Todos sabemos sin necesidad de recurrir al hombre-filósofo de la
calle, ocurrencia de Gramsci, que desde las primeras civilizaciones la política
sea cual sea su sistema (autoritario, totalitario, autocrático, teocrático o
democrático) ha estado supeditada de forma explícita o implícita, manifiesta o
latente, a los poderes universales del dominium mundi: el dinero, la
técnica y el ejército.
La instauración de la democracia liberal desde principios éticos y jurídicos fue la consecuencia de la derrota del fascismo en la Segunda Guerra mundial mediante la conjunción de tales poderes y la Declaración Universal de los Derechos Humanos en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Aunque no es menos cierto que ética y política, como pensó Maquiavelo y todos sufrimos, son agua y aceite. El ilustre florentino incluso sugirió en 1532 que un político demasiado honesto nunca sería un buen político porque nadie lo creería, temería ni respetaría. Esta disonancia empírica entre ética y política explicaría el décalage, la distancia entre la letra de las Constituciones y su permanente incumplimiento por los gobiernos de turno.
La democracia liberal se denominó “Estado social y democrático de derecho” en la edad de oro de la socialdemocracia europea. Así consta en los tratados de filosofía social y en las Constituciones nacionales. Sus abuelos fueron Alexis de Tocqueville, La democracia en América (1840) y Stuart Mill, Sobre la libertad (1859). Sus bisabuelos, Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu, El espíritu de las leyes (1748) y Jean Jacques Rousseau, El Contrato social (1762).
Coincido (y cito de nuevo) a mi docto amigo el Coronel Abengoa
cuando pontificaba los martes en la tertulia del Café Comercial: Prefiero la
democracia liberal porque me permite bajar al quiosco del barrio y comprar el
periódico que quiero y decir aquí y en todas partes lo que me parece. Todo lo
demás o lo pongo entre paréntesis o me lo creo a medias o no me lo creo. Considero
perspicaz la definición que hizo Marx del voto democrático (aunque sin
posteriores conclusiones): “Un juicio sentimental y extenuante, a los logros de
la etapa anterior de poder”. Por lo demás, siempre voto y participo cuanto
puedo en la cosa pública. Mi escepticismo militante con el rancio liberalismo que
nos rodea no implica falta de compromiso con los derechos y libertades civiles
sino todo lo contrario.
En esta encrucijada de la historia, la democracia representativa,
solo cuestionada por quienes forman parte del fraude, es un valioso legado que
ojalá seamos capaces de preservar (¡que se quede como está!) para nuestros
hijos, nietos y biznietos. Los poderes universales de la primera potencia mundial
(los mercados industriales y financieros, las corporaciones tecnológicas, la carrera
de armamentos) han decidido, tras las últimas elecciones presidenciales, demoler
los principios de la democracia representativa. Entre otros, el imperio de la
ley, la división de poderes y el respeto a las minorías. El liberalismo mutó en
neoliberalismo y el neoliberalismo en ultraliberalismo. Fin del Estado social y
democrático de derecho.
Analicemos en presente algunos aspectos del futuro distópico de Europa. Se minimizan las competencias del Estado que ni siquiera es el árbitro de las reglas de la libre competencia al estar los mercados desregulados. Los mercados crean las reglas en cada coyuntura económica según sus versátiles criterios. Se considera al Estado una institución intrusiva, ineficiente, ruinosa por lo que es necesario reducir al mínimo sus competencias y tamaño. Se recorta drásticamente la plantilla de funcionarios civiles de la administración pública. Se pretende la autorregulación extrema de la iniciativa individual (“viva la libertad”) y la privatización gradual de los servicios esenciales como la Educación y la Sanidad. En la Educación, se potencia la creación de Universidades privadas de gama alta, caras y selectivas, según el modelo norteamericano (algo en mi opinión condenado al fracaso); en la Sanidad se favorece la implantación de los grandes grupos hospitalarios nacionales e internacionales con seguros de atención sólo al alcance de una minoría con alto poder adquisitivo. La emergencia de empresas militares privadas de asesoramiento, provisión y sustitución de las Fuerzas Armadas, y la proliferación de las criptomonedas como sistema de intercambio comercial y especulación financiera son síntomas inequívocos de la gestión del Estado como un negocio global. Desaparece la función social de la propiedad. Se regresa a unas teorías librecambistas anteriores y más radicales aún que las formuladas por Adam Smith, Ricardo y Malthus. Se considera la justicia social un mito y la aspiración a la igualdad una quimera comunista. En consecuencia, se impone a golpe de decreto un darwinismo socioeconómico cuyo objetivo es el desmantelamiento del Estado del bienestar, de la democracia liberal y del europeísmo, es decir, de nuestras señas de identidad supranacional. El ultraliberalismo es la fase final del capitalismo. En fin, como decía el genial humorista Chumy Chúmez es más lo que nos une que lo que nos espera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario