El término kitsch, utilizado con profusión en todo tipo de contextos, cultos, informales e incluso periodísticos, procede de la sociología del arte, y contiene varios significados complementarios. Genéricamente designa un amplio conjunto de elementos, tanto objetivos (obras de arte, productos, objetos), como subjetivos (individuos) que calificamos con las expresiones de “mal gusto” o "cursi".
Hay dos formas básicas de comprender en qué consiste el kitsch:
- La obra artística fallida. El kitsch entendido como una obra de arte malograda, basura artística e incluso algo opuesto al arte.- El individuo dotado de mal gusto. El kitsch entendido como una cualidad no de las obras, sino del sujeto, del consumidor o “fruidor”, es decir, del individuo propenso a disfrutar de las obras de arte y de los objetos y manifestaciones de la cultura, de manera equivocada, deformada o aberrante.
En esta primera entrega vamos a servirnos de numerosos ejemplos para ilustrar el primer significado del término.
Es sabido que el kitsch está vinculado con frecuencia al denominado “arte popular”, al arte de masas en sus manifestaciones más discutibles, entre las que se cuentan la pegadiza canción del verano, la consabida novela histórica que presenta un secreto cuya verdad hubiera cambiado el mundo, el último álbum de un grupo roquero rebosante de decibelios o la dudosa sala pop que expone con el título de Omphalos I al XVI una maligna serie de lienzos cubiertos de rayas negras y fotografías de personajes atrabiliarios.
Es kistch también la interpretación desgarradora y aguardentosa, a ritmo sincopado, que Ray Charles hizo del inspirado tema de los Beatles, Yesterday.
Una variante inversa del kitsch es la popularización innoble que la industria cultural y la publicidad hacen de obras de arte auténticas: la Gioconda utilizada como reclamo de una pasta dentífrica, el allegro de una sinfonía de Mozart en versión de jazz o el tema del andante de un cuarteto de Brahms convertido en la banda sonora de una película pastelera; más ejemplos: las recargadas columnas corintias de la mansión rural de un nuevo rico de Arizona, la Biblia narrada en historietas, la novela de Víctor Hugo Los miserables resumida y mutilada para reducirla a lectura de ferrocarril o un abominable refrito de La Cartuja de Parma de Stendhal servido en uno de los números del Reader’s Digest.
Un caso menos evidente de kitsch son los libros que incluyen reproducciones de los cuadros de los maestros de la pintura con alteraciones relevantes del tono, la luz, la intensidad de los matices y, en general, de la paleta de colores. Esta desviación del original puede dar lugar a la adulteración de la percepción y el concepto de la obra.
También se da el caso opuesto, la elevación kitsch de un dragón con aspecto vagamente oriental, decididamente fraudulento y pasado de moda, al rango de pieza única de un valor inapreciable.
O la combinación recargada de prendas de vestir y complementos que por separado son objetos de diseño… Un pareo blanco de Antonio Barba, un bañador de la firma Mari Claire, un sombrero de verano de Armani, unas gafas de sol Carrera, un bolso de Loëwe y, el toque final, unas sandalias de Sergio Rossi a juego con el bañador (y no por casualidad), puede resultar un conjunto explosivo capaz de desacreditar a la más elegante mujer de mundo.
Por definición el “gran arte” está a salvo del kitsch, aunque puede haber ciertas obras que se sitúan en el límite, incluso dentro de los confines del mal gusto. A propósito de esto, Umberto Eco en su obra Apocalípticos e integrados cita como ejemplo de contaminación estética algunos pasajes de la novela de Hemingway El viejo y el mar, a los que califica de pastiche. En obras como esta, el pathos, el sentimiento auténtico, resbala imperceptiblemente hacia esa forma inferior, propiamente kitsch, que es el sentimentalismo, es decir, la búsqueda del efecto dramático fácil como un fin en sí mismo. El kistch funciona en este caso no como una mala imitación del arte sino como un sustitutivo destinado a conseguir una fruición más superficial y rápida.
Otro ejemplo de deslizamiento del arte hacia los falsos valores del kitsch son las adaptaciones que los estudios cinematográficos y el star system de Hollywood hicieron hacia los años cincuenta de obras maestras como Guerra y paz o Madame Bovary.
Es kitsch el uso fuera de contexto, alienante, sin intención, sin venir a cuento, de materiales para-artísticos que han sido utilizados antes con validez en ciertas obras genuinas (versos fáciles insertados hábilmente en un texto literario o la presencia en el lienzo de materiales triviales como la arena, humildes como la arpillera, de desecho como la harina de loza o el papel de periódico). Muchos cuadros de pintores neófitos que pretenden redimir su inexperiencia con los excesos de la originalidad caen en esta vieja trampa.
También resulta sutilmente kitsch la degradación de un objeto valioso en un entorno inadecuado: por ejemplo, la presencia de una luminosa cómoda chippendale en una tienda de muebles antiguos rodeada de groseras falsificaciones.
Más ejemplos: según contó el secretario de Gustavo Tornes, pintor conquense y decorador de primera fila, una dama adinerada de la “gente guapa” de Madrid le pidió que se ocupara de la decoración de su flamante palacete; en su primera entrevista, el artista, tras advertir que el salón principal estaba atiborrado de objetos labrados en plata, legítimas alfombras persas, cuadros de gran valor, tapices de la Real Fábrica y mandarines de marfil puro, le sugirió que era indispensable aligerarlo y darle otra orientación… La dama se resistía. Señora, le dijo Torner, esta habitación parece un anticuario. Pues es todo muy bueno, le respondió amoscada. ¡Por supuesto, dijo Torner, si no fuera así le hubiera dicho que parece un bazar!
O al revés, ciertos objetos de pacotilla, insustanciales y risibles, fueron revalorizados por la estética surrealista hasta convertirse en fetiches indispensables en la ornamentación de toda casa que se preciara de estar a la altura de los tiempos. Pájaros disecados, relicarios, ex votos u ofrendas populares, figurillas de cera en campanas de cristal, chillones cojines japoneses, bustos de Napoleón… Omnipresencia del kitsch.
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