miércoles, 22 de enero de 2014

Poetizar


La poesía no es una conjunción de palabras, ni una intuición fallida, ni una sucesión banal de sonidos, ni el metal bruñido que reluce, ni el redoble sin tino de un tambor.


Tres inicios, una traducción y una glosa del auténtico poetizar.


El texto de una caligrafía japonesa que adorna la entrada de la casa.
Contemplo a la luz de la luna la danza silenciosa de la nieve en la cumbre del Monte Fuji. Abajo, nacen las primeras flores del ciruelo como un homenaje temprano a la primavera.


El comienzo del poema Chronique de Saint-John Perse.
Grand âge, nous voici. Fraîcheur du soir sur les hauteurs, souffle du large sur tous les seuils, et nos fronts mis à nu pour de plus vastes cirques…
Un soir de rouge et longue fièvre où s’abaissent les lances, nous avons vu le ciel en Ouest plus rouge et rose, du rose d’insectes des marais salants : soir de grand erg, et très grand orbe, où les premières élisions du jour nous furent telles que défaillances du langage.

La espléndida versión castellana de Lysandro Z. de Galtier
Alta edad, henos aquí. Frescor de la noche sobre las cumbres, soplo de alta mar sobre todos los umbrales, y nuestras frentes desnudas para más altos circos.
Una noche de roja y larga fiebre, en la que se inclinan las lanzas, hemos visto el cielo del Oeste más rojo y rosado, del rosado de los insectos del saladar: noche de gran erg y de muy grande orbe, en las que las primeras elisiones del día fueron para nosotros como desfallecimientos del lenguaje.
Los primeros versos de Le cimetière marin de Paul Valery.
Ce toit tranquille, où marchent des colombes,
Entre les pins palpite, entre les tombes;
Midi le juste y compose de feux
La mer, la mer, toujours recommencée
O récompense après une pensée
Qu'un long regard sur le calme des dieux!


Un solitario cementerio encima del mar donde nada perturba el paso de las horas. Grupos de palomas bajan de lo alto y se posan en el suelo de caliza y se deslizan entre en las tumbas y levantan el vuelo hasta los pinos que hay detrás del camposanto. Cuando el sol está en lo más alto, cuando todavía no existen sombras, brilla por todas partes la luz cegadora de la playa. La mirada se vuelve entonces hacia la línea blanda de la arena en la que mueren las olas después de un largo viaje, como las vidas. Y el poeta torna su mirada hacia sí mismo, hacia dentro, donde es capaz de fijar la belleza del instante, amarla y seguir en paz su camino.    

miércoles, 15 de enero de 2014

La intrahistoria


Decía Ortega, copiando a Dilthey, que el hombre está situado inevitablemente en un rincón de la historia. La vida del día a día se da impregnada del arduo tejido del tiempo. Somos herederos, sabedores o ignorantes, de las circunstancias que gravitan sobre los pensamientos y las acciones. La razón vital es siempre razón histórica.

Hay muchas maneras de comprender la historia: la providencialista que la concibe como el plan diseñado por una voluntad omnipotente, la positivista como una formidable sucesión de hechos aislados, la personalista como el resultado de las decisiones de los grandes personajes, la economicista como la consecuencia inevitable de los modos de producción…

Siempre he estado en contra la historia, como anuncia el título de un libro de Cioran. De niño, en el colegio, era incapaz de volver al pasado por más de un año. En el instituto, me aburrían mortalmente las dinastías de los Austrias y los Borbones a los que siempre confundía. En la universidad, unos días antes del examen me aprendía de memoria la historia universal con la ayuda de pastillas.

Recuerdo las interminables discusiones en la facultad de filosofía sobre si la historia era o no una ciencia. Por supuesto que no. De entrada, selecciona los hechos relevantes según criterios ideológicos, igual que las memorias de un político. Además, trata de acontecimientos únicos e irrepetibles, como la prensa, no de leyes generales. Por último, no explica mediante causas objetivas e hipótesis comprobables, sino que interpreta, imagina, especula. Las distintas escuelas históricas son la noche donde todos los gatos son pardos.

A mí la única historia que me interesa es la intrahistoria. He aprendido la de Europa en Las memorias de ultratumba de Chateaubriand, la de España en Las memorias de un hombre de acción de Baroja y, sobre todo, en Los episodios nacionales del más grande escritor español después de Cervantes: Don Benito Pérez Galdós.

Me gusta la intrahistoria porque sobre un decorado conocido desfilan los personajes históricos mezclados con los ficticios. ¿Puede haber una versión mejor de la libertad? El resultado es un género literario fascinante. En algunos casos el propio autor se introduce en la trama y seduce a la camarera de la reina, como ocurre en los sueños.

Además,  la historia es, en última instancia, una causa perdida, incluso la de las generaciones sucesivas. En otro lugar aludía a la imposibilidad de recuperar el significado exacto (o siquiera aproximado) de los acontecimientos de la historia y ponía ejemplos de esta aporía del sentido:
“¿Se puede recuperar lo que pensaba y sentía el hoplita ateniense cuando en la batalla de Maratón avanzaba hacia el enemigo persa con el escudo dispuesto y la lanza extendida?
¿Podemos reconstruir la fe del monje benedictino del siglo VI que vivía en el Monasterio de Montecassino cuando acudía a maitines al alba o labraba la tierra en el huerto otoñal?
¿Qué significaban para nuestras bisabuelas las hornacinas en la pared del pasillo, la rejería y los tiestos en los balcones, los fogones de carbón de la cocina, los colchones de lana o los orinales de loza debajo del lecho?
¿Qué pasa por la cabeza de los alumnos cuando consideran que lo normal es aprobar sin condiciones, hablar sin disimulo cuando el profesor expone o recibir una ruidosa llamada de teléfono en medio de la clase?


Puesto que cualquier sentido de la historia es dudoso, lo mejor es elegir una visión imaginaria, novelesca, directamente relacionada con la ópera, el cine y la leyenda. Decía Sartre que la literatura es la única forma válida de captar la vida en su infinita riqueza  de matices, algo inalcanzable para la filosofía cuyos recursos son los conceptos o para la historia que se sirve de personajes invisibles para convertir el pasado en un inmenso columbario.   

martes, 7 de enero de 2014

Psicofonías


Son pocas las experiencias divertidas que he compartido con mis alumnos. En general, nos hemos aburrido mutuamente dentro y fuera de la clase. Una de las razones es que he mantenido con ellos una distancia social que crecía con los años puesto que yo era cada vez más viejo y ellos siempre los mismos.

Hay seis tipos de relación del alumno con su profesor.
La utilitaria: el alumno sólo quiere aprobar aunque tenga que aprenderse de memoria la guía telefónica.  
La interesada: el alumno pretende aprovecharse del profesor para estudiar menos y mejorar la nota.
La curiosa: ¡Ese tío de qué va! Se pregunta el alumno y da vueltas a tu alrededor como una mosca zumbona.
La devota (la que más odio): algunos alumnos ven en el profesor, que consiente la farsa, el faro que ilumina sus tiernas mentes.
La erótica (en sus diversas modalidades): arriesgada para ambas partes, la más deseable y allá cada cual con sus gustos.
La polémica: el alumno ve en el profesor la figura temida del padre o de la sociedad represiva y le declara la guerra. Hace tiempo que el profesor lleva las de perder.

Yo viví con un grupo de alumnos del COU de letras, hace unos cuantos años en el IES Alfonso VIII, una relación paranormal. Eran cuatro chicos y habían preparado el terreno. Primero en el aula.
- ¿Cree usted en los fenómenos sobrenaturales? (estaba explicando la inmortalidad del alma en Platón).
- Bueno, les dije, bastante tengo con entender los naturales. ¿Y vosotros?
- Claro, tenemos pruebas.
- No estoy seguro de creer en ese tipo de pruebas, cerré por el momento el diálogo socrático.

Al día siguiente me abordaron al salir del instituto.
- ¿Profesor, sería capaz de quedarse una noche en el cementerio por dinero?
- ¿De cuánto hablamos? les dije, y les invité a tomar unas cañas en el bar del Hotel Torremangana.

Les confesé que me daban un miedo atroz las criaturas nocturnas pero adoraba los cuentos de terror y por eso les daba carrete. Añadí que no creía en los seres del más allá aunque sí en el miedo escénico y que por ningún precio dormiría encima de una tumba, ni siquiera la siesta.
- ¿Por qué? Me preguntaron tras la tercera ronda con los ojos como platos.   

Es algo que me ocurre, respondí con la lengua floja, desde que pasé a vuestra edad una noche de Walpurgis en el caserón de mis abuelos en el pueblo. Una tarde acompañé a la hermana mayor de mi padre a recoger unos papeles en el Ayuntamiento. No los tenían y además nos informaron mal del autobús, lo perdimos y tuvimos que quedarnos a dormir. La casa tiene dos plantas. Mi tía dormía en una habitación del piso superior a cien millas de la mía, separada por un pasillo helador y una escalera medieval. Ni siquiera se oían sus ronquidos balsámicos. En cambio se escuchaban por todas partes crujidos y crepitaciones salidos de la madera centenaria de las vigas, puertas y consolas. Además, el espejo de un armario reflejaba los fantasmas que pasaban por la plaza a la luz de las persianas mal cerradas. Sentía presencias. No me atrevía a coger el orinal debajo de la cama. Solo con al alba de rosáceos dedos puede conciliar un sueño ligero rodeado de íncubos salidos de un cuadro de Füsly. Una auténtica psicofonía que no se me olvidará mientras me acuerde (como dijo el señor obispo del día de mi confirmación).
- ¡Una psicofonía como las nuestras, gritaron a coro!

Su historia.  
Los padres de uno de ellos habían salido de viaje y los demás se habían metido en la casa. Hacía tiempo que lo tenían previsto. El plan consistía en saltar la tapia del cementerio, no lejos de la ciudad, dejar una grabadora funcionando al lado de un panteón con morbo y después volverse a Cuenca. Tras tres o cuatro horas, lo que duraban las pilas, volverían a recoger los resultados.
- ¿Y bien? dije alarmado.
- Si quiere oírla…

Al día siguiente fuimos al Departamento de Música del Instituto, que me dejaron tras contar al director una milonga didáctica. Conecté la grabadora al equipo de alta fidelidad, cerré las cortinas para crear ambiente y apretamos el botón.
Efectivamente, tras una larga introducción a la nada se oía un ruido de fondo estremecedor, acaso demasiado convincente. Era similar al traqueteo monótono de las máquinas de un barco oído desde un camarote lejano. Al cabo de un cuarto de hora cesaba, más adelante volvía empezar hasta que finalmente se apagaba como el suave final de una orquesta.
- ¿Vale y qué? les dije, para no entrar en más disquisiciones.

A la semana siguiente me los encontré en Plaza Mayor. Aunque vivía en casa de mis padres en la parte baja de Cuenca, tenía alquilado un piso en la parte antigua con otros dos amigos de Madrid que venían los fines de semana. Me permitía una cierta autonomía de soltero. Estaban al tanto y me lo pidieron. Lo que tenían entre manos, por más que lo adornaron con sornas y eufemismos, era montar una sesión de espiritismo con varias chicas de la clase a las que habían comido el coco, sazonada con porros y cubatas, sustos y carreras, prendas y escondite en las habitaciones a oscuras. Al final, nos quedábamos la güija y yo solos. Me negué en redondo pero no me puse serio. Me jugaba las habichuelas. Lo comprendieron. En la Cuenca de entonces, aunque no había autos de fe, rondaban otras formas sociales y legales de inquisición. Además, lo que pretendían no era algo sobrenatural sino todo lo contrario.

Al finalizar el curso, los sonidos del más allá no les habían librado de una mano de suspensos. Ninguno pudo presentarse a la selectividad.
- ¿Cómo van esas psicofonías, les pregunté?
- Ese tema, dijeron, nos ha dejado de interesar por el momento. Además de estudiar las asignaturas suspensas, preparamos para el mes de julio una excursión con tiendas de campaña a la Serranía de Cuenca.
- ¿Con las compañeras de clase, pregunté?

- Claro, profesor, ¿quiere venirse? El buen tiempo aleja los fantasmas.

martes, 24 de diciembre de 2013

El cocido de La Bola


Lo único que suaviza la existencia del género humano son los grandes logros, algunos de mi tierra, como el cocido madrileño. A mí, como a tantos otros, me pierden los platos de cuchara y moje. No entiendo especialmente de gastronomía ni de vinos, odio la cocina química, de investigación, de platos enormes y micro emplastos y lo que me gusta lo tengo claro.

Hay, por supuesto, en España recetas míticas: el cocido maragato, el montañés, el de Lalín, la olla podrida, la escudella i carn d'olla o el puchero andaluz, pero el rey de reyes, no lo duden, es el cocido madrileño. Un cocido, como todo buen invento, es un sistema en el que todo se sostiene mutuamente para obtener su concepto: la sustancia. Nada sobra y nada falta, como en las partituras del gran Mozart: garbanzos, fideos, sal, repollo, zanahorias, patatas, morcillo, morcilla, gallina, huesos de caña, chorizo, punta de jamón, tocino ibérico, sin olvidarnos de los rellenos de pan esponjosos (un toque imprescindible). Muchos son los rincones de la Villa y Corte, pero el que yo elegiría es La Bola, en pleno Madrid de los Austrias. Hay que reservar con tiempo, que no sea el fin de semana por las apreturas, por ejemplo el jueves. Estarán un poco justos en la mesa pero en buena compañía. Una complicidad de iniciados sobrevuela la estancia. Dispone de una carta variada, aunque cuando voy ya sé lo que quiero. Me han hablado muy bien del jamón, los callos y el cordero, pero también me han contado maravillas de los amaneceres y no puedo opinar.

El hambre se masca en el ambiente. Nada que ver con esos restaurantes de empresa plastificados (desde la decoración hasta la forma de pagar) que no son ni buenos ni malos ni nada, donde puedes pedir cualquier cosa, desde sushi hasta gazpacho pastor, con la seguridad de que puedes hablar de negocios y olvidarte del yantar. El servicio es amable, eficaz, ni estirado ni agobiante, con esa motivación añadida de ver a los clientes orondos y satisfechos. El vino de la casa es suficiente, garantizado por años de selección natural. El secreto de su arte es la cocción del manjar en pucheros de barro individuales sobre carbón de encina, sin trampa ni cartón. La piedra filosofal que buscaron los alquimistas del Renacimiento no fue la transmutación del plomo en oro sino la fórmula del cocido, al fin descubierta por un inspirado marmitón de la calle Mayor. Tiene más historia el plato madrileño que el Palacio Real.  

Un aroma denso anuncia lo que nos traen en palmitas. La sopa, el primer vuelco, servida en plato hondo con los fideos justos para que no tengamos que buscarlos ni sean ellos los que se sorban el caldo. Hay que prepararse para una degustación lenta, pues todo está pensado para que las viandas no se enfríen. Las tres primeras cucharadas no son de este mundo. Se puede repetir la suerte. Hay quienes prefieren echar los garbanzos en la sopa. Yo prefiero mojar barquitos de pan migoso. Los garbanzos, tiernos, grandes, cremosos, el segundo vuelco, merecen un tratamiento aparte. Reciben sabiamente la compañía, más bien el homenaje, de las verduras y patatas. Acompañados de un toque sutil de aceite de oliva virgen (olvídense de la sal) dan lo mejor de sí mismos.

En este punto del festín, ante nuestras exclamaciones de veneración y júbilo, las señoras celosas habrán puesto el grito en el cielo diciendo que su cocido nada tiene que envidiar al que se zampan. Pero no hagáis caso. No entréis en polémicas. Decid que es verdad y comeréis tranquilamente. En caso contrario, además de iniciar otro episodio de la guerra de los sexos, perderéis un tiempo precioso en explicar la tesis medieval de los grados de perfección… que ellas rebatirán enfadadas. Es más, creo que cuando nos solazamos con un plato de la enjundia y fundamento del cocido de La Bola, las palabras sobran, lo cual significa que no debemos distraer los sentidos con charlas anodinas sobre política, fútbol, modas o recetas.  

Pero el cocido obviamente no se acaba con la sopa, garbanzos y verduras. Ahora viene la carne y la chacina, el tercer vuelco. Serviros las partes que más os plazcan, midiendo y templando, con la idea puesta en la armonía de los elementos materiales. El modo más socorrido es el picadillo, cuyo principal inconveniente es la cantidad homogénea de la mezcla. Al revés, la gracia está en que los diversos bocados no fatiguen por repetición sino que muestren al paladar la escala de sabores que contienen.

Saciados al fin tras dos horas largas de trajinar el sustento, podemos pedir el postre. Yo prefiero plantarme y conservar el regusto de los vuelcos. Pero si no es el caso, me consta que las señoras eligen los buñuelos de manzana con helado o la crema de limón, dos dulces caseros que, puedo asegurarles, tiene una pinta excelente. Ya sólo queda pagar la razonable dolorosa: incluso en estos tiempos de carencia no tendréis que cambiar vuestra primogenitura por un plato de garbanzos ni convencer a la señora de que el dinero mejor gastado es el que se va en magras y sabrosura. Entrada la tarde invernal te despedirás con lágrimas en los ojos, a lo que te responderán complacidos que no te inquietes, que cuando quieras volver, La Bola seguirá allí.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

El surrealismo y el sueño


En el mismo día, algo apresuradas, les cuento mis impresiones sobre la exposición El surrealismo y el sueño en el Thyssen-Bornemisza.


Copio de la web oficial:

Resulta curioso, y a la vez extraordinariamente significativo, comprobar la escasa atención que se ha prestado en el mundo del arte a la relación entre “el surrealismo y el sueño (…) Esta exposición se sitúa, por tanto, en un terreno casi virgen.

Lo cierto es que en todas las exposiciones a las que asistido sobre el surrealismo, antecedentes, consecuencias y secuelas, el hilo conductor eran los sueños. Pero no abandonemos lo que nos une.

Walter Benjamin, en su ensayo El surrealismo, la última instantánea de la inteligencia europea, cuenta que Saint Paul Roux, al irse a dormir por la mañana, ponía en su puerta un letrero que decía: Le poète travaille. El aviso formaba parte de la lealtad del grupo a Breton y a sus manifiestos. Cuando despertaban por la tarde se habían olvidado de los sueños, como todo el mundo, y se dedicaban a faenar en serio con la pluma o el pincel.

En mi opinión, la forma y el contenido de sus cuadros no tienen que ver ante todo con la figuración del simbolismo onírico, sino con la intención de construir una constelación de signos plásticos al margen de las exigencias narrativas o poéticas del mundo real. Los sueños se parecen a esa realidad aparte, pero sólo en la medida en que la realidad imita al arte. Nadie sueña, por ejemplo, con un Niño geopolítico observando el nacimiento del hombre nuevo (Dalí) o con treinta y tres chiquillas que salen a cazar una mariposa blanca (Max Ernst). Y no son los más raros. Les invito a detenerse en las artistas de la colección: ambientes opresivos, inquietantes, clínicos, surgidos de una pesadilla dentro de otra.

Mientras que la literatura surrealista de Soupault, Aragon o Éluard está limitada por las reglas gramaticales, la pintura puede ir más allá de nuestras cabezas y traspasar el marco de la escritura. Hay una distancia considerable entre los poetas y los pintores surrealistas: nada más alejado de cualquier código semántico que las obras expuestas. De entrada, no existe una iconografía compartida. Cada composición inventa sus significantes. Un mismo artista, como Dalí, opera con estilemas renovados, incluso contradictorios cuando se repiten. Los cuadros se convierten en inmensas parábolas sin clave, y no porque carezcan de sentido, sino porque los recursos lingüísticos son insuficientes para descifrarla. No es casual que la pintura surrealista se pueda comparar con la mística. El cuadro de Magritte La clave de los sueños, donde la imagen de un huevo se asocia a la palabra “acacia”, un zapato de mujer a “luna”, un sombrero negro a “nieve”… muestra la imposibilidad de traducir las imágenes a conceptos (principio que se puede extender a toda su obra) y reclama expresamente la autonomía de la pintura (“una música compuesta de imágenes”).

No sabemos aun si La interpretación de los sueños de Freud es una obra maestra o un completo disparate. Quizás los sueños se puedan interpretar, los cuadros surrealistas no. Harían falta años de diván para desenredar la madeja mental del autor. Esto no significa que sean "cuadros abstractos”, mera composición, cromatismo, relaciones internas… En ellos se oculta una historia, pero no la podemos revelar porque los límites del lenguaje no son los límites del mundo. El lenguaje no es el código final de los demás signos y la contemplación de la obra es tan incierta como sus orígenes.

Cuando los libros de arte analizan la pintura surrealista, se produce la figura retórica del sobresentido, una versión transversal de la interpretación de los sueños. Es cierto que la misión de la estética es desvelar la verdad de la obra, pero no al precio de caer en la falsa conciencia. Aunque poco perspicaz, parece más honesto escudarse en la imposibilidad de abordar el solipsismo y los lenguajes privados. La filosofía del arte en este caso puede aspirar como mucho a una metaverdad que puede ser mostrada pero no dicha.

La pintura surrealista sólo puede ser entendida desde una teoría de lo accidental. Sus recursos productivos son la asociación libre, la intuición irrepetible, la ocurrencia puntual o el recuerdo involuntario. Muchos hallazgos se fraguaron en los cafés del París de los años 20. O en agotadoras logomaquias de buhardilla que duraban varios días. Otros salieron de los sueños artificiales del hachís o de la absenta, de las mistificaciones de las vanguardias y del modo de existencia artístico. El objetivo era ir más lejos que los demás. La frase que pone Baroja en boca de un escritor en El Cabo de las tormentas (y que cito de memoria) parece hecha a medida de los cuadros surrealistas: "Antes Dios y yo conocíamos el significado de mi novela; ahora solo Dios".

Bien pensado, la estética surrealista sólo tiene tres reglas: la ocultación del vínculo entre significado y referencia, el rechazo de los objetos que no sirven para ser pintados y el culto narcisista a la personalidad.

martes, 10 de diciembre de 2013

Diccionario filosófico. Mente y cerebro


El cerebro es el hardware o soporte neurofisiológico de la mente que hace posible el procesamiento de la información.

Ahora bien, el hardware precisa de un software o soporte lógico para ejecutarlo, es decir, necesita un sistema operativo y unas aplicaciones que funcionen (“corran”) sobre tal sistema operativo, como ocurre con cualquier ordenador.


El cerebro humano, en términos informáticos, está dotado de un sistema operativo que constituye el software básico de la mente y consta de dos componentes impresos neurológicamente en el cerebro (y cuya interna correlación está aún por descubrir):


Un sistema lógico, que son las estructuras lógicas o esquemas formales del razonamiento.


Un sistema lingüístico, que son las estructuras sintácticas o la gramática profunda de la lengua. La gramática profunda está constituida por los universales lingüísticos comunes a todas las lenguas.


A su vez, las aplicaciones que corren sobre este sistema operativo son los procesos cognitivos, es decir, los programas que utiliza la mente para el procesamiento de la información. Se trata de módulos independientes pero comunicados, como sucede con las aplicaciones de los grandes paquetes informáticos.

Tales módulos conforman, como sabemos, el denominado nivel cognitivo, el más exclusivo de los grados de la realidad, cuyas propiedades afectan exclusivamente al ser humano y constituyen el llamado psiquismo superior del hombre (ver la entrada Realidad de este Diccionario filosófico).   


Son los siguientes:

Procesos informativos, que incluyen la sensación, la percepción y las distintas modalidades de aprendizaje.


Procesos representativos, que incluyen los almacenes de la memoria (memoria sensorial, a corto y a largo plazo).


Procesos intelectivos, que incluyen el pensamiento y sus operaciones, y la inteligencia y sus tipos.


Procesos comunicativos, que incluye el lenguaje, sus características y sus sistemas gramaticales: fonológico, morfológico, sintáctico, semántico y pragmático.


Procesos afectivos, que incluye los complejos sentimientos vinculados  a la inteligencia emocional


Cada módulo cumple una función específica dirigida a procesar la información que le corresponde. El carácter modular de la mente supone, por tanto, que cada uno de los procesos cognitivos tiene características propias.

Es lo mismo que ocurre cuando estudiamos los diversos sistemas fisiológicos, como el sistema nervioso, el músculo-esqueletal o el circulatorio. Los aislamos y analizamos por separado, aunque es evidente su integración global en un organismo.

 

La analogía entre la mente y el ordenador permite a la neurociencia construir convincentes programas de simulación de los procesos cognitivos. Estas simulaciones recuerdan obviamente a los detallados menús, comandos y pantallas de las aplicaciones informáticas. Así, por ejemplo, el modelo explicativo de la percepción se compone de varios subprocesos: el procesamiento bidimensional de la imagen, el procesamiento tridimensional de la imagen, el procesamiento de la constancia perceptiva, el procesamiento semántico del patrón perceptivo, el proceso de inserción del objeto en un esquema perceptivo (entorno en que el objeto percibido se integra con sentido) y la percepción global de la realidad, en la que se ponen a prueba los innumerables esquemas perceptivos del sujeto.

domingo, 24 de noviembre de 2013

El profesor particular


Nunca se me dieron bien las matemáticas. Tengo dos hipótesis: La primera, que en la Escuela Aneja, o sea, en primaria, Don Alfonso y Don Francisco, mis maestros de escuela (¡cómo sacudían con la palmeta!) trataron de enseñar imposibles a mis tiernas entendederas. Abusar del niño era lo que se llevaba y no superé la farsa como algunos, aunque el trauma les saliera por otras gateras. Se me cruzaron los cables, y mi cerebro, no yo, se negó a tolerar más dislates. La segunda hipótesis se refiere a mi herencia genética vía bisabuelo-escritor y abuelo-periodista. Mi hermana, sin embargo, es catedrática de matemáticas. Nunca entendí las leyes de la herencia. No dejan de ser la noche donde todos los gatos son pardos, pero a falta de algo mejor no las descarto. Además están avaladas por la curiosa circunstancia de que Doña Magdalena, la profesora de lengua, nos hacía leer partes no adaptadas del Quijote y el Lazarillo, y aunque no me enteraba de nada, disfrutaba de lo lindo con las migajas y lo que daba la imaginación. Aunque no sé por qué, mis hijos han salido con una sólida vocación científica. Ella es médico y él ingeniero. Recuerdo que en COU mi hija, como una obligación insalvable por mi condición de catedrático de filosofía, me asignó el rol de profesor particular: Explícame a Platón, no entiendo los apuntes… Comencé por los orígenes del pensar, los dualismos, la teoría de las ideas subsistentes… Y aquí me cortó en seco: Tendré que aprendérmelo de memoria, pero no quiero oír hablar más de eso…

En el examen de ingreso a la enseñanza media, a los diez años, saqué de milagro la división por tres cifras con la prueba del nueve, aunque tengo que confesar que dediqué más tiempo a dominar el asunto que, por ejemplo, a la asignatura de teoría del conocimiento en quinto de carrera. Mi amigo Juanjo, mayor que yo, accedió a mis suplicas y durante meses me colmó de trucos y posibles: a cambio de mi álbum de la Liga, una raqueta de pin pon y cinco minicars fue mi primer profesor particular.

Mi primer cate sonado fue en primero de bachillerato a los once años. “Petaca” el anciano profesor de mates hizo justicia conmutativa y cambió mi empanada mental por unas hermosas calabazas. Todo se agravó cuando recurrí a mi padre para que me hiciera los deberes, cuyo contrapeso era soportar prolijas explicaciones. El nuevo profesor particular. Prestaba toda la atención al galimatías, pero aun así la cosa terminaba en voces y lágrimas cortadas de raíz por mi madre que, a su vez, nos gritaba a los dos.
Mi padre me compró un mono azul y me llevó al taller de tractores de un amigo para que “me diera cuenta” de que era preferible estudiar a trabajar en una nave pringosa. Para entender eso no hacía falta la pantomima. La lección moral era más absurda que los números irracionales. Mi siguiente profesor fue un agrio sacerdote salesiano en la escuela dominical María Auxiliadora. Por las mañanas a clase, por las tardes al taller. Una fracción, repetía Don Vicente en una tórrida mañana de agosto (mis amigos bañándose en el río), es el cociente indicado de dos números; una fracción es el cociente indicado de dos números… y así hasta mil. A ver, Campillo, interrumpió su letanía: ¿Qué es una fracción? Silencio espeso en la parroquia; insultos y vuelta a empezar. Yo no era de los peores. Como “Petaca” se jubiló al acabar el curso, dio aprobado general en Septiembre (algo que oculté a mi satisfecha familia).

En segundo de Bachillerato, en el instituto de enseñanza media, soporté las penurias didácticas de Don Pedro, un catedrático de pata negra que sabía, según parece, lo inaudito, pero que no se preparaba las clases. Se saltaba de tema, explicaba tres veces lo mismo (mejor, menos materia a digerir), se desdecía, se contradecía, se iba de clase y al volver estaba perdido. ¿Lo habéis entendido, tenía por muletilla? ¡No!, cantaban a coro diez manos en alto. No  importa, proseguía, esta tarde lo repasáis con el profesor particular. Explicaba la geometría con hilos y curvas imaginarias que recorrían las esquinas de la clase. En el examen ponía problemas que no es que no supiéramos hacer, sino que ni siquiera sabíamos qué decían (menos pedían) los enunciados. Nos salía humo por las orejas.
Mis padres me enviaron, nuevas muletas, al Colegio Español (me negué a volver con los curas). Allí una señorita compasiva con la ignorancia ajena nos aclaraba a Pedroche, de Julián y a mí los rudimentos de las propiedades de los números y las leyes del espacio. Ninguno podíamos aceptar que las líneas o las circunferencias no existieran realmente. ¿Entonces qué pintábamos allí? Las chicas, aunque en otro mundo, existían. Al fin, pude entrever lo que aquello significaba. En primer lugar, que si no entendías algo lo siguiente menos. Un día di mis primeros pasos en el algoritmo. El único inconveniente era que lo aprendido con la profe no servía para nada. Don Pedro nunca nos habla de eso, le espetábamos a menudo; son líneas paralelas que nunca llegan a encontrarse (metáfora de Pedroche). La señorita decía que no era cierto, que todo tiene que ver con todo y se aclaraba la garganta. Pero había que aprobar. Llegué a un pacto con Santi el gordo. Era un genio de los números. Al acabar Sexto y reválida se presentó a unas oposiciones de contable en la Caja de Ahorros y las sacó a la primera. Santi me pasaba los tres problemas del examen en una cuartilla, yo copiaba dos y el tercero lo hacía a mi modo. Nota: seis y medio. El problema de algunos es que quieren el diez y al final los pillan. A su vez, yo le pasaba la traducción de latín con los mismos resultados.  

Ya sólo me quedaba un curso, tercero de Bachillerato, para elegir letras y olvidarme del embrollo. Ahora el profesor de mates era el cartesiano Don Enrique. Llenaba dos encerados por clase con una caligrafía de filigrana, signos, letras, números, cadenas de demostraciones; una obra de arte comparable a los códices miniados. Al tocar el timbre, daba lástima borrar los cuadros. Para mi desgracia sólo conseguí captar el lado estético de formulas y teoremas. Nuevos cates. Esta vez, mis padres me llevaron a un viejo ingeniero de caminos, depurado por el franquismo, Don Abilio, en parte por desasnarme, en parte por echarle una mano. Seis personas nos sentábamos en la mesa del salón en torno al brasero. Peroraba durante veinte minutos de matemáticas en general, al margen de cursos y programas. En ese punto, interrumpía su jerga y se pasaba a la memoria histórica. Sus relatos eran horrendos y fascinantes. Una vez le mostré, al acabar la clase, la carta de Fernando Arrabal a Franco que acababa de leer. Le pregunté: ¿Don Abilio, lo que aquí se cuenta es verdad? Eso no es nada –me dijo-, es una parte insignificante de lo que hicieron. Es mejor que no sepas el resto. Mi curiosidad por supuesto aumentó. Después de las vacaciones de Navidad, mis padres, conscientes de lo que aprendía y de lo que no, me sacaron diplomáticamente de la tertulia de Don Abilio.

La solución universal para estas causas perdidas era Don Primitivo, el último de mis profesores particulares. Sus antecedentes se perdían en la noche de los tiempos. Según la leyenda urbana era un sabio que dominaba varias lenguas incluido latín y griego. Lo único cierto era que daba clases de sol a sol a los mismos galeotes que por la mañana estábamos amarrados al banco del instituto. Sólo para hombres, una hora de física y otra de matracas. Calculábamos sus ingresos por lo que nosotros pagábamos dinero en mano y nos parecían fabulosos. Al caer la tarde, esperábamos en el portal de su casa a que bajaran los de la clase anterior. Cuando se armaba la trifulca, los vecinos se quejaban y, tras una breve encuesta, Don Primitivo nos daba el “paseíllo”: se ponía en la puerta de la clase y al entrar por el embudo repartía a diestro y siniestro. Fumaba negro con boquilla, encendía una toba con otra mientras platicaba sobre las ecuaciones de segundo grado. Un ambiente sano; a veces abría la ventana dos minutos y más madera. Murió de cáncer de pulmón. Con Don Primitivo siempre la letra con sangre entraba. Salías al encerado de  “voluntario forzoso” y si no superabas los mínimos, vapuleo y tentetieso. A Juan Valero le preguntó cuántas eran dos por dos (estaba explicando las potencias) y como dijo cuatro lo tumbó de un directo. “Quítese las gafas señor López”, recuerdo con pavor. Una amiga del instituto femenino se asombraba: ¿En serio, le pagáis para que os sacuda? Ni con estos métodos conductistas hizo carrera de mí. Recuerdo una entrevista con mi padre en su despacho a la que pegué la oreja: Que un chico tan brillante en otras asignaturas –dijo Don Primitivo- sea refractario a la física, la química y las matemáticas (se olvidaba de las ciencias naturales).

Para saltar el último obstáculo recurrimos al enchufe. Ciertas personas influyentes aseguraron a la plana mayor del instituto que mi futuro eran las letras y que nunca más un científico tendría noticias de mí. Un aprobado rasposo y amigos para siempre. Dicho y hecho.