La expresión el
fin del mundo es ambigua. Puede tener un significado finalista (o
teleológico), un significado terminal (o escatológico) y un significado
personal (o tanatológico).
Podemos
prescindir del primero: en el mundo todo es como es y sucede como sucede,
carece de causas finales, incluso en su dimensión biológica. La evolución de la
vida en la tierra o la aparición de la especie humana no tienen ninguna
finalidad. La selección natural es un mecanismo biológico equivalente a la ley
de la gravedad. No es posible, por tanto, preguntar por el sentido del mundo.
La frontera del conocimiento sería la paradoja metafísica de por qué hay el
ser y no más bien la nada. La cual no equivale a la investigación física
sobre el origen del universo. La primera busca un propósito, la segunda una
explicación. Hablar del problema del mal en el mundo es un sinsentido:
la erupción de un volcán o las mutaciones de un virus pueden ser explicadas, no
evaluadas. En el mundo no hay ningún
valor, y aunque lo hubiese no tendría ningún valor, sólo sería un malentendido
del lenguaje. El sentido del mundo debe quedar fuera del mundo. Dentro del
mundo hay que guardar silencio. De lo que no se puede hablar, mejor es
callarse. Fuera del mundo podemos conferir todo tipo de sentidos: éticos,
estéticos, políticos, teológicos, filosóficos, esotéricos…
Del segundo
significado del fin del mundo hay numerosas teorías. Prescindimos de las
trompetas apocalípticas de carácter religioso y de las absurdas profecías
pseudocientíficas. La ciencia predice que dentro de unos cinco mil millones de
años el Sol habrá consumido todo el combustible de su núcleo, el hidrógeno.
Entonces, comenzará a fusionar helio, se hará cada vez más grande, como un
globo que se infla, y se convertirá en una gigante roja. Se hinchará tanto que
su tamaño será casi doscientas veces el actual, se tragará a Mercurio y Venus,
aunque no está claro si hará lo mismo con la Tierra. En todo caso, la
temperatura será tan alta que la vida en nuestra única patria y morada será
imposible millones de años antes. Por entonces, la especie humana o bien se
habrá extinguido o habrá conseguido emigrar a otros mundos (naturales o
artificiales). Me inclino por lo primero. En realidad, la especie humana es
especialmente autodestructiva. Tres ejemplos: la confrontación cada vez más
caliente de las grandes potencias mundiales. La imparable carrera de armamento
es el trasfondo de la política internacional ante la evidencia de que el poder
político está subordinado al poder económico, pero ambos, en última
instancia, al poder militar. Otro: Las dos potencias que emiten más gases contaminantes
del efecto invernadero, China y Estados Unidos -en torno al 40%- no se han
adherido al Acuerdo de París (2021). La realidad hasta ahora es que de las
18 economías que más gases de efecto invernadero expulsan a la atmósfera, solo
dos han revisado al alza sus planes de recorte con una notable ambición, como
ha destacado Naciones Unidas. Se trata de la Unión Europea, que ha elevado
del 40% al 55% su objetivo de reducción de emisiones en 2030, y el Reino Unido,
que ha pasado del 53% al 68%. Tampoco los países del llamado primer mundo
acaban de entender que es imposible vencer localmente a una pandemia mundial.
En los países con recursos económicos el índice de vacunación es relativamente
alto: se calcula que más de un sesenta por ciento de la población ha recibido la
pauta completa, mientras que en los países pobres es tan solo de un tres por
ciento. En muchos países del primer mundo ya se va por el tercer pinchazo, pero
las olas no cesan de infectar a la población. Conclusión: mientras los países
del tercer mundo no tengan acceso masivo a las vacunas continuarán las
mutaciones cada vez más agresivas. No parece viable ponernos cuatro vacunas al
año y cerrar las fronteras en un mundo globalizado. La pandemia es una
extraordinario ocasión para entender las miserias del nacionalismo y la verdad
del cosmopolitismo. Desde hace mucho tiempo, quizás desde los antiguos
estoicos, la filosofía espera un tratado cuyo título sea “Principios de una
ética cosmopolita”.
Del tercer significado del fin del mundo hay que comenzar con otra proposición del Tractatus: Así pues, en la muerte el mundo no cambia sino cesa. Las expresiones de tránsito (pasó a mejor vida, alcanzó la vida eterna, está con los más, descansa en paz) son eufemismos cuya finalidad es ocultar que con la muerte no cambiamos de estado, simplemente desaparecemos. No deberíamos reflexionar demasiado sobre la muerte puesto que carecemos de información fiable. Tu propia muerte (no la del otro, la que conocemos) es una experiencia única e irrepetible. Cada cual, a solas consigo mismo, conocerá los pormenores de su propia muerte: eso significa realmente la expresión “afrontar la muerte”. El acontecimiento de la hora postrera está reservado a un solo espectador. Podemos imaginar, adelantar acontecimientos, pero sólo son fantasías cuya finalidad puede ser múltiple, positiva o negativa, excepto saber algo de nuestra propia muerte (el último momento de nuestra identidad personal). Tu muerte es tuya, del soneto de Agustín García Calvo. La expresión La muerte no es final, símbolo de la trascendencia, deja intacto el fin del mundo y nos traslada a otro más misterioso y quizás indeseable. Terminamos como empezamos, con otra lúcida proposición de Wittgenstein: La inmortalidad temporal del alma humana, esto es, su eterno sobrevivir aun después de la muerte, no solo no está garantizada de ningún modo, sino que tal suposición no nos proporciona en principio lo que merced a ella se ha deseado siempre conseguir. ¿Se resuelve quizás un enigma por el hecho de que yo sobreviva eternamente? Y esta vida eterna ¿no es tan enigmática como la presente?
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