Otra versión del pecado original o mito de la caída. Un amigo, ahora conocido de tercera,
aficionado al golf se encontró hace tiempo en el hoyo 12 del Club de Campo un putter
Scotty Cameron de última generación, unos seiscientos euros. Lo echó a
la bolsa para devolverlo en la casa club, pero tenía prisa por ir al dentista.
Se le olvidó al día siguiente y al otro y a la semana. Y al mes, como el anillo
de Gollum, lo consideraba su tesoro. Le endosó su viejo Ping Anser a un
sobrino y tal día hará un año. Hay dos clases de jugones: las que consideran al
putter hallado un regalo inesperado del destino (las justificaciones son
innumerables) y los que no podrían dormir sin haberlo devuelto (sólo hay una
razón). Obviamente, hay innumerables grados intermedios entre el ideal kantiano
de la santidad y el hedonismo corrompido de Sade. Pero la línea de demarcación,
convocada o no convocada, estará siempre presente. (La ciencia del bien y del mal es bastante simple).
¿Qué me dicen
del fútbol profesional masculino? Son evidentes las razones por las que los
jugadores leyeron un aguado manifiesto en apoyo de sus colegas femeninas tras
el sobado affaire Rubiales. Con certero criterio comprendieron que el auténtico
problema no era el acoso sino el futbol en sí mismo. Lo mejor es no removerlo,
dejarlo como está. Demasiado dinero en juego. Clubes ruinosos o
apalancados a causa de la pandemia, de obras faraónicas y fichajes
enloquecidos; clubes-Estado propiedad de magnates o jeques con fondos
ilimitados que impiden una competencia leal y sólo buscan inversiones
rentables. Los jugadores son mercenarios que cobran su peso en oro, los representantes de los futbolistas
y los directivos reciben comisiones siderales, los entrenadores se tragan lo que
les echen, los organismos federativos miran a otro lado y se rigen por reglas irregulares,
el estamento arbitral es sospechoso de “corrupción sistémica”. A esto se une
esa parte coral de la afición que se dedica durante el partido a interpretar
cánticos racistas e insultos. Además, ver el fútbol en el estadio o en la televisión
es cada vez más caro.
Los deepfakes
pornográficos, ahora en plena eclosión, está condenados al fracaso y al olvido en
menos de un año. En realidad, no ves a nadie, solo fantasmas digitales.
Está claro que no son Brad Pitt ni Ana de Armas. ¿Qué interés
erótico puede tener mirar una imaginería digital a sabiendas de que es una
morbosa ilusión generada por las máquinas? Cuanto más cercano sea el
avatar, cuanto más amigo o conocido sea, más repulsión sentirás por la farsa. La
actitud mayoritaria será bloquear canal, código y mensaje. A los padres de las
niñas extremeñas les consta que las imágenes y videos no son sus hijas sino meras
apariciones pervertidas. Por ahora es necesaria la vía penal. Llegará un
momento en que no hará falta. Como ocurre con la pornografía de toda la vida.
Tres funciones sociológicas de la pornografía. La primera es iniciática. El adolescente cada vez más precoz no conoce la sexualidad por su familia, ni por los tediosos (cuando no tendenciosos) cursos escolares de educación sexual. Antes y ahora la aprende a través de los amigos. Antes en las ilustraciones de una revista mugrienta. Ahora en los sitios web más acreditadas del ramo. Dicen los entendidos que los pases empiezan a los ocho años. Los programas de IA que sirven para desnudar al prójimo han creado un nuevo (y efímero) objeto del deseo. Incluso las fantasías nocturnas de carne y hueso son más excitantes que los montajes hiperrealistas. La segunda función es caldear el ambiente de una pareja aburrida en una tarde lluviosa de invierno. La tercera, generar un negocio milmillonario mediante la curiosidad, la afición o adicción a una subcultura tan antigua como la humanidad. Su consumo mueve solo en Estados Unidos 2.500 millones de dólares al año.
El fundamento de
una iglesia o confesión religiosa es la ortodoxia. Las grandes religiones
históricas, especialmente la católica, han mantenido su prevalencia secular
gracias a sus principios dogmáticos. El enemigo mortal de las iglesias son las
herejías, las apostasías y las deserciones. Cualquier mínima desviación resulta
sospechosa porque abre la puerta a la deslealtad. En la iglesia romana actual
hay movimientos sísmicos en torno a las ideas renovadoras del Papa. Ocurre lo
mismo en los partidos políticos. Piensen en los nuestros: Sumar
es un agregado de personalismos encontrados que ni siquiera el feminismo
radical consigue cimentar. El PSOE está inmerso en una lucha fratricida entre
el inmovilismo de las viejas glorias y los partidarios de una segunda
transición federalista que pone en peligro a la monarquía que, a su vez, se pone
en peligro a sí misma. El PP vive su particular drama de identidad: quién soy,
de dónde vengo, a dónde voy. O su dependencia ambivalente (que trata en vano de
ocultar) de un partido que a la vez le suma cargos y le resta votos. Y una crisis de liderazgo que enfrenta a los sectores más belicosos del
populismo madrileño con las llamadas poco convincentes a la centralidad. Por último,
Vox: un partido anticonstitucional, antieuropeo, anticientífico envuelto en
purgas sucesivas. Uno echa de menos la estabilidad de las democracias nórdicas
donde socialdemócratas y liberales se ponen de acuerdo en cuanto pueden y la
política ocupa poco espacio en la vida cotidiana.
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