Cuando era
estudiante de Bachillerato pronto me di cuenta de que lo mío no eran las
ciencias. Lo cierto es que en el instituto tuve excelentes profesores de
literatura, filosofía, latín y griego, y que, inversamente, los profesores que
me tocaron de matemáticas, física, química y biología eran, por decirlo con
palabras amables, menos didácticos. El resultado fue una cosecha de hermosas
calabazas en mates y un reguero de clases particulares. Uno de mis pacientes profes
de pago me decía con razón: No es que hagas mal el problema, eso no es grave
por el momento, lo que me preocupa es que no seas capaz de entender siquiera el
enunciado. No consigo descifrar el enigma de que traduzcas correctamente un galimatías
deconstruido de Cicerón y no seas capaz de resolver una ecuación lineal de
segundo grado.
El catedrático
de matemáticas se embrollaba en la pizarra con los problemas de álgebra hasta
que conseguía explicárselos a sí mismo (¡calla no es así! y borraba) o mostraba
las propiedades de las figuras geométricas mediante las líneas imaginarias que dibujaba
con el dedo en los ángulos del aula. El profesor de física y química acabó su
carrera en el juzgado por suplantar el título de un licenciado purgado tras la
guerra civil que había fallecido en Colombia; según parece, los trámites
notariales de una herencia destaparon el cambiazo. Conocimos los detalles por
la prensa de Madrid. Materia para una novela. El hombre hacía lo que podía y
apostaba por el aprobado fácil por no levantar la liebre. El biólogo, a punto
de jubilarse, era el más llevadero; te levantaba de tu sitio y tenías que
repetir las páginas del libro de texto que el día anterior nos había
leído al pie de la letra: claro, claro, se interrumpía, es así, no
os dais cuenta, lo comprendéis… Simplemente se repasaba el tema. Como era duro de oído, tu compañero de
pupitre te soplaba las preguntas y todos tan contentos. En los exámenes -tenía
reuma- no se movía de su mesa entarimada por lo que la mayoría copiaba
directamente del libro ante la mirada airada de los artistas de las chuletas y
los honestos empollones. Tanto sobresaliente en los exámenes acabó por sembrar
la duda en su bendita inocencia (y en la de sus colegas) por lo que recurrió a su
sobrino, un maestro en paro que se paseaba cual lince al acecho por los
pasillos y rincones del aula. Tras los primeros ceros punitivos se acabó el
momio. Los neumáticos deshinchados de su Vespa fue la única satisfacción que algunos
obtuvieron. El resto, a estudiar de memoria de tres en tres líneas los tejidos
del cuerpo humano.
A letras, pues,
tras superar la reválida de cuarto. Entonces no eran el furgón de cola del
bachillerato, tenían otra consideración académica y social. Tras aprobar el
Preu por los pelos, me matriculé en la Universidad Autónoma de Madrid con la
intención de estudiar literatura española. Tras un primer curso de asignaturas
comunes había que elegir especialidad en segundo de carrera. En la cola de
Secretaría una amiga me preguntó en qué pensaba matricularme: ¡No hay
literatura en esta Universidad, sólo filología hispánica! me informó
atónita. No me interesaba. Tenía un cuarto de hora para elegir: clásicas o
filosofía. Me gustaba el latín, menos el griego, por lo que opté por lo que
pomposamente la administración educativa denominaba “filosofía teorética”.
Después de todo, como sugería Borges, la filosofía es un género literario. O,
desde otra perspectiva, la historia del pensamiento es una excelente forma de
aproximarse a la literatura. Y también, como descubrí, a la ciencia.
Me atraen como
un imán los temas de divulgación científica. Sobre todo, en los tiempos que
corren: una mirada a los límites del mundo, al macro y al microcosmos, supone
olvidar por un momento la historia universal de la incompetencia política y los
horrores de la guerra. He dedicado, diletante, algunas entradas a estos temas: al
Big Bang y al bosón de Higgs, al Big Data y a la Inteligencia Artificial. Uno
de los que ahora me ocupan (o, mejor dicho, me distraen) es la paradoja o
experimento mental del gato de Schrödinger.
Un gato se
encuentra en una caja sellada. Dentro, junto al gato, hay una ampolla con
un gas venenoso y un martillo conectado a una fuente radioactiva. Es posible
que después de un período de tiempo, la desintegración radioactiva de algún
átomo active el martillo, éste rompa el recipiente y libere el veneno que
mataría al gato. Pero también es posible que eso no ocurra. La física cuántica afirma
que hasta que se produzca una medición o una observación (alguien abra la
caja) el gato está vivo y muerto al mismo tiempo en una superposición de
estados sin definir.
Según el premio Nobel
Serge Haroche, el salto o no del átomo que activa el veneno es discontinuo,
aleatorio e impredecible: Einstein se equivocó, Dios efectivamente está
jugando a los dados en el universo cuántico. Según las leyes que rigen el
mundo a escala atómica durante un tiempo el gato está vivo y muerto al mismo
tiempo. Se trata de un estado de superposición vinculado a un suceso que
puede ocurrir o no sin que podamos controlarlo de forma empírica o estadística.
Puesto que la caja está completamente cerrada y no hemos medido ni observado el
evento no podemos saber si ha ocurrido, por lo que no podemos establecer si el
gato está vivo o muerto. Si abrimos la caja y observamos al gato, su estado
colapsará en una de las dos posibilidades.
Obviamente un gato no es
un sistema cuántico La mecánica cuántica actúa sólo bajo condiciones de
laboratorio entre partículas en las que no es posible predecir lo que va a
suceder porque desconocemos las reglas, si es que las hay, de los saltos de
estado. Esto no quiere decir que las leyes de la física cuántica no se puedan
aplicar a la macrofísica y a la microfísica. Es más, sus mediciones son mucho
más precisas que las de la física clásica, pero a la vez dejan un inmenso agujero
abierto al principio de incertidumbre. La pregunta es si la aleatoriedad está
para quedarse o será posible predecir en el futuro si el gato está vivo o
muerto.
Se ha intentado superar
esta paradoja mediante la construcción de un modelo teórico que permita saber qué
le va a ocurrir al gato. Un grupo de científicos de la Universidad de Yale
admite que es imposible predecir el salto cuántico que rompe la superposición
de estados atómicos dentro de un sistema cerrado, aunque es posible construir
un algoritmo que nos proporcione la señal de que un salto va a ocurrir,
lo cual podría anticipar e incluso impedir la muerte del gato… Las potentes
computadoras cuánticas tienen la palabra: Similia similibus curantur, es
decir, las cosas semejantes se curan con las semejantes. En realidad,
este proyecto de investigación no invalida la paradoja de Schrödinger; no rompe
con el dogma de que el futuro es aleatorio, sujeto al principio de
incertidumbre. El problema comporta una enmienda a la totalidad de la física. Se
trata de una concepción de la naturaleza probabilística, no determinista
(resumida en la famosa frase de Einstein: Dios no juega a los dados).
Otra
forma de refutar la paradoja ha sido el desarrollo teórico del concepto de decoherencia: un proceso por el cual un sistema perdería necesariamente
sus propiedades cuánticas por su interacción con el entorno.
La decoherencia actuaría del mismo modo que la medida o la observación eliminando la superposición a menos que seamos
capaces de aislar el sistema
mediante unas condiciones experimentales ideales, sin interferencias (incluidas
la medida y la observación). En
el mundo real, micro o macro, la interacción entre
los hechos, la misma experimentación científica, daría lugar a una rápida decoherencia y harían que
el gato estuviera vivo o muerto, pero no a una superposición de ambos
estados.
Una tercera vía de escape a la paradoja es la que
propuso el propio Einstein que no la soportaba (¿Entonces la Luna no existe
si no la miro? llegó a decir): defendía la existencia de una realidad
más profunda que la descrita por la mecánica cuántica, en la que un
conjunto de variables desconocidas descartaría la inconsistencia de la
física. Particularmente influyente fue el trabajo del estadounidense David
Bohm, quien en los años 50 creó una versión de la mecánica
cuántica en la que se restaura el determinismo y el principio de
causalidad. En su modelo, el estado del sistema estaría bien definido incluso
cuando no es ni observado ni observable. El universo es homogéneo. Los
partidarios de la teoría de las variables ocultas se han convertido en una
secta. La comunidad científica es contraria a la introducción de elementos ad
hoc por considerarlos superfluos. Además, los trabajos experimentales que desde
los años 70 han realizado Alain Aspect, John Clauser y Anton Zeilinger,
los ganadores del Nobel en física de 2022, han servido para desmontar numerosas
variables ocultas, lo que ha reforzado la interpretación de Schrödinger y la música
del azar. La cosa en sí kantiana es
la pura indeterminación de lo real. Por el momento el gato sigue vivo y muerto a la vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario