miércoles, 31 de marzo de 2010

Robert Capa, La muerte de un miliciano


La foto titulada La muerte de un miliciano (originalmente Death of a Loyalist Soldier, 1936) es la más famosa de las realizadas por Robert Capa durante la Guerra Civil española y posiblemente la mejor fotografía bélica de todos los tiempos. La cámara capta el instante preciso en que una bala alcanza mortalmente a un soldado republicano.
Desde su publicación, la controversia sobre la impresionante fotografía no dejó de aumentar y se han formulado diversas teorías a favor o en contra de su autenticidad. ¿Es una verdadera instantánea o se trata más bien de un hábil montaje? En cualquier caso, no vamos a presentar aquí los argumentos que sostienen ambos puntos de vista.
Es evidente que si aceptamos la segunda hipótesis, la imagen pierde por completo su interés y deja de ser un motivo emblemático de la contienda española. Desaparece en el acto la visión directa de la muerte y se desvaloriza el poder ideológico de la escena: la lucha del pueblo español contra el fascismo y la defensa del orden republicano. También se debilita hasta la elipsis la referencia al marco histórico: la batalla del Cerro Muriano, en el frente de Córdoba, librada el 5 de septiembre de 1936; incluso se pierde en el anonimato la identidad del combatiente: Federico Borrell García, militante anarquista de la CNT, natural de Alcoy, apodado “Taino”, que tenía 25 años en ese momento. Lo cierto es que la hora, el día y las circunstancias de su muerte fueron confirmadas más tarde con total certeza por su familia. La fotografía es un triste presagio y un símbolo del drama irreparable que se inició con la sublevación del ejército contra la segunda República. Las consecuencias de esta contienda fratricida todavía se proyectan en la España actual.
La instantánea se publicó por primera vez el 23 de septiembre de 1936 en la revista francesa Vu y el pie decía lo siguiente: De repente, el avance del soldado fue interrumpido, una bala silbó y su sangre fue derramada en el suelo natal. El miliciano, solo, sin nadie a la vista, cae fulminado (aunque sin pruebas de bala) hacia atrás por un disparo inesperado; en el momento del impacto tiene el brazo derecho alejado del cuerpo y la mano deja caer blandamente el fusil. La expresión de su rostro refleja la verdad de lo que está ocurriendo. Por lo demás, el sentido tremendo del cuadro se sostiene a sí mismo y excluye cualquier comentario.



Robert Capa, cuyo verdadero nombre era Andre Friedmann (Budapest, 1913 - Vietnam, 1954), cubrió con su Laica II, además de la Guerra Civil española, numerosos conflictos bélicos. Son imprescindibles, por ejemplo, sus fotos del desembarco de Normandía en la II Guerra Mundial... El 25 de mayo de 1954, durante la Primera Guerra de Indochina, pisó una mina que acabó con su vida mientras empuñaba su cámara.

domingo, 28 de marzo de 2010

Land Art, “Costa envuelta”


Walter de María, uno de los más genuinos representantes del Land Art, a cuyos principios estéticos nos hemos referido en otro lugar de este blog (Fallinwater house), afirmaba que “el terreno no es el escenario de la obra, sino parte de la obra”.
Un buen ejemplo de esta idea es la producción de Christo y Jeanne-Claude titulada Wrapped coast (“Costa envuelta”). Los artistas tomaron como punto de partida la intuición genérica de que “todo lo que está tapado, recibe una atención que nunca recibiría si estuviera cubierto”. Una vez aceptada la fórmula mágica, sólo faltaba decidir qué se debía ocultar (y cómo) para multiplicar su interés.
Tras un sonoro -y en ocasiones tedioso- debate público sobre "la relación entre la naturaleza y el arte", los autores se inclinaron finalmente por cubrir un tramo de costa de varias millas localizado al sudoeste de la ciudad australiana de Sidney.
La envergadura del proyecto comportaba para empezar una dificultad evidente: su elevado coste; sin embargo, esto no arredró lo más mínimo a Christo y Jeanne-Claude, que expusieron los pormenores de su plan a John Kaldor, amante del arte, coleccionista y, por supuesto, magnate industrial norteamericano. De entrada, el mecenas se mostró estupefacto, pero, tras pensárselo dos veces, se convirtió en el primer entusiasta y el impulsor decidido de la original propuesta.
Primero hubo que localizar un segmento de costa que sirviera a sus fines; después, superar los trámites burocráticos para obtener de las autoridades australianas los correspondientes (y costosos) permisos; además, y no fue el menor de los obstáculos, hubo que convencer a las quisquillosas asociaciones ecologistas de que no tenían nada que temer, ya que el medio ambiente si no mejor, al menos quedaría como estaba. Por último, Kaldor se encargó de amplificar la desmesura del asunto a través de los medios de comunicación. Como era de esperar, la opinión pública no sólo cedió a su natural curiosidad, sino que se mostró impaciente por contemplar el prodigio (en todo caso, así se presentó).


El tramo elegido (Little Bay) se encuentra a unos quince quilómetros de Sidney y es una bahía rocosa de contornos irregulares. Se cubrieron aproximadamente dos quilómetros y medio de costa con una anchura de entre cincuenta y doscientos cincuenta metros según el efecto deseado. El entorno acotado tiene a sus espaldas una pared rocosa o acantilado de una altura máxima de 30 metros y por delante se extiende una playa arenosa hasta el mar.
Se envolvió la costa con una gigantesca sábana de casi 100.000 metros cuadrados de polipropileno blanco y 56 kilómetros de cable de sujeción. Participaron una veintena de escaladores profesionales y un número indeterminado de obreros que dedicaron 17.000 horas de trabajo al recubrimiento del terreno en una lucha sin cuartel, nunca mejor dicho, contra viento y marea. Aun así, como sucede con todas las obras del mundo, el presupuesto se disparó hasta cifras no previstas, por lo que fue preciso financiarlo mediante la comercialización de todo tipo de productos alusivos (modelos, gorras, cinturones o camisetas).
Wrapped coast quedó inaugurado el 28 de octubre de 1969 y su exhibición duró cuatro semanas. Después todo quedó igual, tal y como se había prometido a los aguerridos defensores de la naturaleza.
Las sensaciones y reflexiones que el paseo por la costa envuelta suscitó en los numerosos visitantes fueron, como no podía ser menos, excitantes y variadas. Las más relevantes para un análisis esclarecedor de esta experiencia estética, se refieren, en primer lugar, a una prolongada sensación de desconcierto propiciada por la fantasía general de una domesticación aberrante de la costa. Todos los sentimientos inconscientes de culpabilidad urbana emergieron de pronto ante la abrumadora magnitud del espectáculo.
La luz de sol se reflejaba irreal y deslumbrante en el tejido liso, blando y elástico. Las protuberancias del terreno, ocultas por la tela, propiciaban los resbalones y caídas, lo que daba lugar a una impresión de incomodidad y cierto riesgo. Además, andar suponía prestar una excesiva atención a ciertos detalles de supervivencia ajenos a la obra.
Cuando los espectadores se detenían sudorosos para contemplar el conjunto se apoderaba de ellos una sensación aplastante de intranquilidad: desde el centro de un inmenso envoltorio de plástico sintético, los elementos naturales, el mar, el viento, la tierra y el sol, parecían mutar su significado y resultaban ajenos a los esquemas perceptivos de nuestra cultura.
Las leyes básicas de la organización visual quedaban también alteradas: la parte de la costa tapada cobraba una inusitada importancia como figura, y el fondo (antes el relajante mar) era un lugar sin nombre que se encontraba más allá de la envolvente sábana. Se rompían bruscamente la suave ley de contraste entre costa y agua, así como la ley de continuidad entre tela y tierra. El visitante se sentía encerrado en un espacio único, heterogéneo y amenazador.
A todos les pareció “muy interesante” la experiencia... pero se percibía una inconfundible sensación de alivio entre los que pisaban de nuevo tierra firme. Los más sinceros, en voz baja, comparaban  el paseo con las desagradables sensaciones que tiene un adulto en la montaña rusa.

viernes, 26 de marzo de 2010

Historia de la filosofía. Los tres sujetos kantianos


Uno de los motivos más recurrentes de la filosofía occidental es el problema del yo sujeto antropológico. Ha recibido diferentes tratamientos según el pensamiento de los distintos pensadores anteriores a Kant; entre otros, el dualismo cuerpo-alma (espiritualista en Platón y naturalista en Aristóteles), el yo pienso o sustancia pensante cartesiana, la identidad personal en Hume… En Kant podemos distinguir hasta tres conceptos complementarios o copertinentes del sujeto: psicológico, lógico y metafísico. 

El sujeto psicológico tiene un carácter puramente empírico interesó menos al filósofo de Königsberg. Kant afirmó que la filosofía crítica no se ocupa del sujeto psicológico, sino la antropología científica. Su objeto incluye los aspectos neurofisiológicos y psicológicos de la sensación (facultad de la sensibilidad en términos kantianos) o la formación de conceptos a partir de la experiencia (facultad del entendimiento). En general, la antropología científica trataría de los procesos o afecciones mentales y sus causas orgánicas. 

El sujeto lógico, es la unidad o soporte lógico de las condiciones trascendentales del conocimiento, es decir, de aquellas condiciones a priori (previas o que preceden a la experiencia) que pone el sujeto (espacio-tiempo, categorías, esquemas trascendentales y principios del entendimiento puro) y hacen posible el conocimiento de cualquier objeto. A este sujeto constituyente o soporte lógico de tales condiciones, Kant lo denomina "apercepción trascendental". La obra principal de Kant, Crítica de la razón pura, se ocupa de la exposición completa de las condiciones trascendentales o a priori del conocimiento. 

El sujeto metafísico, el alma, es el resultado de la síntesis absoluta (más allá de la cual no es pensable una síntesis posterior) que la razón hace de la totalidad de la experiencia interior. Se trata de una síntesis especulativa o trascendente ya que la síntesis trascendental más general o unitaria que es posible realizar de la experiencia interior en el tiempo y a la que podemos aplicar correctamente las categorías sería, por ejemplo, la memoria o la imaginación, pero no el alma. 

Sólo tenemos conocimiento empírico o directo del sujeto psicológico y sus afecciones, ya que los fenómenos mentales, es decir nuestras vivencias internas, se dan de forma inmediata en el tiempo de la conciencia. 

El sujeto trascendental no puede ser conocido empíricamente (no somos conscientes de su existencia) porque es anterior a la constitución misma de cualquier conocimiento, sea externo o interno. La existencia y organización trascendental del sujeto lógico se deduce de la actividad epistemológica de la razón humana y sus consecuencias científicas (por ejemplo, la física o las matemáticas). 

Por definición, tampoco podemos conocer empíricamente el sujeto metafísico, el alma, ya que se trata de un objeto especulativo o trascendente, más allá de la experiencia y de las condiciones trascendentales de cualquier conocimiento posible. Kant propone la existencia del alma como un postulado de la razón práctica. Un postulado es una proposición (“el alma existe”) no comprobable empíricamente (no es una ley física) ni demostrable formalmente (no es un teorema matemático), pero necesaria para que no se derrumbe el edificio entero de la moralidad. Para Kant (el Kant menos ilustrado) la inmortalidad del alma es la única garantía pensable del progreso indefinido de la virtud más allá de este mundo hasta alcanzar la perfección moral o el bien supremo; se trata, según el filósofo, de un ideal irrenunciable de la razón práctica.

miércoles, 24 de marzo de 2010

El daguerrotipo


Louis Jacques Mandé Daguerre, pintor y fotógrafo francés, fue el inventor del daguerrotipo. Trabajó como autor de decorados para el teatro y la ópera. En 1822, en colaboración con C. M. Bouton, desarrolló lo que se conoce por diorama, un decorado de varios planos recortados que produce un efecto de perspectiva en función de determinados juegos de luces. El invento tuvo un gran éxito entre el público de París que asistió atónito a un espectáculo que creaba la ilusión de estar en otro lugar mediante imágenes que se podían mover y combinar; el espectador tenía la impresión de encontrarse en medio de situaciones-límite, como una estampida de reses, una batalla en el frente o una tempestad en alta mar. Para que esto fuera creíble las pinturas del decorado debían ser muy realistas, por lo que a Daguerre le interesó la aplicación del principio de la cámara oscura al Diorama.
En 1829 colaboró con el físico francés Nicéphore Niépce; en 1827 crearon las primeras imágenes fotográficas. Al morir Niépce, Daguerre depuró el proceso en el que habían trabajado juntos y en 1837 descubrió el daguerrotipo; consistía en obtener una imagen a partir de una capa sensible de nitrato de plata que se extendía sobre una base caliente de sal común y vapor de mercurio. La innovación de Daguerre fue sumergir la plancha en una solución para que la imagen quedara fijada. Fue el primer procedimiento fotográfico de la historia.
El éxito fue tal que en París se hicieron medio millón de daguerrotipos en un año. Daguerre, ayudado por su cuñado, consiguió sacar al mercado la cámara llamada Daguerrotype, numerada y firmada por el autor.

Una breve selección de las legendarias protofotografías de Daguerre.




lunes, 22 de marzo de 2010

Wagner según Wagner


Vencido por el tedio del hueco entre dos clases, ojeaba el otro día en el departamento de filosofía un librito de 73 páginas, comprado hace tiempo para uso de los alumnos y bautizado con el escandaloso título de Nietzsche en 90 minutos. El autor, Paul Strathern, ha escrito una serie de monografías ligeras sobre los pensadores canónicos en las que se mezclan a partes iguales anécdotas biográficas y referencias filosóficas.
Confieso que lo abrí por ese afán de execrar que a veces nos domina, estúpido en sí mismo, mera degradación de la voluntad e hijo bastardo del tiempo perdido.
Pero, no… Pronto empezó a interesarme el estilo ágil, ameno, sarcástico del libro; su sentido del humor, su precisión en ciertos juicios, su desinterés por la sabiduría muerta, propia del profesional del aula o del viejo erudito. El invento funcionaba y no lo solté hasta terminarlo. Me dispuse a leer el siguiente, que tampoco me defraudó, Wittgenstein en 90 minutos. Ya voy por el sexto... Del primer libro, incluyo una malvada caracterización de Richard Wagner (y de Nietzsche) que, es preciso admitir, no tiene desperdicio.

En Basilea estaba Nietzsche a tan sólo sesenta kilómetros de Tribschen, donde Wagner había fijado su residencia con Cósima, la hija de Listz (todavía casada con un amigo común de Listz y Wagner, el director de orquesta von Bülow). Enseguida empezó Nietzsche a visitar todos los fines de semana la suntuosa villa de Wagner a orillas del lago Lucerna. La vida de Wagner era operística, y no sólo en términos musicales, emocionales o políticos; Tribschen era como una ópera interminable y no había la menor duda de a quien le tocaba el papel principal. Vestido al “estilo flamenco” (una mezcla del Holandés Errante y Rubens en ropa de fantasía), Wagner se paseaba entre paredes de "rosa Tiepolo" y querubines rococó, embutido en sus calzones de satén negro, boina escocesa y corbatas de seda de anchos nudos, declamando entre bustos de sí mismo, grandes óleos (del mismo tema) y copas de plata conmemorativas de las representaciones de sus óperas. Se respiraba incienso en el aire y, con él, sólo se oía la música del maestro. Entre tanto, Cósima colaboraba con el histrionismo de su amante y cuidaba de que nadie se marchara con los corderos perfumados, los perros “wolfhounds” con cintas o los pollos adornados, todos vagando por el jardín.
No es fácil entender que todo esto cautivara a Nietzsche. En realidad, es difícil entender que cautivara a nadie. Las extravagancias de Wagner le mantenían en continua situación de quiebra y tenía que recurrir a una serie de benefactores ricos, entre ellos el rey Ludwig de Baviera, que aportó grandes sumas de la hacienda pública.
Sólo la grandeza de la música de Wagner puede justificar su profunda capacidad de persuasión y el encanto fatal de su carácter. El inmaduro Nietzsche sucumbió pronto al hechizo romántico de esta embriagadora atmósfera, donde los motivos musicales de una fantasía inconsciente permeaban los salones barrocos de la villa.

martes, 16 de marzo de 2010

Fallingwater House


Pretendía presentar el vasto espacio del desierto a escala humana.
Nancy Holt

El denominado Land Art es una corriente artística surgida en Estados Unidos durante los años 60. Sus manifestaciones más recientes se extienden con pleno vigor hasta finales del siglo XX; por tanto, forma parte de la historia viva del arte contemporáneo.
El principal supuesto del Land Art es la búsqueda de un arte vinculado al entorno, un arte basado en las posibilidades que ofrece el medio natural para diseñar la obra. El paisaje, uno de los elementos esenciales de la literatura, la música, la pintura, la fotografía o el cine, adquiere en el Land Art una nueva y fecunda dimensión.
Las obras del Land Art se conciben exclusivamente para el emplazamiento en que se realizan. La creación conlleva la modificación temporal o permanente del entorno y su incorporación a la memoria colectiva del lugar. Esto significa, en primer lugar, la imposibilidad física o estética de trasladar el resultado final a un museo o sala debido a su monumentalidad y también a que no tendría ningún sentido su exposición en otro espacio escénico; en palabras del escultor Richard Serra, transportar la obra supone destruirla.
Implica también la imposibilidad de vender las obras, que dejan de ser mercancías para convertirse en curiosas inversiones, a veces cuantiosas y a fondo perdido, sin más finalidad que la puramente contemplativa.
Sin duda, los precursores de esta corriente fueron los lejanos artífices de las pinturas rupestres en el Paleolítico Superior, que aprovechaban admirablemente las cavidades, relieves y salientes de los abrigos rocosos para decorarlos mediante formas y volúmenes.
En otro momento nos ocuparemos de algunas de las más celebradas creaciones de esta corriente, entre otras: Wrapped coast (1969) de Christo y Jeanne-Claude, Cyrus field (1970) de Patricia Johanson, Hydra’s head (1974) de Nancy Holt o A line in the Himalayas de Richard Long (1975). Aquí nos vamos a centrar en el precedente más cercano de los principio estéticos del Land Art, la obra maestra del gran arquitecto norteamericano Frank Lloyd Wright (1876-1959) Fallingwater House (“La casa de la cascada”).
Diseñada entre 1934-1935 y construida durante 1936-1937 en Pennsylvania, Fallingwater House fue la casa de campo de Edgar Kaufmann, su esposa Liliane y su hijo Edgar, propietarios de un negocio urbanístico en Pittsburg. En la actualidad Fallingwater es un monumento nacional en Estados Unidos que pertenece al Western Pennsylvania Conservancy.
La famosa residencia, una vivienda unifamiliar, fue pensada de acuerdo con los principios de la denominada "Arquitectura Organica", fundados por Wright y sus seguidores; consisten esencialmente en la intención de integrar armónicamente en un resultado único o “supraarquitectónico” los elementos ambientales y los técnicos (planos, elevaciones, contrastes); los materiales originales y los constructivos (madera, ladrillo, rocas); los atributos reconocidos del entorno y la utilidad del edificio; el valor ecológico del paraje y el proceso de construcción; las posibilidades de la naturaleza y las necesidades del individuo…
Los Kaufmann, una vez planteado el proyecto, pensaron que Wright diseñaría una casa de campo con vistas a la caída de agua, pero el arquitecto tenía otros temas divergentes que finalmente fueron aceptados.


Debido a las características del terreno, Wright decidió anclar la estructura en una gran roca cercana a la cascada. La orientó hacia el sudeste y consiguió que la casa se asomara con elegancia, en un amplio voladizo, sobre el agua. La casa consta de tres plantas escalonadas en composición horizontal. En la inferior hay una gran sala de estar, la base de la chimenea, con una gran terraza de hormigón por encima de la cascada. En el piso superior hay una segunda terraza cuyo eje forma un ángulo recto con la inferior de la que sobresale. El eje vertical queda definido por la chimenea, de piedra rústica, que sobresale por encima de la cubierta.
La manifiesta mimetización entre los interiores de la casa y la dimensión espacial del medio rural se traduce en la utilización de grandes ventanales (principio de continuidad) y la eliminación de las separaciones entre habitaciones y terrazas, con lo que consigue luminosidad, trasparencia y una lograda sensación de amplitud (principio de homología). El edificio está basado además en otros dos conceptos de la arquitectura orgánica: la expansión centrífuga o crecimiento constructivo desde el interior hacia el exterior, como una prolongación arbórea de la materia, y la organización modular del conjunto, que permite teóricamente la modificación o ampliación de los elementos estructurales.


Muchas de las ideas estéticas de Frank Lloyd Wright son exactamente las mismas que las de los grandes “fabricantes” de Land Art. En primer lugar, la afirmación de que la tierra no está ahí sólo para contemplarla, conocerla científicamente o transformarla mediante la técnica, sino para investigar otras posibilidades más innovadoras e insólitas. En segundo lugar, que el terreno no es el continente o escenario externo de la obra, sino que es parte constituyente de la misma. En tercer lugar, que el artista se ocupa de las propiedades físicas o cualidades primarias de la materia: masa, densidad, volumen, pesos y fuerzas. Finalmente, en palabras de un reconocido artista del paisaje, Andy Goldsworthy, que la obra es el lugar mismo.

viernes, 12 de marzo de 2010

El viejo Madrid



Espléndido documento fotográfico del Madrid de fin de siglo.
Es aconsejable disfrutar de estas excepcionales imágenes, de una sorprendente calidad, con el ritual placentero que exigen las dulces horas de asueto de los viernes por la tarde; podemos aumentar nuestro disfrute comparándolas con las fotografías actuales de esos mismos lugares(fácilmente localizables en la red).
Por todos sus rincones se vislumbra el aura luminosa de ese Madrid entrañable, cosmopolita, generoso y tolerante (¡qué "valores tan valiosos"!) con los pueblos más variados y las más extrañas gentes.