Estoy dispuesto a admitir que, comparado con la mujer, el hombre
es la “raza inferior”. Creo firmemente en la superioridad mental y corporal de
la mujer. Las adolescentes, es obvio, alcanzan la madurez mental mucho antes
que los chicos (suponiendo que el hombre la alcance alguna vez); cualquiera que
haya dado clases sabe que las estudiantes en general son más capaces que
sus compañeros, que trabajan más y sacan mejores notas. Por su parte, el cuerpo
de la mujer es capaz de gestar la vida y además es incomparablemente más bello
que el nuestro…
Si se me permite apelar a los sentimientos y al carácter
diré que las mujeres son más personas que los hombres, por más que la sociedad
patriarcal y el machismo dominante durante siglos traten de contarnos otra
historia. No tengo la menor duda de que los dogmas de las religiones que
quieren salvarnos de nosotros mismos, las visiones de las ideologías que nos
envuelven como una niebla pegajosa, los códigos morales que nos prescriben
normas insufribles… no son sino la cristalización de las fantasías sublimadas
del varón-arquetipo.
¡Qué más puedo decir a favor de mi admiración por el mal
llamado “sexo débil”! (una burda formación reactiva que trata de invertir las
miserias masculinas).
Sin embargo, todo lo suscrito no debe ser un obstáculo para
que me refiera en tono menor, con amor y con humor a ciertas debilidades
femeninas. Las voy a enumerar primero para que el lector/a de estas líneas
pueda, tras su anuncio, prescindir de su lectura y abandonar abruptamente
las consideraciones que siguen: a saber, el abuso de las cremas, la adicción a
la moda, la fijación por las muñecas, la inclinación morbosa por el chocolate y
la pasión por las “amigas el alma”. Las presentaré en cinco entregas
sucesivas, a imagen reducida del folletín, ese género literario que cultiva con
talento mi amigo Antonio Castellote.
Cualquiera que esté casado y tenga una hija sabrá a lo que
me refiero ya que en algún lugar de la casa habrá un armario de tres cuerpos
destinado exclusivamente a amontonar las cremas. Si Aristóteles o el gran Linneo
vivieran, podrían dedicar una parte de su obra a investigar la escala
y variedad de los ungüentos. Pueden clasificarse por su aplicación, durante la
mañana, la tarde o la noche. Por su carácter terapéutico o sintomático; por la
parte del cuerpo que nutren y embellecen, desde la raíz del cabello hasta el
dedo gordo del pie; por su uso específico dentro de la misma gama: no se
piense, por ejemplo, que hay cremas hidratantes genéricas, ni mucho menos: hay
cremas hidratantes para el cutis, para las manos, las piernas, y dentro de
estas, para la mano derecha o la pierna izquierda y así sucesivamente…
Otro axioma incuestionable es que tales productos tienen
unos precios siderales. Los astutos laboratorios de belleza saben que lo
realmente bueno, puede ser bonito pero no barato. Además, para ser eficaces,
las cremas no pueden venderse en el “chino” de la esquina, sino en una flamante
y espaciosa parafarmacia; ni qué decir tiene que la Seguridad Social, que
sabe del tema, no cubre el precio de las recetas. Los dermatólogos, conozco
alguno, expiden bálsamos y remedios simplemente para que las pacientes no se
ofendan si les dicen lo que saben e indignadas se vayan a otro galeno que
realmente las comprenda. Y lo que saben es que las mujeres hasta cierta edad
(cuando son jóvenes) no necesitan las cremas y a partir de cierta edad (cuando
no lo son) tampoco, aunque por razones inversas.
No voy aquí a meterme en la trampa conocida (por los
pedantes como yo) por el nombre de La paradoja de Russell. Tres ejemplos
de la misma: ¿Cuántas gotas de agua son precisas para que llueva? ¿Cuántos
granos de arena se necesitan para formar un montón? ¿Cuántos cabellos hay que
tener para considerarte calvo? Aplicada a nuestro caso: ¿Cuántas primaveras
debe tener una mujer para que se considere joven? Pisamos aguas cenagosas,
diría Sherlock Holmes a su fiel compañero de fatigas.
En fin, para mí, el mayor inconveniente de las famosas y
nunca bien ponderadas cremas es que las señoras las consideran parte esencial
del aseo matutino y escogen el cuarto de baño para su embadurnamiento ritual.
Más tarde, el confiado marido trata de ducharse, sin advertir que el suelo de
la bañera escurre mortalmente a causa de las grasas y aceites destilados. Tras
los primeros batacazos, el sujeto paciente adquiere el hábito de eliminar con
esmero los residuos tóxicos, altamente peligrosos, que atentan a diario contra
su integridad física. O mudarse al baño pequeño.
Por
lo demás, reivindico sin fisuras la libertad de cada
cual para engañarse de la manera que le haga más feliz; es
sobradamente conocido que en el mundo en el que estamos arrojados no
importa demasiado la certeza o el error, es decir, si llevamos
razón, cremas o no llevamos nada.
cuanta razón
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