domingo, 4 de agosto de 2024

Cosmopolitismo

 

Diógenes Laercio, principal cronista de los filósofos griegos, atribuye a su tocayo Diógenes de Sinope (412-323 a. C.), fundador de la escuela cínica en la antigua Grecia, la primera definición de cosmopolitismo. Cuenta que el sabio se enorgullecía de ser un perro callejero que escarbaba en la basura, veneraba a sus amigos y ladraba a los que le tiraban piedras. Cuando le interrogaban en el ágora, centro de la vida pública, por su ciudad natal (desterrado por falsificar moneda se trasladó a Atenas), por su andrajoso atuendo, su hogar tinaja, su afición a sestear en los puertas de los templos, su incordio permanente en las calles, es decir, quién era… Diógenes respondía: Soy ciudadano del mundo (kosmopolitês). El cosmopolitismo era una causa perdida, una contracultura, un ideal opuesto al nacionalismo de las principales polis griegas. Sólo en patios, pórticos y jardines propios se permitían los seguidores de las escuelas postaristotélicas exponer y poner en práctica sus ideales morales. Diógenes el cínico era temido por sus sentencias insolentes, incluido Platón, y por la crítica acerba a las leyes y costumbres de las ciudades Estado donde vivió (Atenas, Egina, Esparta y Corinto). Son sabrosas las anécdotas, reales o imaginarias, que se cuentan, incluidas las impertinencias que le soltó a Alejandro Magno en un encuentro casual en Corinto durante los Juegos Ístmicos y que el futuro rey cosmopolita aceptó y alabó, según narra Plutarco: Pues yo, de no ser Alejandro, de buen grado me gustaría ser Diógenes.

Lo cierto es que, desde una perspectiva actual, aunque el término suena políticamente correcto, resulta muy complicado definir en qué consiste el cosmopolitismo. ¿Qué significa ser ciudadano del mundo? Si lo identificamos con el interculturalismo, el respeto a todas las culturas, el concepto no funciona puesto que obviamente no todas las culturas son ética y políticamente respetables. El Plan para la Alianza de Civilizaciones que propuso en la ONU el prolífico José Luis Rodríguez Zapatero basada en cincuenta y siete medidas para fomentar el entendimiento entre culturas y aislar a quienes utilizan la diversidad racial o religiosa para avivar la intolerancia y el extremismo, fue como mucho una mera ocurrencia buenista que acabó en la papelera de reciclaje.

Si identificamos el cosmopolitismo con la multiculturalidad, un espacio común dónde conviven en feliz armonía diversas culturas, pensamos en una Arcadia bucólica (y despoblada) que solo existe en el mito; o en la utópica República Galáctica bajo la protección de la Orden Jedi en la serie cinematográfica Star Wars; o en el Madrid castizo y cañero que nos pinta negro sobre blanco la presidenta de la Comunidad, donde los madrileños acogemos a los foráneos con los brazos abiertos (sobre todo a los grandes inversores) sin preguntarles de dónde vienen y adónde van. Trata de colarnos por cosmopolita el nacionalismo matritense (es decir, una contradicción en los términos).

Si identificamos el cosmopolitismo con la globalización, nos referimos a la globalización neoliberal, es decir, a la expansión mundial de la economía de mercado, a la libre circulación de capitales y tecnologías, así como a la universalidad formal de los derechos humanos. Las democracias occidentales habrían demostrado una incontestable superioridad moral, política y económica sobre el resto de las formas de organización social. Francis Fukuyama (1952), autor norteamericano de origen japonés, profetizó el inevitable “fin de la historia” tras la unificación de los bloques hegemónicos en un único modelo a escala planetaria. Lo cierto es que el recorrido de los acontecimientos históricos ha sido el inverso: cada vez somos menos cosmopolitas y los bloques están a punto de desencadenar el Armagedón.

¿Puede haber una definición del cosmopolitismo más decepcionante que la que nos propone Paul James, profesor de Globalización y Diversidad Cultural en la Universidad de Sídney?

El cosmopolitismo puede definirse como una política global que, en primer lugar, proyecta una sociabilidad de compromiso político común entre todos los seres humanos en todo el mundo y, en segundo lugar, sugiere que esta sociabilidad debe privilegiarse ética u organizacionalmente sobre otras formas de sociabilidad.

P.D. He preguntado a un conocido asistente de Inteligencia Artificial por el término en cuestión. La respuesta es notablemente inferior a la que dieron los estoicos a principios del siglo III a. C.  

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