cuya propuesta unitaria es que Todo lo real es racional y todo lo racional es real. Y que las etapas anteriores en la formación del espíritu son la conciencia, la autoconciencia y la razón. Se podría decir que el pensamiento de Hegel es un panlogismo romántico, un oxímoron genial.  

El punto de partida de la historia (y de la autoconciencia como figura del espíritu) es la relación desigual entre los seres humanos. El desarrollo dialéctico de esta asimetría primordial no es una parábola del ser social del hombre ni un mito sobre los orígenes, sino la única forma de comprender la totalidad de lo real como sistema. La historia comienza con el deseo ilimitado del ser humano por el dominio y disfrute del mundo, lo cual opone a dos autoconciencias: el amo y el esclavo. La afirmación de la conciencia de sí o autoconciencia comporta en ambos casos la acreditación de su libertad e independencia; es decir, la autoconciencia lo es en cuanto es reconocida por otra. Cada autoconciencia, ajenas en esta etapa del espíritu a la noción política de intersubjetividad o mutua copertenencia, solo tiene la certeza de sí misma y reclama, por tanto, su exclusivo y pleno reconocimiento subjetivo. En la confrontación de las autoconciencias lo que se pone en juego es la propia supervivencia, la vida misma. Es una lucha en la que cada autoconciencia arriesga su vida y, en consecuencia, la del otro. Pero la vida no puede perderse en ambas, amo y esclavo, pues su desaparición supondría la conclusión del proceso constituyente del espíritu desde la certeza sensible hasta el saber absoluto (arte, religión y filosofía) así como la irracionalidad de la historia y la contingencia de la realidad.

En la dialéctica de las autoconciencias, amo y esclavo, se contraponen como dependientes (ninguna es conciencia de sí sin la otra). Tal dependencia está representada en las dos figuras del enfrentamiento: de un lado el que no teme arriesgar de forma violenta su vida para afirmar su dominio sobre el mundo y satisfacer sus deseos ilimitados; del otro el que para conservar la vida renuncia a su libertad e independencia. En la dialéctica de las autoconciencias hay un elemento mediador: el objeto o la cosa. El amo es la conciencia de sí como negación de su dependencia respecto del objeto. Lo es porque su independencia se basa en que ha puesto en juego y despreciado su vida y su relación con el objeto se basa en su supresión en el disfrute. El esclavo lo es en cuanto su relación con el objeto es de dependencia, es decir, de creación de la cosa, de producción del objeto mediante el trabajo a cambio de lo cual el amo le condona la vida.

Ahora bien, el amo afirma su autoconciencia mediante la negación de la otra. Pero esta negación malogra su afirmación de reconocimiento pleno al convertirlo en esclavo. El esclavo pierde su conciencia de sí, ya que el amo sólo es conciencia de sí mediante la negación de la otra. Pero esta negación pone en peligro su propia acreditación, y, por tanto, corre el riesgo de negarse a sí misma. El amo obtiene el reconocimiento incompleto y alienado de una conciencia cosificada.

El esclavo, a su vez, percibe al amo como temor a la muerte, temor en el cual ha incurrido y al cual ha recurrido para conservar la vida. Tal temor le lleva a renunciar a la independencia del objeto, lo cual se plasma en la servidumbre: el esclavo no goza de la cosa, sino que la produce, depende de la cosa mediante el trabajo. Ahora bien, en este proceso, a la vez que la cosa conserva su independencia (es formada, no gozada), la conciencia del esclavo se afirma como tal en el trabajo a través del cual adquiere su propia acreditación o conciencia de sí. Pero también es una acreditación insuficiente en cuanto que el amo ignora la mutua dependencia de las autoconciencias y permanece sin saberlo en su posición de dominio enajenado o dependiente del objeto creado, lo que le convierte en esclavo pasivo del esclavo. El amo ha elegido el camino equivocado (una especie de callejón sin salida del espíritu).

El espíritu sólo puede progresar cuando la conciencia asume el ser en sí del esclavo: la afirmación a través del trabajo y el temor a la muerte; de ambas surge una nueva posición o síntesis de la autoconciencia: el pensamiento. Cuando la conciencia del esclavo se tiene a sí misma como objeto independiente y se reconoce en tal objetividad, a eso lo denominamos “pensar”. En el pensamiento la conciencia se refugia en sí misma y encuentra en ella su justificación. Pero el contenido del pensar no es el objeto, sino el concepto. O si se prefiere, el objeto del pensamiento es el concepto, no la cosa. El concepto no es algo escindido de la conciencia sino el contenido determinado de la misma. En el pensamiento la autoconciencia afirma su independencia completa ya que el concepto no queda mediatizado en su ser en sí por otra cosa distinta de sí mismo: su esencia es la libertad indeterminada de pensar sin mediaciones externas. Hegel desarrolla, desde esta nueva posición en el recorrido o fenomenología del espíritu, tres manifestaciones del pensamiento del esclavo: el estoicismo, el escepticismo y la conciencia desventurada del cristianismo.

(Hegel, Fenomenología del espíritu, Traducción de Wenceslao Roces con la colaboración de Ricardo Guerra. A. INDEPENDENCIA Y SUJECIÓN DE LA AUTOCONCIENCIA: SEÑORÍO Y SERVIDUMBRE).

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