sábado, 21 de junio de 2014

El francés de entonces...


Hoy todo el mundo estudia idiomas por razones de trabajo: quien no tenga don de lenguas (inglés, alemán, chino), no se moleste en enviar su curriculum. Tres idiomas es lo mínimo que piden las empresas para que, en el caso improbable de que te contraten, percibas como mucho un sueldo de mil euros, trabajes media jornada (o sea, doce horas) y te echen a la calle (con tu cajetín de pobres pertenencias) gratis y cuando les venga en gana. Algunos se consuelan diciendo que más vale esto que nada; pero, dicho con rigor, me parece una villanía propia de siervos que se ponen a sí mismos las cadenas.
Estos son los recuerdos de mi aprendizaje de la lengua francesa cuando estudiaba el bachillerato hace más de cuarenta años. Juro solemnemente que los insólitos acontecimientos que a continuación se narran son rigurosamente ciertos…


Cursé estudios en el Instituto de Enseñanza Media Alfonso VIII (un rey medieval) de Cuenca, entonces uno de los centros masculinos más prestigiosos por tradición y plantilla. El instituto femenino (sic) estaba en la otra punta de la ciudad por una separación exigida por la ley natural, el gobernador, el director, el obispo y las fuerzas vivas. Viví en Cuenca porque trasladaron a mi madre, funcionaria del Ministerio de Hacienda, a esta pequeña ciudad de provincias.
Algo conozco del inglés, una lengua bárbara, no latina, propia de los ejecutivos, las nuevas tecnologías y del imperio (también de Milton, Shakespeare y Joyce, lo admito), pero la que he estudiado a lo largo de mi vida (sigo en la brecha) y más me gusta es el francés. En aquel tiempo de silencio (el español se susurraba), el francés era la única lengua extranjera que se impartía en las aulas. Al contrario que en la actualidad, el inglés había desaparecido de los planes de estudios no se sabe aun por qué razones pedagógicas o políticas. Algunos me han explicado que era “por asuntos políticos”, pero lo cierto es que el régimen de Franco caía igual de mal a los ingleses que a los franceses y viceversa. Además, Estados Unidos había certificado nuestra condición de reserva espiritual de occidente.  
Impartía la asignatura de francés Doña Guadalupe, una respetable viuda de edad indefinida, bajita, dura de oído, trato respetuoso aunque sólo en su dirección y proclive al brandy según decían las malas lenguas. Se decía incluso que antes de las clases mascaba un par de caramelos de menta para tapar los efluvios del Terry (en todo caso, chacun à son goût).
Utilizábamos un libro titulado Miroir de la France (“Espejo de Francia”) hecho por expertos nacionales que conservo como oro en paño. Es una antología dividida en tres partes: la primera está compuesta por un repertorio de textos de autores clásicos como Racine, Corneille o Molière (no Voltaire, mal visto por la Iglesia); un espejo de la Francia de los siglos XVII y XVIII, Nada de la actualidad del país vecino, peligrosa para mentes inquietas que podrían plantear ciertas comparaciones incómodas. La segunda parte recogía, entre otros, fragmentos de Sartre (inextricables), de Camus (deprimentes) y de Céline (tendenciosos). La tercera estaba formada por una serie de artículos de corte periodístico que “reflejaban la realidad de la España contemporánea”. Los temas elegidos eran deportivos (La gloria del Real Madrid), heroicos (España, pasado y futuro), homófobos (La enfermedad de nuestro tiempo) o machistas (La mujer al volante). ¡La educación en valores funcionaba!
El método de enseñanza se centraba en varias competencias básicas (diríamos hoy). La traducción directa (francés-español) e indirecta (español-francés) eran las más solicitadas. Después de todo, los diccionarios del ramo se presentan con este formato. No resulta difícil imaginar la calidad literaria de nuestras versiones del Cid de Corneille, Fedra de Racine o Tartuffe de Molière. Para “corregir matices y captar el sentido”, Doña Guadalupe leía con voz pastosa la traducción (ya entonces anticuada) de los libros de bolsillo de la colección Austral... que nadie escuchaba. Pero no tenía importancia. A veces existe la justicia en el mundo. En los exámenes mensuales debíamos resolver frases como ma mère m’aime, c’est à dire, je suis aimé par ma mère. Aun así, la mitad de la clase suspendía holgadamente. Para la traducción indirecta, la profesora nos entregaba fotocopias de Don Quijote, El lazarillo de Tormes o La Celestina. Era particularmente gloriosa nuestra descripción del hidalgo o los lamentos de Calisto por la muerte de su amada. Para nuestro alivio, la traducción indirecta no formaba parte del examen. Dios aprieta pero no ahoga.

Nunca hablábamos en francés; se suponía que Francia era un país lejano que solo se veía en los mapas. Nunca perdonamos a los gabachos aquello de "África empieza en los Pirineos". Solamente usábamos ciertas expresiones que se sabían de memoria el camarero del bar, el puerta de la disco o el conserje del hotel. Se trataba del francés turístico o estándar de Benidorm. Las estudiantes francesas que hacían cursos de verano en Cuenca nos miraban con ojos extraviados cuando las acosábamos en espanfran puro y duro. El objetivo era aprenderse de memoria el léxico. Doña Lupe nos obligaba a preparar un grueso taco de fichas, cada una con la palabra francesa y su significado que luego nos preguntaba en clase. Pasaba lista tras llegar veinte minutos tarde, sacaba una bolsa con bolas de un juego de lotería desahuciado por sus nietos y, tras un instante insoportable, un nombre sonaba al azar: ¡el doce, Rodolfo, le toca!


- ¿Se ha traído por casualidad las fichas? A continuación las barajaba con mano temblona y sacaba una (estaba prohibido alfabetizarlas).


- Veamos, Roberto, que significa la palabra Pourtant.


- Por tanto… balaba el imputado.


- Por tanto, eres un tontaina, os lo he repetido doscientas veces… ¿Es que estás sordo o te lo haces? No me extraña, la clase es una nulidad. ¿Qué prefieres, Rodrigo, un cero en tu diario o ser fusilado al amanecer?


- Ser fusilado, madame.


- Pourtant, te pondré un cero como rueda de molino. Siéntate y “descansa” zopenco… El ciclo de tratarnos de usted, tutearnos, insultarnos significaba que la clase se desarrollaba normalmente.


Un día a la semana un desafinado coro masculino interpretaba a capella la conjugación del verbo parler, el único que nos sonaba. La profesora escribía un tiempo en la pizarra y nosotros lo aullábamos con las notas de Frére Jacques. Una descarga colectiva de adrenalina. Como contrapunto se oían en los bancos del fondo sur ciertos versos satíricos (u obscenos) que rimaban con parler en número y persona. A veces con doble sentido: Nous empinons, vous empinez, ils empinent. Letra y música de Cuarto A. La sordera la libraba de la ordinariez y el mal gusto. Cantábamos canciones francesas muy conocidas como Sous le pont D’Avignon, Dans les jardins de mon père… y cuando doña Lupe había pulverizado los niveles de alcohol en sangre, tronábamos en pié… ¡La marsellesa! Era la guerra. Don Miguel, el profesor de filosofía de la clase de al lado, entraba sin llamar y decía convencido:


- ¡Esto asusta Guadalupe, el día menos pensado vas a acabar en la guillotina! 

No es que doña Lupe fuera una mala docente, es que la lengua y civilización francesas se enseñaban así. Aprobé con fortuna el examen del preu: el tribunal preguntaba a uno de cada cinco alumnos (el viejo quinteo romano) cómo se llamaba, dónde había nacido y qué le interesaba. Me tocó. Además, mis padres, espantados por mis carencias, me llevaron durante el último trimestre a un sofista que me enseñó ciertos trucos…
Ese verano, para “perfeccionar mi francés” me premiaron a mi pesar con una “estancia lingüística” de un mes en una residencia mixta de Tours, una bonita ciudad a la que he vuelto. Por razones de supervivencia me junté de inmediato con los españoles del curso (que tampoco sabían una palabra de francés). Comíamos y bebíamos como fieras y por las noches, la única actividad intercultural, íbamos en masa a las habitaciones de las chicas a fumar y hablar por señas (pronto comprendí que tales visitas eran inocuas y las dejé). Una vez, nuestro profesor de la mañana, que nos tenía por ladrillos refractarios, nos llevó a practicar con el jardinero los ejercicios del día. El viejo, con cara de coronel de la Grande Armée y olor a moho, se llevaba la mano al oído con gesto feroz o hacía aspavientos de no entender; una comedia fingida mil veces. La profe de la tarde nos obligó a leer Le Petit Prince de Saint-Exupéry que cambié en el acto por El principito, un pastelón de crema que me prestó una gentil veterana. Volví como vine, quizás más gordo y resabiado.
Retomé el francés a los treinta y tantos. Daba clase particular con una joven francesa que me aconsejaron mis sobrinos. Estaba casada con un ingeniero español y deduje que se aburría de vivir en Madrid sin hacer nada. El método era inverso al de la viuda. Hablaba sin parar con un acento impecable. Lo importante, según ella, era la “competencia comunicativa” (un término de la sociolingüística que ascendía en la lista de éxitos). Me decía veinte veces a la hora que no me preocupara (ne vous inquietez pas!) si no entendía “algunos bloques de la frase”. Amoscado consulté a mi mujer, profesora de inglés.
- ¿En serio que no explica gramática, ni escucháis grabaciones, ni hacéis redacciones, ni leéis libros adaptados? –dijo-. Estoy convencida de que pronto te soltará que vas a aprender en seis meses “el francés en mil palabras (¿o eran cien?)”. Creo que esa propuesta absurda marcará el momento de plantearte una retirada estratégica a los campamentos de invierno. 

Y así ocurrió. En cuanto me ofreció la poción mágica, le informé de que me habían trasladado repentinamente a un país del África Central, que cuando volviera, si volvía, seguiríamos las clases, que la avisaría, que hasta pronto, adiós, désolé.
Mi tercer intento de estudiar francés es ahora, en la Alliance Française de Madrid y llevo cinco años. Se trata de un centro prestigioso (y muy caro) donde se enseña el francés comme il faut de acuerdo con los objetivos del marco europeo de las lenguas (uno de los cuales es el negocio). Metodología probada, buenos libros, profesores bien formados y, por supuesto, nativos. Una pequeña Francia en el centro de Madrid. Lo que he descubierto con júbilo es que “hablar” no es lo que más me interesa de una lengua romance como el francés. El paso de la filosofía a la filología me fascina. Una lengua viva es la realidad más hermosa que puebla los confines del mundo. Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo, decía Wittgenstein.
Sólo un matiz: en mi opinión es imposible aprender de verdad una lengua que no sea la materna. Primero: nuestro cerebro, según dicen los expertos, se cierra al aprendizaje gramatical antes de los seis años. Segundo: una lengua es algo más que comprender, traducir, hablar o escribir. Es una forma global de vida, una cultura, una psicología de masas, una antropología social y una metafísica. Cosas que sólo pueden aprenderse en la casa natal donde hemos logrado articular los primeros balbuceos.

sábado, 14 de junio de 2014

Diccionario filosófico. Determinismo


El determinismo es una teoría filosófica que sostiene la ausencia de libertad en la conducta humana. Según esta teoría, las acciones del hombre, como cualquier realidad, están sometidas al principio de causalidad natural. Se han aportado cuatro argumentos en contra de la libertad:


Determinismo físico. Las leyes de la conducta humana son las mismas que rigen el movimiento de las bolas de billar. Solo hay una realidad, la materia y sus estados emergentes, y no hay razón para suponer que exista una causalidad para la naturaleza y otra para el hombre. En la naturaleza no hay saltos; sus leyes son las mismas para  el hombre, la lechuga y el ratón y se aplican de un modo homogéneo al cerebro, una computadora biológica tan sofisticada que no es capaz de conocerse a sí misma. La conducta humana está, por tanto, determinada y su complejidad no significa que seamos libres. Lo que llamamos “libertad” no es otra cosa que la imposibilidad de controlar las innumerables variables que intervienen en cada acción. El atomismo necesitario de Demócrito, el mecanicismo de Laplace, el fisicalismo radical de los filósofos neopositivistas o la teoría unificadora de campos de partículas elementales, publicada por el premio Nobel Werner Heisenberg, son ejemplos de determinismo físico en la historia de las ideas.


Determinismo psicológico. El temperamento, que forma parte de nuestra herencia genética, el carácter, que forma parte de nuestro aprendizaje, la personalidad y sus rasgos, todos a la vez determinan la conducta. Nuestra organización mental no deja margen para elegir libremente aunque lo creamos por un prejuicio firmemente asentado. Por otra parte, siempre elegimos el motivo más fuerte y después justificamos nuestra elección con la conjetura de las decisiones libres. Simplemente vivimos la ilusión de la libertad. El voluntarismo de Schopenhauer y su teoría del motivo más fuerte, la hipótesis freudiana del inconsciente o el conductismo radical de Skinner son las concepciones más afines al determinismo psicológico.


Determinismo sociológico. Las conductas humanas son esencialmente sociales y, por tanto, impersonales. En realidad nuestra conducta individual no depende de nosotros sino que tiene, aunque tratemos de ocultarlo, un significado colectivo. En la vida social, el individuo no decide ni controla la acción, sino que más bien es controlado y movido a actuar en una dirección única. Una cultura es un sistema normativo que nos dice en todo momento lo que debemos hacer. Esta es la función de los usos sociales, las costumbres y las leyes. Asimismo, las normas institucionales (familiares, políticas, económicas, educacionales) nos empujan necesariamente a actuar dentro de unos estrechos márgenes que nosotros agrandamos con la imaginación. El economicismo de la filosofía marxista, el sociologismo de Durkheim desarrollado en su metodología de los hechos sociales y la explicación orteguiana de los usos son algunas de las teorías que han defendido el determinismo sociológico.


Determinismo teológico. Los creyentes y teólogos que admiten la omnisciencia de Dios como uno de sus atributos esenciales se ven de inmediato envueltos en la siguiente paradoja: si Dios todo lo sabe, entonces conoce la totalidad de nuestros actos y movimientos desde que nacemos hasta nuestro destino final. Lo cual supone que la secuencia completa de nuestra conducta está prefijada hasta en sus detalles más nimios y lo que interpretamos como libertad es predestinación objetiva. La teoría evangélica de la gracia en San Agustín o la doctrina calvinista de la divina predestinación son las versiones más conocidas del determinismo teológico.

domingo, 8 de junio de 2014

Los comics de Guy Delisle


Decididamente, el comic se ama o se ignora, no hay término medio. Hay quienes lo descubren de mayores pero normalmente la pasión se fragua de niño. Con los primeros tebeos aprendemos el ritmo de las tiras: plano general, palabras del globo, vistazo a los monos y vuelta a empezar. Unidad de forma y contenido.

Uno de mis autores favoritos es el canadiense Guy Delisle (1966), un ejemplo más de la incomparable tradición francófona en el campo de les bandes dessinées. Ya lo comenté en otro lugar. Admiro de Guy Delisle tres publicaciones: Pyongyang (2003), Chroniques birmanes (2008) y Chroniques de Jérusalem (2011). Los personajes que dan continuidad a estas historias (“historietas”, como se dice del comic de mamporro y tentetieso) son, además de él, Nadège, su compañera, miembro de Médicos sin Fronteras, y sus dos hijos pequeños, Alice y Louis. Nadège siempre permanece en un discreto segundo plano, aunque se nota su importancia institucional; aparecen más los hijos, unos encantadores niños normales, y ocupa el centro del comic Guy, su yo dibujado, cuyos rasgos, pese al esquematismo gráfico, son asombrosamente parecidos a los de las fotos… por más que haya declarado en sus entrevistas que no se trata exactamente de un sí mismo; es más, aclara que al principio su doble pintado le resultaba bastante raro y que se trata simplemente de un personaje que le va bien para contar sus experiencias.

El Delisle del comic es un entrañable compañero de viaje, un espectador divertido que observa y participa sin interferir en el entorno. Desde la primera página se produce un afanoso intento de inmersión cultural propiciado por la situación del dibujante en su crónica: su mujer es la que trabaja y él se ocupa de buscar casa, cuidar a los niños, comprar un coche, ir al súper, entenderse con los vecinos o el personal de servicio, unos inefables nativos cuyos hábitos son una fuente inagotable de gozos y desdichas.

Dispone de un año para solucionar el crucigrama de la nueva cultura. A lo largo de las crónicas conocemos a un Delisle con muchos registros. A veces nos recuerda el trabajo de campo del antropólogo que descubre los puntos de vista emic y etic de la aldea. En otras es el periodista que reescribe de primera mano los marcos sociales o los acontecimientos que el lector ya conoce. En ocasiones, el yo del comic se convierte en actor de la intrahistoria, hundido sin distancia brechtiana en los sucesos del país. Por último, es alguien que cuenta sus impresiones biográficas en distendidos monólogos, empujando al atardecer el cochecito de su hijo con un helado de pistacho en la mano. En todos los casos utiliza un suave tono irónico, un admirable sentido del humor, una mirada comprensiva, cordial, contenida. No hay opiniones radicales como las de Joe Sacco. Guy el turista curioso, un perspicaz contrapunto del totalitarismo.

Sus crónicas se inscriben en la tradición ilustrada de los libros de viajes del tipo “Delisle en el país de los coreanos, birmanos o palestinos”. Veo mi trabajo como cartas en las que explico mis experiencias en el extranjero, lo que he visto. Aparece entonces la crítica a las costumbres de países exóticos, la planificación urbanística, las prácticas religiosas o las formas de gobierno. Aunque evita el etnocentrismo, se estremece con las duras condiciones de vida de las dictaduras militares de Corea o Birmania para las que el miedo es la gran ventaja económica. También en Jerusalén: Israel es una democracia para los judíos pero una autocracia para los palestinos. Delisle es un europeo tolerante en sitios donde los derechos humanos se consideran una invención nada universal de los países ricos.


Acompaña a su mujer a las fiestas de expatriados que colaboran en las ONG o forman parte del personal diplomático. También van juntos a los lugares más típicos o a los rincones más bellos. Rara vez la acompaña a sus misiones oficiales (aunque se muere por ir) porque no forma parte del personal de MSF, no tiene los permisos en regla y los controles son numerosos y exhaustivos. Cuando se queda solo se dedica a recorrer en bicicleta los centros urbanos, los barrios pobres vigilados por la policía y las zonas residenciales protegidas por el ejército. Instalado en la sana perplejidad, pregunta al nativo, se informa en la oficina siniestra, busca en los bares, come platos atroces, acude a las fiestas populares; incluso participa en sesiones locales de iniciación. En general, evita cualquier roce con el aparato represivo, el cual a su vez lo ignora. Por cierto, sorprende, a pesar de las trabas de los gobiernos, la influencia de Médicos sin Fronteras.  

Cuando puede (o le dejan) toma notas, hace esbozos y fotos. Aunque, según dice, su verdadera compañera de viaje es la memoria, un rincón a salvo de la censura. En casa ordena los materiales, los estudia, pero da la impresión de que los termina cuando vuelve a París. Animador y dibujante famoso, organiza cursos gratuitos para sus colegas autóctonos. Otra fuente de placeres y sorpresas. Al finalizar su estancia, durante el último mes, en las últimas páginas, Delisle nunca expresa un sentimiento nostálgico por lo que deja atrás. Al revés, a lo largo del relato crece una niebla cada vez más densa, palpable, que envuelve a las gentes y lugares: primero un horizonte de ansiedad, de opresión después, y al final de oprobio. Nunca más regresaré a los países de mis comics, ha repetido Delisle.


Por cierto, tiene un estupendo blog.


http://www.guydelisle.com/

domingo, 18 de mayo de 2014

Del lado del Manzanares


En la foto, el que os habla con la camiseta oficial del doblete.

El aire se llena de hermosura y luz no usada… nunca mejor dicho porque los títulos de Liga del atleti se miden en eras. ¡Dieciocho años del doblete! Yo era entonces alto, guapo y con ojos azules. No sé si veré el próximo pero aspiro a levantar la Copa de Europa que la música del azar nos arrebató cruelmente.

Reconozco que los atléticos en general somos bastante agoreros. El descalabro del Levante, el empate deprimente ante el Málaga, el Camp Nou a reventar, reconozco que me daba por cachiporrado. Después el Madrid en la Champions; durante días arrastré una existencia crepuscular. Sea lo que Dios quiera, me dije terminal.

Esta mañana he visto la grabación del partido. Tenía dos entradas para Los cuentos de Hoffman en el Real y la ópera se solapó con la final. Mi hija médico respiró con alivio pues en la vuelta del Chelsea cometí la broma-error de dejar que me tomara la tensión y por poco acabo en una ambulancia del SAMUR. Ayer estaba aun más hipertenso con los whatsapp aciagos que me enviaba mi hijo cada cinco minutos. El gol fulminante del Barça, las lesiones de los dos mejores jugadores de campo, los cien mil hijos de Sant Jordi, el sentimiento trágico de la vida; me senté en la butaca abatido y apagué el móvil. Pero al final del primer acto, eran las ocho y cuarto, la música quiso decirme algo y lo encendí: ¡La liga era nuestra! Mis "bravos" parecieron desmedidos a la gente de alrededor.

Hago mi resumen del milagro de San Simeón: el fútbol es ante todo un estado de ánimo. Más allá de las tácticas y entrenos, el éxito del Cholo es haberse puesto del lado de la fuerza, haber utilizado la épica del fútbol como genio protector. Simeone, Baroja y Schopenhauer tienen claro que el mundo es voluntad de poder. Los jugadores lo adoran, es listo como una ardilla, no habla mal de los árbitros, es deportivo y no se mete con nadie (¡quien lo ha visto, quién lo ve y sombra de lo que era!). Desde el primer al último minuto el atleti planteó un partido plein de courage. Esa fue la diferencia con un rival errático por tramos que sin un Messi ejecutor no es el mismo. Es evidente que el Barça de Guardiola, el mejor equipo que ha pisado un campo, ha comenzado su declive. Todo lo que sube, baja, es ley de vida. Supongo que con su escuela futbolera y talonario la travesía del desierto será más bien corta. Sinceramente lo deseo. No puedo olvidar los gritos blaugranas de ¡Atleti, Atleti! al final del partido. Siempre nos hemos llevado bien con el gran club catalán. 

Hay que felicitar a toda la plantilla exhausta. Me acuerdo de algunos jugadores: Courtois, el mejor arquero de Europa; Filipe Luis y Miranda: no haber sido sido convocados por la selección brasileña es un síntoma de los mezquinos intereses que mueve el fútbol; el príncipe Sosa, un jugador de futuro una vez adaptado al manejo español; Diego Ribas, el enganche que nos faltaba y la única cuadratura del círculo que todavía no ha resuelto el míster: hacerlo jugar con Arda en la misma alineación.  

En la cúpula del club habló Cerezo, simpático y dicharachero como siempre, el alter ego de Gil Marín que se esconde los noventa minutos debajo de la cama con dos valiums en el cuerpo aunque el Atleti juegue un amistoso con la Unión Balompédica Conquense. Decía el presidente que hoy toda España se siente colchonera. La gente prefiere que gane la Liga un equipo con casi cinco veces menos presupuesto que los dos grandes. Los motivos son de manual de divulgación comprado en el Rastro. Por supuesto es populismo barato pero, dadas las circunstancias, cuela.

Por una vez voy a citarme a mí mismo: Una de las razones del fútbol es su increíble poder para producir felicidad. Nos referimos a la felicidad interior, la más valiosa y perdurable; la que disfrutamos por todos los poros cuando nuestro equipo sale airoso del combate: durante una semana dormimos bien, tenemos apetito, el trabajo resulta soportable, los demás existen, la crisis se atenúa, la autoestima se dispara… También la felicidad exterior, pues al mínimo empate salimos disparados a la calle para juntarnos con el pueblo y tomar la Bastilla.

Mis dos hijos salen para Neptuno ahora mismo con uniforme de gala. Si ganamos el sábado yo también estaré. Y si perdemos digo lo que mi amigo el poeta: Siempre nos quedará Baudelaire.

PD. Esta Liga va también por vosotros, amigo Víctor y tantos otros que desde el fondo Sur del Calderón habéis animado sin descanso al equipo, al pie del cañón, sin desanimaros, despertando al estadio cuando más lo necesitaba. Por el orgullo de sentirse atlético. Saludos.

miércoles, 14 de mayo de 2014

Impresiones de Florencia


Durante mi segunda visita a Florencia, esta vez con mi mujer, dividíamos la jornada (como siempre que salimos al ancho mundo) en dos raciones. Por la mañana, monumentos, iglesias, museos, galerías y otros avatares del género grande. Por la tarde, después de la siesta, gentes, calles, plazas, escaparates, helados y pasta. Voy a contar las impresiones más turísticas (o sea, menos artísticas) de mi viaje.

Llegas al aeropuerto de Peretola, situado en esta localidad, aunque nadie lo llama así, ni siquiera en los carteles. Es pequeño, casi familiar, entras y sales rápido, sin grandes colas en los mostradores ni sorpresas desagradables en los paneles. Además, está muy cerca de la ciudad. La otra vez vine a Florencia en coche; embarcamos en el Ferry Barcelona-Génova, cruzamos el Golfo de Lion y carretera y manta. El único incidente desagradable fue que me quitaron el saco de dormir en el camping Michelangelo. La ventaja que vimos otros pueblos y ciudades de la Toscana: Fiesole, Arezzo, Pisa y la muy recomendable Siena.

Me gustó el hotel, situado a cincuenta metros del Ponte Vecchio y a otros tantos de la Galería Uffizi. Una buena elección. Según dicen en su web, desde sus ventanas se rodaron algunas escenas de la romántica “Una habitación con vistas”. La mía no tenía, pero tampoco ruidos misteriosos del interior ni de la calle. El edredón un milagro de suavidad y ligereza. Desayuno largo que te ahorra la comida en una sala con frescos del XIX en el techo. En oferta múltiple (edad, temporada, conjunción de los astros) no resulta demasiado caro. En serio.

Las calles florentinas son una inmensa torre de Babel donde se hablan todas las lenguas y la gente se entiende a las mil maravillas. Especialmente los españoles e italianos; hasta el punto de que les hablas en tu macarroni de ópera y te contestan en estándar de Benidorm. Somos los hijos predilectos del Mare Nostrum. ¡Me encantan y desesperan los italianos! Pasan de todo. En Roma, a los de la agencia se les olvidó ir a buscarnos al hotel para llevarnos al aeropuerto. Tuve que coger un taxi al galope y llegué por los pelos. Me dijeron que son cosas que pasan. Al final, la agencia española me devolvió el dinero. Prácticamente hay que zarandearlos para que hagan algo. En horas de visita al museo del Palazzo Vecchio puedes meterte en el despacho del alcalde sin que nadie diga nada. 

Al atardecer es obligado recorrer el Ponte Vecchio. No me parece especialmente bonito y, en mi opinión, vive de la leyenda, que no es poco. Es una calle llena de tiendas y talleres de joyería, herencia de los gremios de orfebres que se instalaron allí a finales del siglo XVI tras echar la autoridad competente a otros artesanos menos limpios e ilustres. No entiendo de joyas, pero creo que la orfebrería (hay un busto de Benvenuto Cellini en medio del puente) es un arte primoroso. Los precios son exorbitantes (dijo Ana). Sólo algún visitante sobrado de Visa puede permitirse regalar a su chica unos pendientes de oro y esmeraldas o una gargantilla de platino con brillantes. Me encantó el diseño de las piezas de coral. También inalcanzables. Luego me enteré por mi confidente del hotel que los orefice del Ponte Vecchio distribuyen sus exclusivas a las mejores joyerías nacionales e internacionales. Ese es su negocio. Al otro lado del río, está el Palazzo Pitti, en cuya explanada se arrullan las parejas de todos los sexos y edades.


Es curioso que no se vean por las esquinas mendigos ni pedigüeños. Después de todo estamos en un país católico; pero el espíritu de los Medici sobrevuela Florencia. A Cosme, Pedro y Lorenzo el Magnífico no les gustaba que la corte de los milagros deambulara por las calles empedradas. De hecho construyeron entre sus dos palacios (Pitti y Vecchio) un corredor secreto (el corredor vasariano) para no mezclarse con la chusma y evitar el puñal traicionero. Tampoco hay legión de músicos-karaoke ni vozarrones-Celentano. Los pocos que se ven en ciertas plazas tocan aceptables melodías del Barroco. Para nada sobran. En las calles céntricas, cerca del Duomo y aledaños, resuena el mundanal ruido, pero la adrenalina del viajero lo hace soportable.

Lo más deslumbrante son los escaparates; espectaculares incluso los más modestos. Auténticas composiciones de luz y color. La artesanía del cuero, las marionetas de madera, los objetos de papelería, miniaturas, máscaras... Son astutos comerciantes (la historia pesa): piropean a la señora, te enseñan la trastienda y lo que sólo te venden a ti porque les caes bien. Se admite regatear en broma. Las grandes firmas de la moda están en los bajos de los edificios de la calle Tornabuoni, la más glamourosa de Florencia y el marco ideal para crear tendencia en Europa, antes incluso que París. En la puerta de Salvatore Ferragano había un Ferrari rojo. La gente se hacía fotos. Una constelación de trapos elegantes que está más allá de nuestras cabezas. Lo que realmente admiro son los bolsos y zapatos. Cualquier diseño que hayas visto antes es una mala imitación o una farsa. El precio medio del calzado es de cuatrocientos pavos, el de los bolsos el doble. Hay que mover a las señoras con grúa.

Algo de gastronomía para terminar. Para mí, las pastas y helados son dos mitos a la italiana. Las puedes comer tan buenas o mejores en las trattorias españolas. Igual los helados. Ni siquiera en la reconocida gelateria Vivoli, donde nos despedimos de Florencia en una noche mágica, son mejores que los de Los Alpes en Madrid. Me parecieron muchos más logrados los chocolates. Los bombones son un don, las tabletas un lingote, las tartas la prueba del bien en el mundo. En la terraza más conocida (no me acuerdo del nombre) de la Plaza de la Signoria te sirven una taza de chocolate con nata que no es de este mundo. En realidad, a los florentinos lo que les pierde son las carnes de ternera braseadas y las tripas de cordero con salsa de tomate, ambas regadas con vino de Chianti de las cepas de Toscana. Lo demás son rollos guiris.

Por cierto, cuando vayan, no se pierdan los cascos de la guardia pretoriana que llevan los carabinieri. Estuve más de tres tardes intentando comprarme uno sin éxito. Con tiempo lo conseguiré por Internet. 
 

viernes, 2 de mayo de 2014

Historia de la filosofía. El sentido de la moralidad en Kant


Kant se pregunta qué puede ser considerado un bien moral en sí mismo, es decir, algo bueno sin limitaciones ni condiciones.
Descarta los bienes o fines últimos de las éticas materiales puesto que los que en principio parecen bienes en sí mismos, finalmente no lo son. La felicidad, el placer, la riqueza, el amor, el conocimiento, la salvación, incluso la buena salud pueden estar sometidos a usos y abusos indebidos. Sabemos que se puede ser feliz a costa de perjudicar a otros o pasar por encima de los demás. O que un placer puede ser letal para la vida en pareja o familiar. No es preciso insistir en la posibilidad de hacer un uso inmoral del dinero, lo tenemos demasiado cerca. Es bien sabido, por desgracia, que podemos amar de una manera egoísta, morbosa, posesiva, destructiva: “hay amores que matan” (como la violencia de género). El conocimiento nos puede apartar de otras dimensiones más vitales del ser humano y convertirnos en “ratas de biblioteca” o eruditos sin alma, conducirnos a la manipulación de las personas (ingeniería social) o a fabricar artefactos de destrucción masiva. Asimismo, la búsqueda de la salvación para un creyente puede ser egoísta, hipócrita, dogmática e intolerante. Del mismo modo, alguien con buena salud podría optar por despreocuparse y acortar su vida, desperdiciarla o afectar tristemente a los que le rodean.

Kant contesta que lo único que puede ser considerado un bien en sí mismo es una buena voluntad, una voluntad cuya intención es impecable, independientemente de los fines últimos, los contenidos concretos y las consecuencias empíricas de la acción.
Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo de una buena voluntad.
Fundamentación de la Metafísica de las costumbres.

Según Kant, una voluntad puede ser considerada buena en sí misma por la razón práctica cuando decide y actúa exclusivamente por puro sentido del deber. Esto no siempre ocurre así porque la voluntad orienta su acción mediante tres tipos de normas:

- Contrarias al deber: “Engaño a mi esposa con otras porque me apetece divertirme y sólo se vive una vez”. Son normas propias de las éticas materiales (hedonismo en este caso).
- Conformes al deber: “No engaño a mi esposa con otras porque puede divorciarse y perjudicarme, a mis hijos, a mi consideración social y a mi trabajo”. Son normas propias de las éticas materiales (utilitarismo en este caso).
- Por sentido del deber: “Soy siempre veraz, fiel y leal con mi esposa porque como persona casada es mi obligación y punto”. Son propias de una ética formal.

En este último caso, cuando se actúa por normas o imperativos de deber, la voluntad se somete a una ley moral (universal y necesaria) no por placer o utilidad, sino por respeto a la propia ley. Según Kant, solamente estos imperativos tienen mérito moral sin limitaciones ni condiciones. A una buena voluntad, en sentido estricto, no le interesa la materia del acto moral (no establece lo que se debe hacer de acuerdo con el fin, el contenido y las consecuencias), sino sólo la forma en que debe actuar. Se trata de una voluntad para la cual lo importante no es lo que se haga (materia del acto  moral), sino que lo que se haga sea por acuerdo completo de la voluntad con su propio sentido del deber; es decir, no interesa el contenido sino la forma de acto moral. Sus planteamientos no son propios de una ética material sino de una ética formal.

El inalcanzable ideal moral kantiano hay que entenderlo del siguiente modo: aunque ni un solo hombre sobre la tierra actuara, en sentido estricto, por puro sentido del deber (lo cual seguramente es cierto) el sentido de la moralidad no cambiaría ni un ápice. Una persona es más o menos valiosa moralmente en cuanto se acerca o se aleja de este ideal de la razón práctica.

La ética kantiana del deber es la formulación más refinada del cristianismo protestante.