lunes, 28 de enero de 2013
lunes, 21 de enero de 2013
El Palacio Real
Para Carmen y Emilio
Tuve la oportunidad de visitar el Palacio Real después de las fiestas navideñas. Un familiar que trabaja en Patrimonio Nacional nos consiguió entradas para uno de esos recorridos guiados más largos de lo normal. La vez anterior, después de sufrir una cola interminable, al fin entramos por una puerta y salimos por la otra… al cuarto de hora.
Tuve la oportunidad de visitar el Palacio Real después de las fiestas navideñas. Un familiar que trabaja en Patrimonio Nacional nos consiguió entradas para uno de esos recorridos guiados más largos de lo normal. La vez anterior, después de sufrir una cola interminable, al fin entramos por una puerta y salimos por la otra… al cuarto de hora.
Estas son algunas de mis impresiones
dispersas de la residencia oficial del rey; gruesas pinceladas, incluso
erróneas, que no pretenden en ningún caso sustituir al folleto para turistas
que se compra en la tienda.
Para empezar, nos encontramos con una
mañana espléndida, plena de sol invernal, de esa luz transparente y uniforme
que brilla en la piedra centenaria, de esos cielos altos y generosos que sólo pueden
contemplarse en Madrid. Nos acompañó una excelente guía, historiadora del arte,
enlace entre el palacio y el Museo del Prado, entendida y amena. Le pregunte un
par de cosas fuera del guión y sus repuestas fueron más que satisfactorias (las
tengo anotadas).
Desde el centro del Patio de Armas se
abarca con una mirada histórica el conjunto (el segundo más grande después de Versalles,
135.000 metros cuadrados y 3.418 habitaciones): el trazado, la fachada principal, la catedral
de la Almudena. Si nos imaginamos los jardines de Sabatini y del Moro, la Plaza de Oriente y el Teatro Real podemos
admitir que los palacios son una de las pocas ventajas del
absolutismo. Obviamente pateamos una parte mínima a pesar del enchufe. Los palacios eran ciudades autónomas. Hasta los obispos y banqueros iban
a servir al rey (como en la canción). Recuerdo la novela de Galdós La de Bringas, cuyos personajes son
funcionarios de Isabel II que viven en las plantas superiores.
No había que salir del palacio para conseguir amantes, la real diversión
(entre otras razones porque no había televisión ni internet). Eran célebres las
salidas de reyes y duquesas disfrazados de artesanos o sirvientas en busca
de carne joven. La vertiente populista de la nobleza siempre se ha revelado en
la cama. Una leyenda europea que se prolonga hasta nuestros días. Hacer el amor
y la guerra era compatible. El resultado, una prole de bastardos azulones que
poblaba los claustros. Mientras los nobles cazaban, compraban espejos y
porcelanas, la gente se moría de hambre. Pero no sigamos por este camino…
Es magnífica la doble escalera de
mármol de la entrada diseñada por Sabatini,
de escalones bajos para
que pudieran subir sin resollar los obesos cortesanos y embajadores gotosos.
Tienen menos interés los frescos de la bóveda del adulador Sachetti,
especialista en apoteosis de la monarquía, triunfos de la iglesia y gestas de
los tercios. Traspasamos la escalera flanqueada por los bustos de Felipe V, el primer rey borbón,
e Isabel de Farnesio, su segunda esposa.
Impresionante la bóveda del salón
del trono (que son dos para la reina y él). Nueva versión laudatoria de La
grandeza y el poder de la Monarquía Española en los frescos de Tiepolo, de
más altura que los de Sachetti. Actualmente los reyes de España reciben al cuerpo
diplomático (sea esto lo que sea) en
este espacio lleno de bordados y terciopelos, alfombras mullidas, relojes mágicos
y arañas de cristal. Nos explicó la guía que los tronos no se usan por razones
de protocolo constitucional (“los reyes se sentirían muy incómodos si tuvieran
que hacerlo”, apuntó.). Dicho sea de paso, yo no me creo la rumorología salaz ni las intoxicaciones sobre los turbios negocios
del rey. No soy monárquico (en realidad no soy nada) pero tales infundios
obedecen en mi opinión a una vieja campaña de la derecha franquista (o sea, la derecha) que nunca le
ha perdonado su talante parlamentario ni su papel de parachoques en el 23 F.
Deslumbrante el salón Gasparini, con
su decoración rococó a la chinoiserie,
realizada por Matías Gasparini (otro italiano en la Corte). La idea procede del
gusto orientalista tan de moda en el siglo XVIII como contrapeso al culto a la razón.
El techo y las paredes con relieves alusivos es un prodigio de imaginación pequinesa. El suelo
original es pasmoso, la lámpara un tesoro de cristal. Fue una pena no ver en
funcionamiento los autómatas del reloj de la chimenea vestidos con trajes de época. Nos contó la guía que se necesitan
varios especialistas para mantenerlo. Si se entera el gobierno, adiós
presupuesto. En este punto, por la palabra fluida de la experta, se fueron amontonando
a nuestro alrededor gente de toda suerte y condición; mejor para ellos, sólo
que no cabía un alfiler y copaban los mejores sitios. Protestas, petición de
credenciales y desbandada del pueblo llano. Muy propio de la sociedad estamental.
El gran salón de banquetes es el
resultado de la unión de tres estancias. Como cuando hacemos obras en nuestra
casa para añadir a la cocina el pasillo de la entrada (cuatro metros cuadrados)
y el retrete de servicio (otros cuatro). Al completo caben en la mesa engalanada
ciento cincuenta y tres comensales. Es espectacular. Para montarla, los
maestros de cámara (o como se llamen) tienen que subirse al tablero con
calcetines de seda y guantes de satén. Hay aparatos de geometría para cuadrar
los cubiertos, candelabros y centros de flores. Por cierto, las flores se
eligen de manera alusiva al país del homenaje. Cada servicio
de mesa incluye tres cuchillos, cuatro tenedores cinco cucharas y un montón de artefactos
de plata que no se sabe para qué sirven. No hablemos de la cristalería y las vajillas encargadas en exclusiva a las mejores fábricas del mundo. Tres matices para consolar a los que nunca han sido invitados al santo del rey: Primero, no se puede dar de comer bien a más de diez personas (piensen en las bodas excepto las gallegas). Segundo, con tanta finura es imposible divertirse; no puedes beber a gusto ni hablar a voces, llamar al de enfrente, quitarte la corbata, levantarte a charlar con las chicas o repetir el solomillo o la merluza (o ambos). Tercero: los brindis y discursos oficiales pueden ser
más largos (e indigestos) que la cena. Además, las relaciones sociales ya no
son lo que eran: con los reyes ilustrados circulaban de mano en mano epigramas picantes
y citas prohibidas. Ahora sólo se practica el tráfico de influencias.
No lo duden, nada hay como la casa
de uno. Imagínense cómo vivían los borbones hasta Alfonso XII,
el último en habitarlo; después, sólo Manuel
Azaña se atrevió durante un tiempo (¡por qué demonios lo haría!). No es posible dormir sin duendes en una cama con dosel y una habitación como una plaza de toros rodeada de retratos solemnes y armaduras de latón. Aun menos desayunar en una estancia helada con mesa de caoba y silla rimbombante; cuando te traían el café de las cocinas estaba tan frío como tus pies. No quiero entrar en asuntos del vestido y de la higiene. Según parece, si es que me enteré bien,
el rey debía vestirse delante de la corte como signo de no sé qué. Ropajes de
gala cada seis horas… Las duchas no existían y la costumbre era bañarse una
vez al mes. Todo lo arreglaban con afeites y pomadas, ungüentos y perfumes. Una
mezcla explosiva. Puede que la roña crónica tuviera alicientes bravíos pero no
los comparto (me acuerdo de un chiste atroz que tras dudar me guardo).
La colección de instrumentos de
cuerda es única: consta de cuatro violines, una viola y un violonchelo que Stradivarius
construyó para Felipe V, considerados una de las joyas del
Patrimonio Nacional. Son fantásticos. Los contemplas en las vitrinas y piden ser
tocados. Son seis de los más de mil
que creó el lutier de Cremona (se conservan seiscientos). La leyenda los envuelve.
Un milagro ajeno a la ciencia cuyas causas se ignoran. Recuerdo un espléndido
documental de la cadena de televisión Art.
Su sonido es único, como corroboran los más reputados solistas que sueñan con tenerlos
en sus manos. Entre varios instrumentos, los maestros identifican su voz al punto. La misma pieza interpretada por otros violines no suena igual. El
pasado abril se produjo un accidente impensable: durante una sesión de fotos se
rompió el mástil del violonchelo. Se eligió para enderezar el
entuerto al prestigioso lutier colombiano Carlos Arcieri. Por fortuna, el
mástil afectado no era parte original sino una sustitución
de 1857. Según afirma el restaurador, su reparación no ha supuesto ningún perjuicio al instrumento, al contrario: "ahora suena dos veces mejor". Le pregunté a la guía lo que es sabido: ¿Se dan conciertos con los stradivarius? "Efectivamente, sin no se tocan se marchitan". Se programa uno al mes al que asisten los más renombrados personajes de la banca y la cristiandad. También los temidos periodistas, representantes del cuarto poder, antes respetuosos con los otros tres y ahora capaces de reírse en las barbas de un
político o un juez aficionados a la caja B (también de tapar sus fechorías). Antaño, los salones de la nobleza se adornaban con la flor de artistas y escritores. Si eras poeta tenías que improvisar una ristra de tercetos. Si novelista, obligado a leer el tercer final de tu drama. Si pensador, a defender tus teorías sobre el alma. Todo se ha perdido con los derechos humanos. En breve sondearé a mi pariente sobre las fechas del concierto y si es posible me pondré mi mejor (y único) traje para escuchar los stradivarius.
Comimos de aliño en la cafetería. Después visitamos la farmacia, la armería y la exposición Goya y el infante Don Luis: el exilio y el reino (ya hablaremos). Los jardines para otra ocasión. Terminamos en la tienda como todo el mundo. A las cinco de la tarde salíamos del palacio rumbo al Café de Oriente para tomar chocolate con churros. Allí me dejé la jarrita que me habían regalado. Un honrado parroquiano la devolvió y ya la tengo en casa. Ahora me gusta más.
Comimos de aliño en la cafetería. Después visitamos la farmacia, la armería y la exposición Goya y el infante Don Luis: el exilio y el reino (ya hablaremos). Los jardines para otra ocasión. Terminamos en la tienda como todo el mundo. A las cinco de la tarde salíamos del palacio rumbo al Café de Oriente para tomar chocolate con churros. Allí me dejé la jarrita que me habían regalado. Un honrado parroquiano la devolvió y ya la tengo en casa. Ahora me gusta más.
viernes, 11 de enero de 2013
"Demoler a Heidegger"
Heidegger fue miembro del Partido nacionalsocialista alemán y manifestó su apoyo explícito al ideario del Tercer Reich durante la etapa inicial de su instauración. El discurso que pronunció en la toma de posesión del rectorado de la Universidad de Friburgo (cargo para el fue nombrado directamente por Hitler, no por el claustro) con el título "Autoafirmación de la Universidad alemana" (1933) es una muestra de su adhesión intelectual al fascismo. Su posterior renuncia al rectorado no impidió que al final de la Segunda Guerra Mundial, tras la ocupación de Alemania por los aliados, fuera destituido como profesor en Friburgo.
Walter Benjamin (filósofo y escritor judío como Adorno y miembros destacados de la Escuela de
Frankfurt) se suicidó en Port Bou en 1940 para evitar que las autoridades
franquistas lo entregaran a los nazis. Fue Benjamin quien escribió: ¡Hay que
demoler a Heidegger! Se
atribuye a Heidegger la frase de que la gran filosofía sólo puede ser pensada
en alemán. Los filósofos de la Escuela de Frankfurt consideraron a Ser y tiempo, su obra más
famosa, como la versión ideológica más refinada y hermética del
nacionalsocialismo.
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Theodor W. Adorno, La jerga de la autenticidad
En el Reich de
Hitler, Heidegger rechazó un llamamiento de Berlín, lo cual después de todo
resulta comprensible. Él lo justificó en un artículo titulado ¿Por
qué nos quedamos en la provincia? Con la estrategia del experto deshace la acusación de
provincianismo para convertirla en algo positivo. Suena así: Cuando
en la profunda noche de invierno se desencadena una fuerte cellisca que sacude
la cabaña, cubriendo y envolviéndolo todo, entonces acontece al alto instante
de la filosofía. Sus preguntas tienen que ser entonces sencillas y esenciales. Pero
si la pregunta es esencial sólo se puede decidir por la respuesta; no se puede
afirmar previamente y mucho menos con la escala de una sencillez que imita los
acontecimientos meteorológicos. Una sencillez que no dice nada sobre la verdad
o su contrario. Kant y Hegel fueron tan complicados o sencillos
como exigía el contenido objetivo de la reflexión. Heidegger, en
cambio, introduce una armonía preestablecida entre el contenido esencial y el
murmullo íntimo. De ahí que sus tonos de duende no expresen una amable ternura
sino que están encargados de ensordecer la sospecha de que la filosofía pudiera
ser pensamiento crítico: Y la actividad filosófica no transcurre
como la apartada ocupación de un tipo raro, sino que está en el centro del
trabajo de los campesinos. Uno quisiera al menos conocer la opinión de
estos. Heidegger no la necesita, pues toma asiento por la tarde, durante el
descanso, con los campesinos, ante la estufa… o a la mesa en el rincón; y
entonces, en general, no hablamos nada; fumamos en silencio nuestras pipas. (…) La
pertenencia última del propio trabajo a la Selva negra y a sus hombres provine
de un intransferible sentido autóctono suabo-alamano de siglos. Johann
Peter Hebel, oriundo de la misma comarca y a quien Heidegger quiso colgar en la
campana de la chimenea, jamás se remitió a este “autoctonismo del terruño”; en
lugar de eso envió saludos a los buhoneros Scheitele y Nausel en una de las más
bellas prosas en defensa de los judíos que se han escrito en alemán. El
autoctonismo mientras tanto se esponja: Hace poco recibí un segundo
llamamiento de la Universidad de Berlín. En tales ocasiones me escapo de la
ciudad y vuelvo a la cabaña. Escucho lo que dicen las montañas y los bosques y
las casas de labranza. Voy a ver a mi amigo, un campesino de 75 años. Él se
ha enterado por los periódicos del llamamiento de Berlín. ¿Qué dirá él? Dirige
lentamente la resuelta mirada de sus ojos claros a la mía,
mantiene la boca rígidamente cerrada, me pone sobre el hombro su fiel y
circunspecta mano y mueve la cabeza de un modo apenas perceptible. Esto quiere
decir: ¡inexorablemente ¡no! Mientras
Heidegger niega en otros el reclamo a favor “de la literatura de la sangre y la
tierra” (que podría menoscabar su particular monopolio), su reflexión degenera
en charlatanería que trata de congraciarse con un entorno campesino con el cual
quisiera estar en confiada intimidad. La descripción heideggeriana del viejo
labrador recuerda los clichés más gastados de las novelas del terruño de la
zona de Frenssen y asimismo un elogio de la taciturnidad que el filósofo
certifica no sólo para los campesinos sino también para sí mismo. En tal
descripción se ignora todo lo que ha aportado al conocimiento del mundo rural
una literatura valiosa, no ajustada a los enmohecidos instintos del kitsch alemán
pequeño-burgués, sobre todo la del realismo francés desde el Balzac tardío
hasta Maupassant…
martes, 8 de enero de 2013
Diccionario filosófico. Razón
El término “razón”, como alma, mente, intelecto, entendimiento, espíritu, conciencia, tienen un significado filosófico pero no científico. Son conceptos metafísicos sin ningún significado contrastado (como otros a los que he aludido en este blog).
El concepto de razón tiene diferentes definiciones según sea el autor, corriente o escuela. Para el pensamiento griego, desde Heráclito, el término usado para designar la razón era Lógos; sin embargo, debería traducirse más bien por palabra, habla o más genéricamente lenguaje; el equivalente latino es “Verbum”. Nada tienen que ver los conceptos de razón en el racionalismo continental del XVII (Spinoza), la Ilustración (Kant), el Romanticismo (Hegel) o el Positivismo contemporáneo (Popper). Obviamente no podemos ocuparnos del significado histórico del término.
Intentaremos analizar empíricamente el concepto de razón, emblema de la filosofía, desde tres puntos de vista complementarios: el razonamiento, la inteligencia y el lenguaje.
Se suele afirmar que el hombre es un animal racional porque es capaz de razonar, de producir razonamientos. El razonamiento es una forma de conocimiento inversa a la intuición: por la intuición obtenemos la solución de un problema de forma inmediata o “de golpe”, por el razonamiento de forma indirecta o mediata, es decir, mediante uno o más pasos. El famoso principio de Descartes Je pense, donc je suis consta de uno solo. El razonamiento es una de las funciones del pensamiento (otras son la formación de conceptos, la solución de problemas, la toma de decisiones, la creatividad, el pensamiento crítico y las estrategias metacognitivas) que se caracteriza porque se produce la transición de unos conocimientos previos que tomamos como punto de partida a la solución. Hay tres tipos básicos de razonamiento: inductivo (va de lo particular a lo general: las generalizaciones), deductivo (va de las premisas a la conclusión: las explicaciones), predictivo (va de las premisas a la anticipación de la experiencia: las predicciones).
Por tanto, podemos afirmar que el hombre es un “animal racional” porque tiene la capacidad de razonar, de construir razonamientos, pero no es correcto decir que lo es porque está dotado de razón. La razón no es ninguna facultad del conocimiento humano. La psicología actual no la incluye en su lenguaje teórico ni observacional. Los procesos cognitivos de que se ocupa son:
- Informativos: sensación, percepción y aprendizaje.
- Representativos: memoria.
- Intelectivos: pensamiento, inteligencia y lenguaje.
…………………………………………………………
La inteligencia es la capacidad individual para resolver de manera eficaz y fiable los problemas adaptativos que plantea el medio ambiente. Con frecuencia se vinculan los conceptos de razón (metafísico) e inteligencia (empírico) porque se considera que la racionalidad humana (otro término oscuro y confuso) es el resultado de la convergencia de los diferentes tipos de inteligencia evolutiva que aparecieron durante el proceso de hominización: instrumental, simbólica, lógica, emocional y social.
- Instrumental. Capacidad para la manipulación y fabricación de útiles y herramientas.
- Simbólica. Capacidad para comunicarse mediante signos lingüísticos.
- Lógica. Capacidad de utilizar el pensamiento abstracto y sus funciones.
- Emocional. Capacidad de interactuar con el mundo mediante habilidades como el autocontrol, la motivación, la empatía, la compasión, el interés o el altruismo.
- Social. Capacidad de interactuar en el marco de una cultura como centro del programa vital del hombre.
Pero no podemos identificar ni asimilar inteligencia y razón por tratarse de conceptos heterogéneos; tampoco explicar una por otra o viceversa. Si lo hiciéramos, la razón sería, dicho “en kantiano”, la síntesis final de los cuatro tipos de inteligencia evolutiva: una unidad absoluta que va más allá de la experiencia y una idea metafísica sin validez en el plano del conocimiento. A pesar de las limitaciones de la psicología como ciencia, no es lo mismo la inteligencia (un término definido, clasificado y medido) que la razón (un constructo especulativo).
Las investigaciones empíricas van precisamente en la dirección opuesta. No se busca la unificación de las grandes modalidades de la inteligencia en una síntesis final, sea esta la razón o un hipotético factor general G, sino su división en un conjunto de factores independientes susceptibles de ser evaluados mediante pruebas estándar. Así, la inteligencia simbólica constaría de aptitudes como la expresión, comprensión, precisión y fluidez verbal.
…………………………………………………………
Decía Wittgenstein, por último, que usar un término o expresión es formularlos en el entorno lingüístico que les corresponde, es decir, en el contexto donde adquieren su significado correcto. Lo que importa son las reglas válidas del uso. Los términos y expresiones del lenguaje están bien como están y no hay que tocarlos... aunque pueden ser malentendidos. En realidad, dice Wittgenstein, sin malentendidos no existirían problemas filosóficos. Si la comprensión de los usos del lenguaje fuera siempre impecable y nunca se incurriera en confusiones sobre las reglas gramaticales no habría preguntas metafísicas. Los enredos surgen cuando "el lenguaje se va de vacaciones".
Esto supone que debemos indagar en qué situaciones es posible usar correctamente el término “razón”: por ejemplo, tener o llevar razón, perder la razón, la razón o causa de algo, dar razones a favor o en contra, razonar un argumento… Y en qué situaciones no es válido hacerlo: por ejemplo, cuando forzamos y pasamos del uso coloquial al filosófico. El resultado no es plantear un problema profundo sino crear un embrollo donde no lo había (los embrollos del lenguaje no pueden ser resueltos sino disueltos).
sábado, 29 de diciembre de 2012
Figuras de cera
Iba la mañana de Nochebuena a la Biblioteca Nacional dispuesto a rematar uno de los mejores episodios galdosianos, El equipaje del rey José, cuando me topé con la enorme verja cerrada. No sabía qué hacer: volver a casa era rendirse, los museos de pintura cierran los lunes, el Ateneo las fiestas, todavía no entro a los bares solo. Enfrente de la Biblioteca está el Museo de Cera. Nunca había llevado a mis hijos...
La entrada
no es barata. La visita se divide en tres partes: un documental, el tren del
terror y la exposición de figuras. El documental es un recorrido en veinte
minutos por la historia de España desde el paleolítico a la democracia. La
presentación (lo mejor) corre a cargo de un Carlos V añejo y gesticulante. Como
me senté en la última fila no supe al final si era máquina o mimo. Dado que muchas
figuras del museo son prohombres hispanos y la mayor parte del público infantil
o juvenil, la proyección está justificada. Lo cual no impidió que más tarde una pareja de adolescentes pasaran a mi lado en la galería de españoles del siglo XIX-XX y al chico le saliera un natural: Me suenan muy pocos. Un ejemplo del borrado de cerebro metódico en los centros educativos.
Dicen los expertos que hay tres visiones de la historia: procesos (económicos, la providencia divina, las leyes de la historia), hechos (batallitas, fechas, descubrimientos) y personas (Napoleón, Stalin, Aznar). Esta última es la que obviamente persigue el documental. Tono patriótico, retórica exaltada, futuro prometedor (la gente se miraba alucinada). Por supuesto pasa de puntillas o evita cualquier alusión a temas molestos como la conquista genocida de las Américas, las hazañas de la Santa Inquisición, la guerra de la "independencia" a favor de las caenas o la memoria histórica del franquismo.
Dicen los expertos que hay tres visiones de la historia: procesos (económicos, la providencia divina, las leyes de la historia), hechos (batallitas, fechas, descubrimientos) y personas (Napoleón, Stalin, Aznar). Esta última es la que obviamente persigue el documental. Tono patriótico, retórica exaltada, futuro prometedor (la gente se miraba alucinada). Por supuesto pasa de puntillas o evita cualquier alusión a temas molestos como la conquista genocida de las Américas, las hazañas de la Santa Inquisición, la guerra de la "independencia" a favor de las caenas o la memoria histórica del franquismo.
Cuando se enciende la luz, el grupo obediente
se dirige al tren del terror. También hay una galería del crimen pero no me dio
tiempo a verla. El recorrido dura diez minutos. Me estremeció
el empleado que te conduce linterna en mano a los vagones: antes de embarcar un
malvado monje te macera el ánimo con discursos morbosos… ¡que el pobre guía se
traga en cada turno! Arranca el tren en la penumbra y te reciben un ruido infernal y las ratas. Después los monstruos del jurásico, frascos siniestros con engendros en formol, tiburón, los feos de la guerra de las galaxias, una emboscada del vietcong. Lo que da miedo es el tiempo que llevan los espectros polvorientos, gastados, raídos, el último escalón de las criaturas del submundo, vagando por el túnel.
Un museo de cera es una manifestación
laica de iconoclasia. Enlaza con las tradiciones mistagógicas del
embalsamiento egipcio y otras momias, el “cuerpo astral” en las tribus africanas, las cabezas reducidas de los jíbaros, la imaginería torturada de la Contrarreforma, la marmórea
estatua del noble o la máscara mortuoria del genio. La pregunta no es “cuándo" sino por qué se inventaron los museos de cera; la solución, que no encontrarás en
Wikipedia, apunta al arquetipo del doble como parte del inconsciente colectivo (Jung).
Ignoro la técnica escultórica de la cera. Según parece, cada figura puede ocupar hasta ochocientas horas. El cuerpo se fabrica de fibra de vidrio. Colocar el pelo dura semanas: los cabellos se insertan de uno en uno para conseguir un aspecto más real. Luego se añaden los dientes y los ojos de diversos materiales. En la exposición hay de todo. No todas las caras me parecieron logradas, muchas cuesta identificarlas. Recuerdo el museo de Madame Tussauds en Londres, más fiel con los personajes históricos y de actualidad (que en todas partes son los mismos). No estaba Jaime de Marichalar pero sí Iñaki Undargarín. Tampoco Zapatero, aunque hice el recorrido muy deprisa.
Hay galerías de personajes y
escenas según criterios temáticos o cronológicos. El segundo defecto es la ausencia de expresión en los rostros. Al contrario que en la buena escultura, carecen de vida interior. Uno espera que cada personaje muestre algo de
su imagen pública, como los ninots de las Fallas valencianas (la culminación
del kitsch colectivo), pero son fríos e impasibles. La belleza de las mujeres
es lo que más sufre.
Hay varios tipos de escenas: Naturalistas, la muerte de Manolete (en
mi opinión la más convincente,) con el diestro en la camilla y un facsímil del
parte médico donde se detallan las mortales heridas de las astas de Islero (también presente). Raciales, Felipe II y la corte, Pizarro
y los indios. Oníricas, un salón del
Oeste donde reina la quietud y el misterio. Anacrónicas,
escritores de las generaciones del 98, 27 y 14 en un totum revolutum. Peliculeras,
el señor de los anillos y otras series millonarias. Épicas,
el niño Torres, Gasol (es tremendo) o Rafa Nadal. El tercer defecto es la falta de interacción. Los actores son átomos cerúleos encerrados
en sí mismos. No hay códigos ni mensajes. Al revés, pensad en las Meninas o
en los personajes de Galdós, más ciertos que nosotros mismos. A la pregunta ¿qué
está pasando?, la respuesta es no lo sé
o, más exactamente, nada. No
representan la realidad sino el fantasma, uno de los temas favoritos de la teología
medieval. Todo semeja un gigantesco columbario.
Una de las
sorpresas más envolventes al cambiar de galería (y percibirla en su conjunto)
es la ilusión de un espacio poblado. Tienes la certeza de estar rodeado de gente por
todas partes. Cuando recobras el juicio y observas los detalles, el movimiento, te das cuenta de que en la sala sólo
hay un padre con su hijo, un jubilado y tú. También se sitúan figuras ante las
escenas como un visitante más. Si te quedas inmóvil no tardarán en tocarte para
ver si eres real. Me pasó con una niña de ocho años que al guiñarle el ojo disparó
su risa cristalina. O a la inversa: en una escena de las Indias vi de espaldas a
un señor con bata blanca, arrodillado, quieto; tras el mosqueo advertí
que era un técnico afanado en lustrar los zapatos de Cortés. Durante
toda la visita luchas con el deseo de tocarles las manos y la cara: es
curioso que a veces la textura resulte la sensación más intensa.
Pienso,
para finalizar, que un museo de cera sólo alcanza su verdadero sentido en una
noche de invierno oscura: cerrado, solitario, tenebroso. ¿Te quedarías dentro hasta
el amanecer por seis mil euros? Yo no, ni siquiera por tres mil con mi mejor
amigo. Para empezar me acordaría de la estupenda película Los crímenes del museo de cera en la que Jarrod (Vincente Price), el
artista asesino, sumerge en cera hirviente los cuerpos de las víctimas para moldear
sus figuras. No en vano la imaginación es la facultad más afilada del
conocimiento humano.
viernes, 21 de diciembre de 2012
Memorias del periodismo
Mi bisabuelo y abuelo fueron periodistas. Mi familia materna lo lleva en la sangre. Mi abuelo ejerció en Madrid y también en Buenos Aires. No he tenido grandes oportunidades en ese mundo aunque tampoco las he buscado. Mi relación con el periodismo se puede resumir en tres momentos.
El primero se remonta a mis años de adolescencia, cuando estudiaba cuarto y reválida en el Instituto Alfonso VIII de Cuenca. Anualmente se publicaba la revista del centro: Perfil. Al comienzo del tercer trimestre se entregaba a cada alumno un ejemplar. Tenía un excelente formato, su precio se incluía en la matrícula y se editaba en la mejor imprenta de la ciudad. Firmaban en sus páginas las fuerzas vivas, incluido el alcalde y el obispo, la “gente seria”, algunos profesores y poco más. La colaboración de los alumnos se limitaba al resumen de los campeonatos escolares (si todo iba bien) y algún que otro escrito sacado con pinzas.
En uno de sus frecuentes viajes a Cuenca le mostré a mi abuelo el último ejemplar de la revista y le dije que quería publicar. La ojeó brevemente y tras mirarme conmovido, me dijo: Escribe lo que te apetezca y luego me lo traes.
En tres tardes preparé una crónica inflamada sobre mi veraneo en un pueblo de la provincia donde mi familia paterna conservaba el caserón natal. Contaba cómo sobreviví durante meses en estado semisalvaje, los amigos que hice, el tirachinas en el bolsillo, los nidos de los árboles, la pesca de cangrejos a mano, los paseos en la trilla, los baños en bolas y la dulcinea que dejé (la única vez en mi vida que he tocado la felicidad perfecta)…
Lo leyó mi abuelo y me dijo escuetamente: Me gusta, pero no es lo mismo hablar que escribir; sólo pasa en la prensa deportiva; no creo que te lo publiquen. Cuando vio la desolación en mi rostro añadió: pero te voy a ayudar.
Y me escribió un relato breve que se titulaba Un golpe de mar. Trataba de un barco de pesca en Cantabria y sus marinos (como Sotileza), su salida al amanecer, la tempestad repentina, la angustia en tierra y la vuelta con un hombre menos. Todo muy conocido, con el estilo afectado y sensiblero de Gabriel y Galán. Me gustaba más mi historia, pero la suya estaba bien escrita y la mía no. Lo presenté con mi nombre y lo aceptaron porque sabían que era el de mi abuelo (en Cuenca se conoce todo el mundo). Cuando por fin nos entregaron Perfil tuve que soportar las burlas de mis colegas hasta que terminó el curso; en parte por mi culpa, porque me empeñé en convencer a los demás de mi autoría, hasta que finalmente y por etapas (“mi abuelo me sugirió, me aconsejó, me ayudó, me corrigió...”) estuve a punto de reconocer la evidencia. Para reconciliarme con el mundo y conmigo mismo escribí, esta vez de mi puño y letra, una larga epopeya de ambiente escolar en versos ripiosos, La Abanaida, que leía entre risotadas en los intermedios de las clases. Corrieron las copias y mi fama, lo que me valió el sobrenombre nimbado de El nieto de Firtilio.
Mi segunda experiencia con la prensa fue en la Universidad, justo al final de la dictadura. Ideas y progreso era una publicación clandestina que se distribuía en las catacumbas. No estaba claro si era un periódico, un semanario o una revista mensual porque veía la luz cuando tocaba. Era gratis aunque se admitían ayudas. La editaba una fantasmal “asociación libre de estudiantes”, en realidad un conglomerado de grupos marxistas que conspiraban en el bar. También estaba detrás el POE (Partido del Orgasmo Esmerado) que tuvo dos apariciones y nunca más se supo. Querían celebrar el acto fundacional en el aula magna de la facultad. Cuando pidieron permiso al decano se limitó a comentarles: pregunten al capitán de la policía armada; es quien dirige realmente la casa. Se pasó por alto la legalidad. La reunión se hizo en el aula de exámenes donde se leyó una manifiesto a favor de la liberación sexual “a fin de fijar las líneas concretas de actuación”. El problema fue que sólo acudieron un montón de tíos barbudos que se miraban mosqueados. La segunda, “la carroza de Afrodita”: un mozo bien dotado y una chica desnudos fueron paseados por los pasillos de Filosofía en una manta tirada por los fieles (se supo más tarde que la chica era una profesional). El espectáculo tuvo un seguimiento masivo (incluidas las tías) hasta que se presentaron los grises.
La línea editorial de Ideas y progreso consistía en competir por quién era más radical en todo según reza el título de Lenin El izquierdismo enfermedad infantil del comunismo. De dónde salía el dinero para aquel dislate era el único asunto relevante. Durante el curso había exagerado mis dotes literarias ante ciertos colegas que finalmente me arreglaron una cita; quedamos un domingo en las gradas del campo de rugby de la universidad. Tras superar un interrogatorio inquisitorial se avinieron a “aceptar a prueba” uno de mis escritos. Cuando recuerdo mis devaneos con la "asociación" no entiendo cómo pudo interesarme algo tan vulgar. Mi artículo era un compendio de memeces: si el hombre es sujeto activo o pasivo de la historia; si la clase social determina la conciencia (en nuestro caso, la conciencia pequeño-burguesa, sí); si la revolución proletaria se producirá necesariamente por las leyes de la historia o habrá que darle un empujón (ahí estábamos nosotros sacando pecho y trasero). El libelo concluía con la siguiente afirmación (la única salvable): lo malo de la revolución comunista es que empiezas fusilando a los banqueros y acabas fusilando a tu padre. El artículo fue publicado una vez amputada la parte final sin consultarme. Nunca más me llamaron ni quisieron saber nada de mí. El texto se publicó con el pseudónimo de El almohade (después de todo apretaba el miedo).
Mi tercer contacto con el periodismo fue durante unas memorables jornadas filosóficas en Cuenca organizadas por el director del ICE de la Universidad Autónoma de Madrid Q.R. Había fondos frescos y buena disposición. Los mejores estaban allí: Julián Marías, José Luis Abellán, Gustavo Bueno, Fernando Savater, Carlos París, Javier Sádaba y tantos otros… Yo daba clases en el IES Alfonso VIII en sustitución precisamente del director del curso, catedrático de Filosofía en comisión de servicios. Algunas gestiones hicimos juntos. Las ponencias se celebraban en La Casa de la Cultura, dirigida por Don Fidel Cardete. El evento era de alcance en una ciudad de provincias dónde nunca pasa nada; la contribución generosa de la prensa local resultaba imprescindible.
La conferencia de apertura corría a cargo de un peso pesado: Gustavo Bueno el Oscuro, que acaba de inventarse en su último libro tres nuevas ciencias de cuyos nombres no puedo acordarme. Un chorro inextricable de voz brotaba de su razón pura. Me senté en la última fila del salón de actos con la sabia intención de salir pitando al tercer bostezo (una concesión al jefe, normalmente me voy al primero). No llevaba Don Gustavo perorando ni cinco minutos cuando el mismísimo director del curso se acercó muy agitado y me dijo: ¿Puedes salir un momento, es importante? Sus deseos eran órdenes para mí.
- Los del Diario de Cuenca (antes Ofensiva) –esos dos que nos miran- están que se suben por las paredes. No se enteran de nada (yo tampoco, susurré). Si pones un poco de atención estoy seguro de que puedes preparar un buen artículo y llevarlo al diario antes de las tres de la madrugada. Se lo entregas en mano al director y te vas a dormir; ya está todo hablado.
Corrí presto a la fila con las orejas abiertas y me puse a escribir sobre las doce. Con diez minutos de retraso me presenté en el periódico y pregunté por el director. Me recibió con una bronca:
- Es muy tarde, no sé si podremos meterlo en prensa, se lo dije, hay que ser más serio y tal y cual…
Obviamente me tocó las narices.
- Son las tres y diez - le contesté secamente-. Si no le interesa me lo llevo y no se hable más. Mañana se entiende con mi jefe.
- ¡No, no te enfades!, –cambió de forma y fondo-. Es que esta noche estoy desbordado (me partí de risa por dentro). Dámelo que se lo pase al redactor jefe. Está abajo con los demás. Ven y te los presento. (Los currantes de a pié nos miraron con humor insondable).
"Los demás" estaban en el bar del periódico tomándose unas copas. Se autoabastecían de licores y avisillos. El bar era suyo. Entraban y salían de la barra para servirse con prisa pero sin pausa. Tenían el subidón pero guardaban los modales. Aquello era algo más que una fiesta puntual.
- ¡No sé si esto me mata o me da la vida!, cantaba en tono zarzuelero el editor.
El corrector de estilo dio un traspié y casi me tira la copa encima. Me tomé dos cubatas y con diversas excusas, inverosímiles a esas horas, pude escapar de sus garras.
Al día siguiente salió el artículo. Al jefe le pareció bien y repetí la semana entera. Efectivamente, se aparejaban festejos a diario. Mi premio fue conocer de primera mano a los maestros pensadores.
sábado, 15 de diciembre de 2012
El gran Meaulnes. Apunte
Pero hoy que todo ha terminado, ahora que no
queda más que el polvo de tanto mal, de
tanto bien, ahora puedo contar su extraña aventura.
El gran Meaulnes
La culminación en Francia de lo que
denominé en la anterior entrada “estética de la escasez” es Le grand Meaulnes, única obra del escritor Alain Fournier. Fue
precisamente su escasez lo que me impulsó a leerla. Cito un fragmento
de la introducción de José María Valverde:
En
efecto, había encontrado fugazmente a una bella muchacha con la que tuvo una
breve conversación a orillas del Sena. La muchacha desapareció, y Alain
Fournier se puso a buscarla ansiosamente a través de los años, mientras
incorporaba su imagen a las páginas de su relato como la señorita Yvonne de
Galais. Ocho años después, por fin encontró a la que sólo podía llamar para sí
“la Belle Jeune Fille”: estaba casada y tenía hijos. Pocos meses más tarde se
publicaba El grand Meaulnes:
podríamos suponer, conociendo estos datos, que, transformada la emoción en
literatura, Alain Fournier proseguiría luego su carrera literaria hasta
redondear su obra. Pero no iba a ser así: unos meses después, estalla la que entonces
se llamó “drôle de guerre”, y luego “Gran guerra”, y hoy, fríamente “Primera
Guerra Mundial”, y Alain Fournier fue uno de los primeros movilizados que
cayeron (en Septiembre de 1914: en vísperas de cumplir veintiocho años).
El
gran Meaulnes
contiene abundantes rasgos de una opera
prima; el más evidente es la proximidad entre elementos biográficos y narrativos: la niñez, la escuela, los amigos, la tierra natal, el primer amor, el viaje... La estructura de la novela es lineal, espontánea, sin trucos; el lenguaje es sencillo (el texto se utiliza con frecuencia en la enseñanza secundaria francesa) y carente de un estilo buscado. Todo parece anunciar lo trivial,
pero lo que surge del crisol es una obra maestra, esa extraña maravilla de la que habla Valverde.
La clave estriba en la
mutación de unos materiales fáciles, sin futuro aparente, en un relato único dónde
lo cercano se torna imprevisible. Uno de los mayores logros de la novela es la
deriva de lo cotidiano hacia lo insólito. Pero la transición no se produce de pronto, desde la primera línea; no se trata de un cuento fantástico o de terror donde resulta lo anormal desde el principio. Al contrario, los cambios son
lentos, graduales, imperceptibles; según pasan los capítulos vamos advirtiendo con sorpresa (con esa
duración que propone el buen gerundio) que las cosas no son lo que
parecen. Lo que se anuncia como un relato de costumbres termina en un cuento de caballeros y princesas.
Uno de los aspectos más
valiosos de El gran Meaulnes es el
crecimiento de la obra. Hasta tal punto que a veces tenemos la impresión de que Fournier no tiene una idea clara del capítulo siguiente.
Augustin Meaulnes, un joven recién
llegado, será la fuerza que quiebre la medida de las normas de Sainte-Agathe, una
aldea rural del sur de Francia. La novela tiene un narrador objetivo, François,
el amigo inseparable de Meaulnes, su alter
ego, pero todo está transfigurado por la acción del personaje. Sus virtudes prosperan en terreno favorable.
El dueño de la escuela, el señor Seurel, padre del narrador, no es el tipo de
maestro autoritario, sino alguien que comprende la edad de sus alumnos, que es capaz
de ponerse en su lugar y sentir con sus cabezas. Seurel se atiene al único
principio que debe dirigir la educación primaria: la curiosidad. Su esposa
Millie es la madre abnegada y silenciosa que todos comparten. Allí Meaulnes se encuentra
en su elemento. La clase no aparece como un grupo de adolescentes aterrorizados por un saber que es brutalidad. Tampoco se martirizan con mezquinas crueldades; sus peleas se asemejan a lides medievales (juegan a desmontar al rival en parejas a caballo). Las cosas suceden en el patio, en el pueblo, en
los alrededores, mientras que la clase es un un ámbito para conversar y hacer
planes. Los enemigos, como Jasmin Delouche o los cómicos del carro, son el contrapunto de la grandeza de Meaulnes, al que abiertamente admiran y, en el fondo, quieren.
El círculo de siete leguas que abarca los pueblos donde acontece la historia, La Motte, Vierzon, Vieux-Nançay,
Les Landes, se transforma en un vasto lugar de proporciones mágicas. Dejan de ser parajes para convertirse en territorio de leyenda. Las aventuras de Meaulnes
son viajes iniciáticos. Su primera salida le lleva hasta un dominio misterioso donde se celebra una
boda. Una fiesta que se rige por reglas especiales: son los niños, por ejemplo,
los que ese día imponen sus deseos. El paseo en barco por el río comarcal
parece una peregrinación a Citerea. El caserón rural, medio abandonado, se
trasmuta en castillo, las habitaciones en estancias, los objetos en epifanías
de un cuento de hadas.
La extraña fiesta a la que Meaulnes se invita disfrazado de un joven de otros tiempos marcará el
resto del relato: una boda que se frustra en el último momento, un banquete nupcial
que se prolonga hasta la noche aunque la novia ha desaparecido y el novio enloquece
en otra parte, unos comensales turbadores que se niegan a considerar el drama: No había ni un solo convidado con el que
Meaulnes se sintiera en confianza y a gusto... Un final de partida abrumador. Pero en este marco melancólico se produce el encuentro de
Meaulnes con su princesa soñada, Yvonne de Galais, la hermana de Frantz, el
novio abandonado que más adelante tendrá un papel misterioso y crucial.
Pero
cuando al fin Meaulnes se atrevió a pedirle permiso para volver algún día a ese
hermoso lugar…
-
Le esperaré, dijo ella sencillamente.
La historia del viaje de Meaulnes desde Sainte Agathe hasta Les Landes es la pérdida del presente como sentido y referencia (igual que la educación sentimental de Fournier). Por fin vuelve a la aldea y recuerda
y actúa, pero el sendero que lleva al viejo caserón se oculta para siempre en
las brumas heladas del invierno y con ellas desaparece la imagen dorada de
Yvonne; será incapaz de encontrarlo y sólo un azar afortunado (y trágico) lo mostrará de nuevo y volverá a unirlos, esta vez en fugaz matrimonio.
Pero no voy a desvelar el desenlace de una historia difícil de imaginar;
tendría que hablar de pecado y redención, de miseria moral y voluntad de poder,
de dolor y muerte… Sólo puedo decirles que la trama permanece fiel al amor cortés y a los pactos de sangre. Lo que
perderá finalmente al gran Meaulnes será, en una misma causa, la culpabilidad morbosa
por otra mujer y la involuntaria deslealtad hacia el amigo, algo sólo reparable
mediante el tercero de los cinco tipos de verdad: el sacrificio esencial del
héroe.
Alain Fournier, El gran Meaulnes. Prólogo de José María Valverde; traducción de
Pilar Gefaell. DE BOLSILLO clásica, Barcelona, 2012.
Alain Fournier, Le grand Meaulnes. Présentation par Tiphaine Samoyault, Interview
de Pierre Michon. Flammarion, Paris, 2009
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