sábado, 11 de junio de 2022

La joven del parque

 

Basado en hechos reales. Hace un montón de años, todavía profesor interino, impartía clases en el instituto más antiguo de Cuenca (dónde, por cierto, había cursado el bachillerato). Los profesores lo llamaban “Harvard”. Quizás porque era primerizo en el aula, me gané la confianza (o más bien al revés) de tres alumnos pocos aficionados a los apuntes y a los libros de texto, aunque lectores voraces de ciertos temas más turbios. Aunque me parecieron más inteligentes de lo normal, eran repetidores. Una mañana, después de inventarse un pretexto para ir a mi departamento, su interés por la metafísica, terminaron por contarme que habían saltado en varias ocasiones, a oscuras y en celada, la tapia del cementerio municipal Cristo del Perdón mientras dormía el cuidador y habían colocado un magnetófono cerca de una tumba en la parte nueva para grabar psicofonías, sin darme más detalles pese a mi insistencia. Una semana después los invité a mi casa para escuchar en el equipo de alta fidelidad una psicofonía, la última me dijeron, de una hora aproximadamente: en efecto, a intervalos irregulares se oía un sonido muy lejano, rítmico, denso, desconocido que me produjo escalofríos. Encendí la luz. Mensaje recibido, sonrieron tres rostros lívidos. Ante mis dudas razonables, me juraron que sería estúpido engañarme y que nunca más volverían a saltar la tapia y menos, acercarse a esa tumba, incluso de día. No volvieron a sacar el tema ni me dieron más explicaciones. Empezaron a faltar a las clases. Tampoco se presentaron a los exámenes finales.

Al cabo de un mes, en vacaciones de verano, al oscurecer la tarde, cuando sacaba a pasear al perro de mi padre por el Parque de los Moralejos, se me acercó una joven delgada, con vestido largo y un sombrero de ala ancha que le tapaba parcialmente el rostro. Me identificó y me preguntó si estaba preparado para unirme al antiguo grupo de Madrid. ¿A quiénes, le pregunté sorprendido? Lo sabes de sobra me dijo. Le contesté que ignoraba de que estaba hablando y que seguramente me había confundido con otro y, sobre todo (un relámpago iluminó mi memoria) que no me buscara más. Se dio media vuelta y desapareció entre las sombras. Llamé a mis tres alumnos y les conté lo ocurrido: se miraron confusos, guardaron un elocuente silencio y con más prisa de lo normal se marcharon. Estaba claro que sabían algo, pero nadie quería abrir la puerta. Ni preguntas ni respuestas. Poco a poco nuestra relación se fue diluyendo.

Antes de las vacaciones de Pascua, Germán el mayor de los tres alumnos, falleció al caer desde una cornisa rocosa de la Hoz del Júcar. Un paseante madrugador se tropezó con su cuerpo al amanecer, de lo que se deduce que se despeñó entrada la noche porque de lo contrario lo hubieran descubierto antes al tratarse de un camino bastante transitado. Nunca se aclararon las circunstancias. El cadáver del muchacho se encontraba en un paraje junto al río Júcar donde se practica la escalada que, según sus amigos y allegados, no solía frecuentar. ¿Alguien le citó? ¿Iba solo o acompañado? ¿Fue hasta allí o lo llevaron? La autopsia reveló que murió a causa de la caída. Fue un desgraciado accidente, les dijeron a sus familiares. La prensa local se limitó a repetir el comunicado.

Asistí al entierro en la parte nueva del camposanto, pero sus dos amigos no comparecieron. La curiosidad me pudo y me informé en la Secretaría del centro del nombre y domicilio de sus padres. Los chicos vivían en Cuenca en el piso de un tío de Germán al que no pude localizar por encontrarse de viaje. Ya se habían ido de vacaciones. Sus padres eran vecinos de Tragacete, un pueblo de la Serranía Alta. En la ficha no constaba ningún teléfono. Me desplacé con mi padre al pueblo, a unos setenta quilómetros de la capital. La dirección que me dieron en el instituto no correspondía a ninguna calle y nadie conocía a los padres ni sus nombres constaban en el padrón. Al volver a Cuenca me fui directamente a la policía y les puse al tanto de mi relación con Germán. Tras varias entrevistas con los mismos inspectores, se olvidaron de mí y yo de ellos. Pasado algún tiempo coincidí en la cafetería del Hotel Torremangana con un antiguo compañero del bachillerato de letras que ahora era comisario de policía. Tras los cumplidos de rigor, me atreví a preguntarle por el “caso Germán”. Lo recordaba. Me dijo que levantó un considerable revuelo interno, que había pasado a otras instancias de la policía judicial y que la investigación iba más allá de la provincia de Cuenca. ¿Madrid, le dije? De entrada, es posible, me susurró, y no pude sacarle más.

Al comenzar el curso, como era de esperar, los otros dos no se matricularon y no los volví a ver en una ciudad de treinta y tantos mil habitantes. No obstante, no omito ciertas extrañas circunstancias que me sucedieron mientras estudiaba la carrera en la Universidad Autónoma de Madrid. Una en el metro, otra en una librería céntrica, la última en la boda de un amigo. La misma cara, los mismos gestos, la misma mirada hipnótica y penetrante… Tengo la total certeza de que era la joven que me abordó en el parque. O ciertas reuniones en el Café Comercial con varios compañeros de la Facultad que comenzaron con diatribas políticas y derivaron pronto hacia terrenos morbosos e inquietantes. Les dije que no me interesaban y que no iba asistir más. Estoy seguro de que al menos en una de las reuniones estaba ella. A veces es mejor dejar las cosas como están y no completar los huecos que faltan. Les he contado lo que me pasó. Quizás nada.

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