Todo buen aficionado al fútbol tiene dos equipos del alma: el grande y el del terruño. En mi caso es evidente para quien me conozca o haya seguido mi blog que el primero es el Atlético de Madrid. El segundo la Unión Balompédica Conquense.
Soy madrileño pero por el trabajo de mis padres me he criado en Cuenca hasta los dieciocho años. Mi pandilla era muy aficionada a darle patadas en serio a la pelota de cuero. Antonio, José Ignacio, Pepe de Diego, Angelito, Juan Ramón, Rafa Portilla, Rafa Morazo y tantos otros… Recuerdo incluso las liguillas a tres que montábamos en los recreos los compas del instituto: Sapo-Cerri, Tempra-Fito, Sapo-Tempra, Cerri-Fito, etc. Pero sobre todo me vienen a la memoria los partidos épicos que la panda organizaba los fines de Semana en el solar de la fabriquilla (un aserradero de madera en las afueras de Cuenca) que duraban toda la tarde: desafío, revancha, contrarrevancha, desempate final… A veces, otro amigo, Pipe Murcia, gran chico, nos invitaba a jugar en la finca agropecuaria del Terminillo, en pleno campo al sol de primavera (nos llevaban en una camioneta de la explotación) con porterías de tres palos y suelo de hierba de prado, desigual y alta, pero un sueño para la imaginación cuando todavía no había sido fulminada por internet, la alta definición y los videojuegos. Entonces había imaginación, no imágenes. Teníamos quince años y grandes equipos aparte, donde las diferencias eran insalvables (por lo demás las de siempre) a todos nos unía el amor a los colores de la Unión Balompédica Conquense.
En una pizarra de dos metros en medio de Carretería, la calle principal de Cuenca, se anunciaban los pormenores del partido del domingo. El presupuesto no daba para carteles y mojigangas. No nos perdíamos ni uno. A las tres y media (en invierno antes) estábamos como clavos en la cola de las taquillas de la Fuensanta, el estadio. Había entradas a mitad de precio para menores de doce años. El chollo colaba porque Santiago uno de los puertas, muy amigo del padre de Juan Ramón, hacía la vista gorda. Un día lo destinaron a las oficinas del club y cuando le dimos las entradas al nuevo, nos midió de arriba abajo y sentenció con voz firme: con que menos de doce años; no os dejaba solos con mi hija ni cinco minutos. A correr a España. En taquilla nos mandaron a freír espárragos por farsantes. Al final, tras un desgarrador lamento, nos cambiaron las entradas pagando una fortuna. Entonces decidimos hacernos socios. Había carnet para jóvenes (hasta los dieciocho años) y, en comparación con la nueva tarifa, salía rentable. Además nuestros padres pagaban la cuota en una cuenta bancaria y de paso nos perdían de vista los domingos por la tarde. Negocio redondo para todos.
La Fuensanta era entonces un campo de tierra con una tribuna y unas gradas enfrente (no recuerdo cuántas pero no más de diez o doce) de cemento puro y duro que cubrían el lateral del campo. El resto estaba simplemente limitado por una barandilla metálica de un metro pintada de blanco. Había más recogepelotas que en Maracaná. El campo sólo se llenaba hasta los topes (día del club, medio día del club, precio especial) cuando venían lo equipos punteros de Madrid: el Moscardó, el Plus Ultra (filial del Real Madrid) y el Rayo Vallecano que nos metían unas zurras de miedo. En aquel Rayo comenzó su carrera un jovencísimo y letal Felines. El delantero centro del Plus Ultra era Grosso, luego jugador del Real Madrid que al final de una liga se lo cedió al Atlético para reforzar la delantera y evitar que bajáramos a Segunda (¡Qué tiempos aquellos!).
Nos sabíamos la alineación del conquense de memoria: Mayo, Sanz, Klett, Parada, Arias, Arche, Portillo… Por cierto, a Arias, el mejor con diferencia, lo fichó el Valencia donde dio muchas tardes de gloria a la afición del Turia y llegó incluso a la selección española. Debían cobrar cuatro duros, desplazamientos y poco más; lo más lejos que iban era a Tomelloso, la mayoría en su seiscientos; en realidad eran jugadores aficionados; por ejemplo, el extremo derecha Portillo era empleado de El Corte Inglés y así sucesivamente. Ahora la Fuensanta es un recoleto estadio de césped natural con capacidad para 6.700 personas (les obligaron a acondicionarlo cuando subieron a Segunda B en la temporada 77-78) e incluso disputaron en 2004 un emocionante partido de promoción a Segunda contra el Madrid B en el Bernabéu donde “casi dan la sorpresa”. Su uniforme es camiseta blanca, pantalón negro y medias negras. Hace tiempo que les he perdido la pista pero suelo leerme los resultados cada fin de semana. El club tiene una página web http://www.ubconquense.es/ pero al menos hoy no he conseguido abrirla. La última vez que vi la Fuensanta fue desde un ventanal del colindante Hospital Virgen de la Luz durante una visita a un familiar.
Lo cierto es que las anécdotas que cuento datan de los años setenta. Las gradas se petaban de socios y simpatizantes. Muchas veces cuando el partido había empezado se abrían las puertas y entraba la chiquillería andante de San Antón y otros “barrios bajos” de Cuenca. Se ponían en la barandilla detrás de la portería del equipo visitante para darle la murga. A veces una pareja de guardias los dispersaba por el campo cuando se hartaba el entrenador.
Mientras que en el Calderón no conoces a nadie, lo bueno de La Fuensanta es que te sabías la vida y milagros de cada hijo de vecino. Aquello parecía un patio de corrala más que una grada. Las localidades no estaban numeradas aunque los grupos de amigotes y novias (una vez casadas pasaban ampliamente del tema, o sea, del fútbol y el marido) solían sentarse por las mismas zonas. Los bocinazos de según quien eran coreados con grandes risotadas o abucheos. Quien te conozca que te compre. Solo en las grandes ocasiones había alguna que otra pancarta más bien chapucera. Tampoco había cánticos corales ni grupos ultras. En cuanto diluviaba había que suspender el partido porque la tierra se convertía en el magma primordial del que se formó el mundo. Muchas veces a la vista del parte meteorológico el partido se aplazaba sin fecha. La temporada duraba dos meses más para recuperar el tiempo perdido. El fútbol era por supuesto de medio pelo para abajo, los goles venían casi siempre precedidos de cantadas inauditas de la defensa o del portero o bien de follones y rechaces que duraban diez minutos en el área tras un saque de esquina. Para rebajar el aburrimiento el fuera de juego prácticamente no existía. No se me olvidará la tarde que apareció por el túnel de vestuarios, debajo de la tribuna, un árbitro jorobado. Silencio expectante en el respetable no repuesto aún de la sorpresa. A los cinco minutos ya era el “chepi”. En la segunda parte la gente lo dejó en paz.
A las diez de la noche en la radio local era obligado escuchar el programa deportivo Junto a la cepa del poste por Román de Lerma donde se entraba en jugosos pormenores, valoraciones del partido y entrevistas con los protagonistas. La crónica periodística del Ofensiva, prensa del Movimiento y único diario de la capital, era un espejo de lo dicho en la radio y aunque con distinta firma resultaba evidente la común autoría. Román debía tener un enorme fichero acumulado durante muchas campañas de frases hechas, tópicos y banalidades (hoy es igual) que copiaba y pegaba según las incidencias y resultados.
En las ferias y fiestas de San Julián solían traer a precio de oro (supongo) a un equipo de primera división que venía cargado de suplentes y canteranos. Recuerdo un año que vino el Atlético de Madrid de Gárate sin Gárate que se llevó el trofeo en los penaltis. Corazón partido. Es la única vez en mi vida que no me hizo gracia que ganara el atleti.
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