domingo, 5 de junio de 2011

Una boda gallega. Segunda parte


Finalmente no asistimos a la romería del Carmen. En vacaciones sólo me levanto al alba para ir al lavabo y volver sonámbulo al lecho (o pescar caballas en el pantalán de Bueu). 

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Ya en la plaza del Ayuntamiento, a eso de las once, Javier y Milagros, dos amigos de Vigo con los que he compartido veraneo en Nigrán y otras cosas, madrugaron por afinidad entre oriundos y me contaron que para animar las primeras luces habían circulado termos con bebidas calientes y brazos de gitano, esa joya de la repostería, horneada con nata fresca o crema pastelera, que los gallegos preparan con arte (protestas de mi mujer por no haber ido a la ermita como todo el mundo).
Me pareció que no éramos muchos (primer logro del anfitrión), acaso unos sesenta a primera vista. Llama la atención que los paisanos casados tienen una tendencia irresistible al traje gris y a los zapatos negros, mientras que sus señoras visten chaquetas blancas y faldas de colores. Sin duda un ejemplo más de la armonía de los contrarios… y algo más de carácter ancestral: en los eventos señalados, los maridos pasan a un discreto segundo plano y ceden el protagonismo a las mujeres. Entre los celtas, la mujer heredaba la tierra, la trasmitía a sus descendientes y se encargaba de buscar esposa a los hijos y hermanos. 
Una prueba más de la transmigración de las almas. El espíritu de sus ascendientes había vuelto a la tierra para encarnarse en otros cuerpos. Es imposible entender la sociedad gallega, sus usos y costumbres, por ejemplo, las bodas, sin contemplar esta visión matriarcal del mundo.

Encaminamos nuestros pasos, tras las presentaciones y saludos, al bar de Arturo, en la parte alta de Bayona, en pleno barrio de pescadores, la zona más castiza y visitada del pueblo. El maestro de ceremonia puso el local a disposición de los invitados y nadie más. Echó la llave por dentro y cuando nos acomodamos en sillas, mesas y bancadas, se abrió la puerta de la cocina y aparecieron tres camareras con traje negro y delantal blanco. Comenzó el desfile.
Tablas de madera con raciones de pulpo a la gallega, de carne tierna pero firme y un toque de pimentón picante; tortilla de patata jugosa al estilo de Betanzos, con mucho huevo, cebolla y trozos de chacina, cazuelitas humeantes de callos con garbanzos, platos de fideos con almejas de Carril; empanadas, buque insignia de la gastronomía gallega, hechas con masa liviana pero gustosa: de calamares, lomo, vieiras, zamburiñas, atún o anguila; fuentes de xoubas y jurelitos, pimientos de Padrón, que unos pican y otros non… 
Más tarde aparecieron los mal llamados “mariscos menores”: las navajas, ese delicioso bivalvo, preparadas a la plancha con un poco de sal, cestitas de camarones sobre una base de lechuga, mejillones al vapor, carnosos y marinos, las nécoras, robadas a la ría de Pontevedra, terciadas y repletas: cada nécora requiere para ser bien comida unas destrezas que duran diez minutos.
Para terminar, un recuerdo de las conservas de Vigo: agujas, erizos de mar, anchoas suculentas y ventresca de bonito. 
Todo regado con cerveza de barril o botella de la marca Estrella de Galicia, una de las mejores del país y, por desgracia, muy difícil de encontrar en Madrid. La mayoría aplazó con prudencia las copas de vino. 
Al punto nos llegó del patio un aroma inconfundible. Arturo y su corte asaban en las brasas unas cajas de sardinas, homenaje del patrón del Alborada a la novia, el pesquero donde faena el hermano menor. Irresistibles con pan de maíz y cachelos; en mi opinión, no hay manjar que las supere (¿se puede mejorar la perfección?). 
Sólo una pega, una anécdota trivial: a los paisanos gallegos les encantan las gambas y los langostinos congelados, pescados en las costas de Marruecos, carentes de interés, y a los que consideran un regalo de allende los mares. 
Como quedaban eternidades hasta el almuerzo nadie se encogió con melindres y remilgos. Especialmente las damas. Observen su gracia inimitable al yantar: son capaces de consumir cantidades inauditas sin que nadie se dé cuenta. Mejor para ellas, por algo son la raza superior y nosotros sus esclavos.


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Había que bajar la colación y para eso nada mejor que subir orondos hasta el Parador Conde de Gondomar, el más bonito (realcemos este adjetivo gastado en menudencias) de Galicia.
Entramos en su recoleta iglesia: la novia radiante, el novio feliz, los padrinos dignos, los padres en trance. Me quedé de pié en la puerta; Ana se sentó en la segunda fila para no perder detalle. No le hizo gracia la espantada, pero hemos acordado no reñir por ciertos temas. Me escabullí y fui a rodear la muralla. Ya lo conocía, habíamos disfrutado de sus habitaciones tiempo atrás. La mitad del perímetro se asoma al océano, la otra mitad al pueblo, al puerto, al club marítimo, a la lonja y a las playas. Entré después en el salón principal del parador. Había una exposición regional de encajes y manteles… Cuando volví, al final de la misa, tenía el aperitivo en los talones.

Por fin, a eso de las tres de la tarde, nos sentamos en el restaurante RM., a orillas del Atlántico, al que se llega por la carretera marítima que va de Bayona a la Guardia.
El dueño, Don Evaristo Carreira, es algo más que amigo de Arturo. Juntos forman una lucrativa simbiosis en las dos direcciones del dinero de nativos y turistas. Esto no quiere decir que le vaya a regalar la fiesta, pero sí que se va a esmerar en la selección de los productos sólidos, líquidos y gaseosos (como los cigarros puros).
Nos sentamos en una mesa con vistas (había doce en total): Javier, Milagros, Euxenio, el propietario de una empresa de limpiar cristales y Camiño, su costilla. Chacun à son goût, como reza el lema del príncipe Orlofsky, en la ópera de Johann Strauss, El Murciélago
Para empezar a comer es esencial la soupe. Nos sirvieron el caldo gallego, esa poción mágica que procede de las reuniones anuales de los druidas y que abraza, en la misma olla, habas, patatas, grelos y nabizas con el unto de manteca, el lacón y el hueso de cerdo.
Después vinieron los mariscos mayores: las cigalas, algunas a la plancha y otras cocidas (me gustan las primeras), la langosta con salsa americana (espectacular, pero su sabor plano no me seduce), los centollos de la ría, más pequeños que los de cetárea, pero más sabrosos (para mí, el rey del marisco), los bogavantes o lubrigantes sacados de sus refugios rocosos y servidos en bandejas de Sargadelos (como más me gustan son guisados con arroz), el buey de mar, hervido al punto con cebolla, laurel y clavo; por fin, los percebes, ese don de los cantiles, grandes como un dedo pulgar (como falo d’home, dicen las pescantinas del mercado de Bayona) y que están en el vértice de la cadena alimenticia (no digo "alimentaria" un concepto neutro de la ciencia moderna).

Había tres opciones del primer plato: una merluza de pincho, pescada por la noche y acompañada de la ajada, esa salsa sencilla, hecha con poco más que pimentón dulce, pero que tiene en cada lar un aspecto, un aroma y un sabor diferentes.
Un lenguado de tamaño sobrenatural, vuelta y vuelta, con patatas redondas y verduras del tiempo.
Caldeirada de rape y lubina, la especialidad de la casa (lo mejor son las patatas). Es lo que pedí.



De segundo podías elegir un entrecot de buey, de carne profunda y ajamonada, una chuleta de ternera rubia con guarnición o cordero asado con especias. Buey.

Se escanciaron vinos de albariño (un milagro de las cepas), ribeiro (algunos están a la altura del albariño), condado (muy apreciado por el paisanaje), amandi de la Ribera sacra (excelente tinto gallego y el único que no deja rastros de acidez). Para las señoras la sidra propia o la que fabrican sus primos de Asturias.

Para no empachar al lector, me limito a citar los postres: tarta de almendras, o sea, de Santiago, de yema, de fresas, de limón, de queso, natillas caseras y, mi debilidad, las cañitas de crema. Despaché menos de diez.

Las postrimerías: helados de copa, sorbetes de cava (los sirven al final), tejas, bombones, barquillos… Café, infusiones, licores y habanos. Sólo ambrosía de sorbete, aunque varios.
No llegamos al chocolate por prescripción facultativa. Además, como nos recordó Milagros, es tradición que sólo asistan al “adiós a los novios” los familiares y amigos íntimos.

Al día siguiente, domingo, ayuno y abstinencia (no comí nada, y cuando digo “nada”, quiero decir “nada”).
El lunes, tisanas y calditos. El martes, verduras. El miércoles, dieta blanda, el jueves acabé de metabolizar la caldeirada y así sucesivamente.
Ana estaba como una rosa (el mismo sábado, antes de acostarse, se tomó un vaso de leche con galletas). Siempre lo he dicho con admiración y respeto: las mujeres pueden comer indefinidamente (recordar la estupenda película de Marco Ferreri, La grande bouffe); si no lo hacen es por pura discreción.

PD. Al cabo de una semana le devolvimos la visita a Arturo. Cuando con total sinceridad caí rendido ante la boda, me dijo:

- Normalita. Las bodas de antes, las de verdad, duraban tres días como poco. (Me acordé de la boda de Madame Bovary).

1 comentario:

  1. Ventisiete días nos tiramos con la despedida de soltero de Mariano.
    Joaquín López.

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