miércoles, 3 de marzo de 2010

El mito de la inteligencia


¿Tiene significado enunciar frases como Juan es inteligente o Pedro es más inteligente que Juan?

Para contestar a esta pregunta, inocente en apariencia pero envenenada en el fondo, hay que salir de los confines gramaticales del lenguaje, contra las demandas del segundo Wittgenstein, y situarnos en el terreno, que se anuncia a sí mismo como firme, de la llamada psicología científica.
¿Pero es realmente “científica” la psicología? Desde luego, por lo que respecta al tema de la inteligencia, podemos afirmar con holgura que no.
Tomemos como punto de partida lo más elemental del problema, a saber, la definición de inteligencia.
A finales del siglo XIX, Francis Galton en su obra El genio heredado (1869) consideró a la inteligencia una capacidad innata, una “potencia mental” de origen biológico, el resultado de una herencia insondable, la consecuencia única de la recombinación de genes… Suponía además que uno era listo o tonto durante toda su vida; su caletre no empeoraría por más que se entregara al deleite del encefalograma plano, ni mejoraría aunque se entrenara a diario en abstrusos laberintos para maquillar sus exiguas destrezas. Finalmente, Galton daba por hecho que la inteligencia era una facultad unitaria, es decir, se manifestaba siempre en cualquier conducta o situación. En realidad, cuesta no soltar la risa cuando uno piensa en la última propuesta: todos los mortales, sin excepción, demostramos en ocasiones oficio y maneras, pero en otras, ¡ay! por qué negarlo, bordeamos con vergüenza los límites filogenéticos que separan al hombre del mono.
La escuela multifactorialista norteamericana, encabezada por Louis L. Thurstone, criticó la concepción unitaria de la inteligencia para inmediatamente fragmentarla en un amplio conjunto de habilidades primarias y secundarias referidas a todos los procesos mentales (percepción, lenguaje, razonamiento, memoria, etc.) con lo cual la anhelada concreción del concepto se pierde irremediablemente. La inteligencia se transforma así en una ensalada inmanejable de aptitudes que se relacionan con la totalidad de nuestro psiquismo; por consiguiente, el término carece de significado.
La psicología diferencial, más exigente con el rigor semántico, define la inteligencia “como la escala numérica que miden los test”. El problema es si los test psicométricos miden propiamente la inteligencia o más bien otras variables concomitantes, por ejemplo, la clase social a la que pertenece el sujeto, la educación que ha recibido, la socialización que ha interiorizado, el sistema de interacción que desempeña, las oportunidades que ha tenido a lo largo de su vida o los medios de que ha dispuesto para su formación intelectual… En resumen, los instrumentos utilizados para medir la inteligencia están contaminados culturalmente. Por otra parte, los test actuales de inteligencia se preocupan obsesivamente por el lenguaje y las matemáticas.
La psicología cognitiva, propensa al fárrago, complica todavía más el asunto y define la inteligencia, a imagen y semejanza de las computadoras, como “procesamiento simbólico de la información”. Según este modelo, la inteligencia está formada por la interacción (término que evoca irresistiblemente la noche en que todos los gatos son pardos) de elementos componenciales (recursos intelectuales), experienciales (pensamiento divergente), contextuales (adaptación, selección y modificación del entorno) y emocionales (autocontrol emocional, automotivación y autoconocimiento)… ¡Qué los zurzan!
Terminamos este tendencioso recorrido con la "teoría de las inteligencias múltiples" del insigne psicólogo de Harvard Howard Gardner. Afirma este profesor que el resultado de la experimentación sistemática nos lleva a la conclusión de que la inteligencia es una mezcla de destrezas que permiten al individuo “aprender, solucionar problemas, resolver situaciones de la vida y hacer algo valioso para una comunidad o cultura”. (Si no te has partido de risa después de leer esta declaración es que ya nada del mundo podrá conseguirlo). Garner enumera ocho tipos de inteligencia independientes: lingüística, lógico-matemática, espacial, musical, cinestésica, intrapersonal, interpersonal y naturalista. Sin entrar en detalles sobre este notable proyecto de investigación, a mí, sin ir más lejos, se me ocurren otros ocho tipos de inteligencia tan dignos de ser tenidos en cuenta como los anteriores: lectora, erótica, humorística, pecuniaria, promiscua, misantrópica, deportiva y onírica.


Corolario: no hay unas diferencias epistemológicas tan apreciables entre la psicología y las humanidades como pretende persuadirnos la institución académica mediante gruesos argumentos de contenido metódico. Por más que intentemos disfrazar a la primera con espesos ropajes conceptuales que le permitan salvar las apariencias de utilidad y ciencia recomendable, la misma pregunta insiste machacona una y otra vez: ¿Qué coño es la inteligencia?
La contraposición entre ciencias naturales y humanas es decididamente una causa perdida. Es imposible una ciencia natural de la mente pese al ardor persuasivo de ciertos entusiastas. Las llamadas ciencias humanas siguen siendo un saber gozosamente literario. La psicología es un mito científico; es, en el mejor de los casos, filosofía. Todo el mundo lo sabe excepto ciertos recalcitrantes... psicólogos.
Una teoría científica de la inteligencia se expresará en el futuro, si es ciencia de la buena, "more informático", como una secuencia incontable de sucesivas pantallas, resultado de un ambicioso programa ejecutado por una red de computadoras de última generación. Una vez descodificados los algoritmos hablarán tan sólo de los elementos neurofisiológicos y bioquímicos del cuerpo (tal y como proponía Nietzsche). Por lo demás, las monsergas sobre el hombre y la inteligencia quedarán reducidas entonces ¡atención moralistas! a un entramado, por el momento impredecible, de fórmulas matemáticas.

jueves, 18 de febrero de 2010

El objetivismo no es un humanismo


La consigna del objetivismo filosófico es salvémonos en las cosas, lema que sirve a Ortega para apuntalar la tesis central de la primera etapa del sistema: la verdadera realidad son los objetos. De este monumental principio se retractará más adelante, porque afirmará lo contrario en las etapas sucesivas (circunstancialismo, perspectivismo y raciovitalismo).
En términos generales, el objetivismo es una teoría que se sustenta en dos supuestos complementarios, uno ontológico y otro epistemológico.
Desde un punto de vista ontológico, el objetivismo se caracteriza por otorgar prioridad a los objetos frente al sujeto, es decir, el hombre. Esta primacía existencial se refiere a los objetos naturales (los entornos inabarcables de las Montañas Rocosas), artificiales (la pureza del arte gótico de la catedral de Amiens) o -por aceptar esta distinción- espirituales (el inagotable laberinto literario que Joyce plasmó en el Ulises). Lo que realmente cuenta en el orden del ser es la piedra de Rosetta y su valor intrínseco, su dimensión objetual de logro perdurable, su inestimable interés para descifrar los jeroglíficos de los antiguos egipcios, su encajamiento indispensable en el ámbito de la cultura y de la historia… no el individuo Jean-François Champollion. Lo que tiene realidad sustantiva es la gran pirámide de Keops, no el faraón; el templo de la Sagrada Familia, no Gaudí; el Quijote, no Cervantes. En este planteamiento, decididamente antihumanista, el sujeto antropológico pasa a un segundo plano y finalmente se desvanece por su finitud ante la firme consistencia de las cosas.
Desde un punto de vista epistemológico, el objetivismo defiende la universalidad del conocimiento científico frente a otras formas subjetivas de captar la realidad, como la filosofía, el arte o los saberes humanísticos. La actividad científica consiste ante todo en la construcción del significado unívoco y contrastable del objeto. 
Las cosas, los hechos, no los hombres, son los verdaderos portadores del sentido; es más, por exigencias rigorosas -que diría Ortega- es preciso tratar a los hombres como objetos (por ejemplo, en las ciencias sociales). Incluso en terrenos tan poco propicios a la ciencia positiva como la historia del arte o la teoría literaria, la pretensión de objetividad, la exactitud del concepto, deben ser prioritarias sobre cualquier otro aspecto. Es preciso hacer ciencia segura de las construcciones del antiguo Egipto, de la arquitectura neogótica o la literatura cervantina...
En resumen, todo lo que el objetivismo tiene de sugerente en el plano ontológico, lo tiene de decepcionante en el plano epistemológico.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Contra el jazz


Muchas de las acaloradas discusiones entre los partidarios y detractores de la música de jazz podrían solucionarse pacíficamente si se tomara como punto de partida la distinción entre alta cultura (highcult), cultura media (midcult) y cultura de masas (masscult), términos muy conocidos por los especialistas en sociología del gusto, entre otros Umberto Eco, Gillo Dorfles o Galvano della Volpe.
Un ejemplo de alta cultura sería la incomparable ópera de Richard Strauss Electra; un ejemplo de la segunda serían las canciones de Joan Manuel Serrat y de la tercera los álbumes de La Oreja de Van Gogh.
Obviamente, esta clasificación, perspicaz pero excesivamente genérica, no admite adscripciones automáticas o definitivas, sino que, como la mayoría de los problemas estéticos, está sometida a una labor de fundamentos que, finalmente, y si es posible, otorga a cada género sus cartas credenciales. Así, en productos como la zarzuela, la copla, el fado, Los Beatles, el flamenco o el jazz, habría que seleccionar en cada caso los autores, las obras, incluso los temas concretos, para determinar con un criterio más seguro en qué categoría debemos incluirlos. Por el momento nos vamos a centrar exclusivamente en el jazz.
Tataré de resumir a lo largo de esta breve reflexión algunos de los sólidos argumentos que el filósofo y musicólogo T.W. Adorno aportó en su memorable artículo Moda sin tiempo (sobre el jazz) a favor de la tesis de que, bajo ningún concepto, el jazz puede ser incluido entre las manifestaciones auténticas del arte y la alta cultura.
A pesar de los matices mitómanos de los adictos y las sutilezas inagotables de los propagandistas, el jazz, desde un punto de vista formal, es una música de una excesiva simplicidad melódica, armónica y métrica. Su composición se basa en síncopas efectistas (buscan la mera perturbación del oyente), ritmos básicos, tiempos siempre idénticos e instrumentos sometidos a la monocromía (como el piano) o a la castración (como la trompeta con sordina). Estos esquemas musicales, exacerbados en los inicios allá por los años cuarenta, sirvieron para presentar al público el nuevo género, sin que su monótona unidad estructural haya cambiado desde entonces. Los fieles del jazz llevan sus pretensiones hasta convertirlo en una compleja “visión del mundo”; sin embargo, el único enigma del jazz consiste en averiguar cómo tantos entusiastas a lo largo del ancho mundo siguen sin hastiarse del consumo de unos estímulos –el ritmo sincopado- tan reiterativos. La presencia de un discurso musical plano propicia una fruición fácil del producto, meramente pasiva, sin ningún esfuerzo constructivo por parte del sujeto, cuyo resultado es una falsa audición, epidérmica y desatenta.
Otra consecuencia de la pobreza de los desgatados esquemas del jazz es la sustitución alienante de los fines por los medios. La mayoría de las veces, lo que realmente cuenta en el jazz es la trama escenográfica que se fragua en torno al confiado oyente: la sala ritual, las luces propiciatorias, el ambiente denso, la comunión mística a ciertas horas, la ropa ceremonial, el éxtasis obligatorio, el humo espeso y las abundantes copas… todos estos elementos consuman la transformación del jazz en una falsa experiencia estética meramente contextual. Música ambiental.
La crítica musical seria no puede ver en el jazz más que un asunto simple, basado en unas fórmulas no renovadas que se invocan hasta la saciedad. Las únicas novedades que ofrece el jazz son las apologías de la eternidad y los consabidos reclamos publicitarios; por ejemplo, los manierismos en la interpretación o la fraseología sobre la vitalidad y la riqueza rítmica, que al final no son más que mecanismos estandarizados de fabricación en serie… como ocurre en toda moda, de lo que se trata es de la puesta en escena y no de la cosa. Lo que se presenta como naturaleza inexplorada y territorio virgen finalmente no es más que producto cosificado y escueta mercancía.
El mismo concepto de improvisación en la ejecución resulta dudoso. Lo que se ofrece en la mayoría de los casos es cualquier cosa menos espontaneidad; se trata de rutinas interpretativas y fórmulas básicas reinventadas hasta la saciedad bajo cuyo disfraz se adivina la indigencia del esquema. La esencia del jazz no es la creatividad sino la limitación. La regla de oro que prohíbe modificar el desarrollo del compás y la armonía se convierte en la negación frontal del arte. Trucos, fórmulas y clisés bien definidos bloquean cualquier salida del género al reino, prometido en vano, de la libertad. La música seria, desde Brahms en adelante, había descubierto mucho antes que el jazz todo lo que en ese puede llamar la atención y no se había detenido en ello. El jazz es el preludio sonoro del conformismo cultural y social. Ideología.

jueves, 4 de febrero de 2010

Hogarth, La carrera del libertino. La herencia


Asociamos la figura de Hogarth con los grandes pintores del Rococó, Canaletto, Sir Joshua Reynolds, Thomas Gainsborough, Jean Antoine Watteau o Jean Honoré Fragonard; también con los escritores del siglo XVIII, Alexander Pope, Jonathan Swift, Laurence Sterne o Henry Fielding, este último fiel amigo del pintor.
En un principio, Hogarth quiso ser un pintor de la historia, pero sus contemporáneos no mostaron ningún interés por estas intenciones. Lo que realmente les gustaba, igual que a nosotros, eran sus ciclos o series morales, escenas satíricas "de un mundo al revés"; por orden cronológico son las siguientes: La carrera de una prostituta (1732, cuadros perdidos, conocida por las copias grabadas), La carrera del libertino (1736, ocho lienzos), Los cuatro tiempos del día (1738), El matrimonio a la moda (1744, seis lienzos), El matrimonio feliz (1745, seis lienzos), Industriosidad y pereza (1747, doce escenas), La calle de la cerveza y la de la ginebra (1751), Las Cuatro etapas de crueldad (1751) y La campaña electoral (1754, cuatro lienzos).
Cualquiera de estas series, imprescindibles, es, además de un prodigio de técnica pictórica, una apasionante experiencia narrativa, una fuente inagotable de sentimientos inquietantes y una fecunda constelación de ideas críticas en torno al materialismo como código ético, las consecuencias irreparables del matrimonio de conveniencia, los usos y costumbres que convienen a la vida conyugal o la inautenticidad de las rutinas democráticas, entre otras...
Ante el éxito que alcanzaron estos relatos al oleo, Hogarth las trasladó al grabado para su venta. Sin embargo, debido a su gran popularidad se hicieron numerosas falsificaciones (la forma de "pirateo intelectual" más común en la época). La fama llegó, pero no el dinero, ya que las obras fueron copiadas con rapidez y eficacia.
La serie denominada La carrera del libertino consta de ocho lienzos: La herencia, La levée, La taberna, El arresto, La boda, El garito, La prisión y El manicomio. El primer cuadro, la herencia, se ambienta en la mansión de un hombre rico que acaba de fallecer. Su hijo, un estudiante de Oxford, permanece de pie en el centro de la escena. Un sastre, con atuendo de la época, le toma medidas para el traje del entierro. En el umbral de la puerta, una joven de clase humilde, llorosa y expectante, a la que el estudiante ha dejado encinta, muestra en la mano un anillo que su amante le regaló en prenda de amor eterno. Al lado, la madre, que lleva en el delantal varias cartas repletas de promesas, expresa su disgusto y señala el abultado vientre de la hija. El heredero, con total indiferencia y sin mirarlas, les ofrece, como compensación y a fin de liquidar el asunto, unas cuantas monedas.
A espaldas del joven, el administrador, ocupado en la redacción de un inventario de bienes, alarga con descuido la mano derecha para sustraer unas monedas de oro que salen de una bolsa. Al fondo, encima de una escalera, el tapicero que adorna de luto la estancia rompe sin querer la moldura superior de la pared, de la que cae un torrente de peculio que el difunto había escondido con celo.
Otros detalles del cuadro insisten en el carácter cicatero del padre: encima de la chimenea está colgado el retrato de un pesador de oro (un espejo del tacaño) y en la repisa permanecen unos cabos de vela completamente gastados.
Una vieja con giba, la sempiterna sirvienta, arroja a la chimenea unas haraposas alfombras con más años de servicio que ella misma. 
En el armario, a la derecha, se amontonan pelucas en ruina y botas usadas; colgado de la pared vemos un pesado abrigo que le servía para resguardarse del frío y no encender la chimenea. Encima, en una pequeña alacena, se puede ver un asador polvoriento por su pertinaz desuso y en la parte inferior del cuadro hay un libro de cuentas destinado a controlar con detalle los mezquinos gastos cotidianos.
Junto a la mesa, se observan varios saquitos de monedas y un baúl repleto de platerías, recibidas seguramente en garantía de préstamos usurarios o quizás acaparadas en avarientos trasiegos .
Apoyados en el cofre reposan un montón de rollos de papel, posiblemente contratos, hipotecas, alquileres y otros pingues negocios.
Un gato famélico y espectral, imagen viva del dueño, hurga con avidez en los tesoros.
Sabemos por la documentación del cuadro que la joven se llama Sarah Young y su amante Tom Rakewell, apellido apropiado (”rake”) tanto para el padre (“arramblar”) como para el hijo (“libertino”).

jueves, 28 de enero de 2010

El caso de la cajera de El Corte Inglés

Me ocurrió hace dos años y es un excelente pretexto para esclarecer ciertos embrollos filosóficos.
Tras finalizar mis compras en el supermercado de El Corte Inglés y tachar el último apunte de la lista que había preparado mi mujer, a la que tenía que atenerme escrupulosamente (si voy sin la lista acabo por comprar unas estupendas pero superfluas tijeras, dos latas microscópicas de paté de marisco a precio de oro y una botella de licor de piña de irresistibles acentos tropicales… entre otras menudencias), decía, me dispuse a saldar mis deudas con abatida resignación en una larga cola, típica de los sábados por la tarde.
Fuera por las prisas, las aglomeraciones o por el cansancio acumulado, la cajera me devolvió bastante más dinero del que le entregué, azar incómodo del que me di cuenta cuando llegué a mi casa para rendir cuentas.
Llegados a este punto, sólo había dos opciones. La primera era quedarme tan ricamente con las vueltas, sin confesar a nadie mi suerte y justificar la decisión, tras susurrarme suavemente al oído, que lo que tenía que hacer la cajera era espabilar y después de todo, quien iba a perder tan poco era la primera firma del ramo.
La segunda, era devolver el saldo a mi favor tras atosigar a mi aturdida conciencia con el séptimo mandamiento de la ley de Dios; además, con toda probabilidad, la realmente perjudicada sería la pobre cajera, quien a fin de mes pagaría con creces su error contable.
Supongamos que al fin opté por reponer con presteza lo que, en ambos casos, no era mío, pese al considerable fastidio de retornar a la cola.
Vista así la situación, diríamos, sin ninguna duda, que estamos ante un caso típico de decisión moral…
¿Moral? Estamos seguros. O se trata más bien de otra cosa: devolví el dinero porque es mi forma de ser, por ciertos rasgos de mi personalidad, de mi carácter, mi temperamento, la educación que he recibido, mis sentimientos de aprobación o desaprobación, mi compasión, mi percepción del motivo más fuerte, mis esquemas cognitivos; todo un complejo entramado psicológico que ha condicionado decisivamente mi conducta.
Además, han influido también las normas culturales sobre la propiedad que tengo interiorizadas, el proceso de socialización global al que he sido sometido desde la niñez, la presión del grupo primario en el que me desenvuelvo, las formas inconscientes de control colectivo, las expectativas que corresponden a mi estatus, mi particular subcultura de clase, etc.
En conclusión, una situación calificada de "específicamente moral" se ha disuelto como un azucarillo para convertirse en un asunto que concierne exclusivamente a la psicología general y a la sociología de la cultura. La supuesta especificidad del hecho moral se transforma así en un residuo especulativo sin contenido empírico corroborado.
Si aceptamos instalarnos en este empirismo radical, no tendremos más remedio que despedirnos de la moral con lágrimas en los ojos y afirmar, como corolario, que el lenguaje ordinario es más conservador de lo que pensábamos.
Esto es lo que ocurre, pero, ¿por qué ocurre esto?
Hagamos una breve historia del problema.
En su obra Genealogía de la moral, Nietzsche aborda la crítica y descomposición de la concepción tradicional de la ética, en sus distintas versiones (platónica, cristiana, kantiana), mediante la utilización del método genealógico, que se basa en la investigación filológica e histórica de la evolución de los conceptos morales.
Según Nietzsche, de la investigación filológica en diversas lenguas se deduce que en todas el término “bueno” significa originalmente “anímicamente noble, aristocrático, elevado”, contrapuesto a “malo”, que significa “simple, bajo, vulgar, plebeyo”. Ambos términos carecen de un sentido específicamente moral tal y como después se ha entendido.
Es preciso recordar que en Grecia y Roma los términos éthos y mores, de los que proceden etimológicamente "ética" y "moral", no tienen un significado moral, sino social y cultural: aluden a los usos, hábitos, costumbres y, en general, normas (nómos) institucionales de una cultura (familiares, religiosas, políticas, jurídicas…). Más tarde, con la aparición, evolución y predominio final del cristianismo, surge, unido indisolublemente a sus supuestos teológicos, un nuevo significado, ahora sí completamente moral, para estos términos. Lo que entendemos por moral, como hecho indiscutible en sentido histórico y actual, es una creación ideológica del cristianismo. Es más, esta nueva visión se enfrentará frontalmente con la anterior, clásica o precristiana, a la que acabará por desplaza y excluir.
El cristianismo, según Nietzsche, invirtió el significado de los términos “bueno” y “malo”: los que eran considerados malos en sentido de “baja condición, plebeyos, vulgares” se rebelaron considerándose a sí mismos como “buenos”, a la vez que todo pensamiento noble y toda moral aristocrática fue rechazada por “mala”. El cristianismo primitivo, como religión de las clases más bajas y de los esclavos, consiguió imponer su concepción específicamente moral en el sentido que hoy le damos; una concepción basada, según Nietzsche, en tres valores:
- El resentimiento, entendido como hostilidad contra toda manifestación individual o social de lo noble y elevado.
- La igualdad, entendida como moral de la mayoría y apología de los valores comunes que igualan a los hombres; como tendencia permanente a la nivelación (mediocritas) y negación del individuo superior.
- La vulgaridad, entendida, en el sentido etimológico, como moral del vulgo, del pueblo en sentido peyorativo, de “la chusma” y sus valores decadentes. Lo que Nietzsche denominó Moral del rebaño.
La consecuencia de la crítica empirista y genealógica  de la moralidad no puede ser más que esta: la moral es, tanto por sus orígenes como por su fundamento, una “segunda marca” de la religión.

miércoles, 27 de enero de 2010

Ansel Adams: la fiesta de la naturaleza


El paisaje es un obstáculo para pensar: es bello y por lo tanto exige ser contemplado.
Franz Kafka


Es evidente que la fotografía no es una “fiel reproducción de la realidad”. Al contrario, lo que caracteriza a este medio es su versatilidad para construir un significado innovador, incluso insólito, de los mismos objetos y situaciones.
En la fotografía, más que en otras manifestaciones artísticas, se pone de manifiesto la intención del autor de transitar por los contornos del llamado “estilo personal”. Todos los elementos técnicos de la fotografía, su carácter icónico, el papel, el encuadre, la repetición del motivo, la facilidad de visualizar con antelación, el tratamiento químico y la edición de la imagen, propician la pretensión de originalidad (cuando no de exclusividad) en los resultados del proceso.
Cualquier manifestación artística, por su propia naturaleza, es perspectivista, siempre nos muestra una de las infinitas caras de un mundo poliédrico; pero es, precisamente, en la fotografía donde la idea de perspectiva alcanza su punto culminante. Su potencia para mostrar nuevos ángulos se debe, sobre todo, a las inmensas posibilidades de un soporte material que propicia el acercamiento a un mundo previamente saturado de oportunidades. Un mundo consolidado y pleno, autosuficiente, una materia prima prefigurada que aguarda la mirada inteligente que sepa iluminar sus rincones más oscuros.
El escaparate de una famosa pastelería, por ejemplo, es una situación elaborada de forma consciente, cargada de intenciones y motivos para el espectador; un entorno lleno de ofertas en el que nada se deja al azar, un mundo de delicias para los cinco sentidos… Sobre este espacio de aspectos no casuales, el fotógrafo busca un sobresentido, un “nuevo enfoque”, superpuesto o excluyente, que cumpla con sus expectativas tanto perceptivas como conceptuales.
El centro de la obra del maestro californiano Ansel Adams (1902-1984) es el paisaje. Con Strand, Imohen Cunningham, Weston y otros fotógrafos profesionales, fundó el activo Grupo f/64, caracterizado por su acusado realismo y la utilización del cierre del objetivo para lograr la mayor definición de imagen.
Sus instantáneas más renombradas las consiguió en los agrestes parajes de los parques nacionales de Estados Unidos, sobre todo en el Parque Nacional de Yosemite. No hay en ellas lugar para el hombre. Si en la pintura romántica de Friedrich, el ser humano ocupa un lugar secundario, asimétrico respecto a la grandeza sublime de la naturaleza, en Adams simplemente desaparece y su ausencia se convierte en una elipsis cargada de sugerencias. Esta posición de partida, antihumanista, fue criticada por la crítica filistea de su época, anclada en unos ideales postizos que la realidad histórica se encargaba de desmentir.
Su fotografía titulada The Tetons and the Snake River, hecha en el Grand Teton National Park, Wyoming, 1942, es una excelente muestra del arte de Adams. El sol brillante del ocaso, la iluminación de las nubes, cargada de simbolismos patrióticos, los claroscuros de las abruptas crestas, los vastos bosques y el curso majestuoso del río, componen una escena en la que se desborda la monumentalidad del paisaje. Una visión única, en la que la simple expresión de admiración perturba la fiesta de la naturaleza. Por muy impresionante que sea el paisaje, Adams lo sublima hasta convertirlo en un espacio mítico, velado por un leve efectismo, un matiz grandilocuente que será reconocible en los estereotipos de las grandes producciones de Hollywood.
Sin duda Adam tuvo presente, al disparar su cámara, el óleo de Albert Bierstad, El valle de Yosemite a la puesta del sol, realizado en 1848.

martes, 26 de enero de 2010

El enigma de la obra de arte


Las preguntas explícitas sobre el sentido permanecen intactas en el arte y las claves que esperamos nunca se alcanzan. No es posible una plena positividad en la contemplación estética; a lo sumo obtenemos una promesa siempre aplazada de plenitud; en palabras de Adorno: La experiencia estética lo es de algo que el espíritu no podría extraer ni del mundo ni de sí mismo, es la posibilidad prometida por la imposibilidad. El arte es promesa de felicidad, pero promesa quebrada. Sólo en la permanente suspensión del juicio sobre el mundo (al revés que la ciencia o la metafísica) salva el arte su momento de verdad, un momento siempre velado de grises. Lo que nos ofrece la obra no es la definición precisa de una idea o la conclusión definitiva de un proceso, sino una inmensa parábola sin clave. Incluso los que creyeron convertir en clave la falta misma de clave erraron, al confundir la tesis abstracta de la obra de Kafka, la oscuridad de la existencia, con el contenido de la obra. Cada frase dice: interprétame, pero nadie quiere hacerlo. Lo que convierte al arte en un misterio sin solución consiste en que es una realidad aparte, autosuficiente, refractaria a la connivencia complaciente con los hechos. El arte sólo existe en el arte, en el cuadro, en la partitura o en las hojas de un libro. El arte y la vida son ámbitos ontológicos irreductibles, sin posibilidad de una comunicación directa y contrastable. No hay ventanas entre el arte y la vida, excepto las impenetrables constelaciones de símbolos. Esta afirmación también es válida para el realismo más estricto y para el naturalismo más crudo.
En el reino de la libertad, dice Adorno, las obras de arte comparten con los enigmas la ambigüedad tensa entre determinación e indeterminación. Son signos de interrogación que no se hacen unívocos por síntesis. La respuesta precisa, aunque oculta, de las obras no se manifiesta a la interpretación de un solo golpe, como una nueva inmediatez, sino a través de todas las mediaciones, tanto las de la misma obra como las del pensamiento, las de la filosofía.