domingo, 28 de septiembre de 2014

Casa Lucio


Yantar en Lucio, el antiguo Mesón del Segoviano, es una obligación de todo amante del mantel puesto. Es un placer dar un paseo desde Ópera, por la Calle Mayor, el mercadillo de San Miguel hasta la Cava Baja, uno de los lugares más acogedores de la villa. No es fácil encontrar mesa porque Lucio está a salvo de los mercados y zarandeos de la crisis; siempre está lleno; tiene dos turnos de comida y cena y, por lo que dicen los hombres de ciencia que lo frecuentan, como en vida Severo Ochoa, no conoce el vacío. Es más: el espacio lo crean los objetos, no hay un marco de referencia independiente, la decoración es la multitud que se alimenta. De hecho, uno de los pocos defectos es que las mesas están demasiado juntas; incluso en los rincones más selectos dispones del territorio justo, lo cual tiene sus ventajas pues es normal pegar la hebra con la rubia fatal o con el guiri alemán que pregunta por los callos. Como en La Bola, se respira un ambiente de grupo que comparte vivencias opuesto al atomismo impersonal que sobrevuela muchos restaurantes de fin de semana; esos sitios anodinos que no son ni buenos ni malos ni nada. Lucio lo fomenta con las coplas de un cantaor que se arranca en mitad de la pitanza en las que elogia al dueño, a la gente y al arte del buen vivir. No se inquieten, sus jipíos duran tres minutos y no pasa la gorra. En resumen, si quieres participar de la fiesta, tienes que reservar con una semana de antelación.

Hay muchas formas de comer en el más célebre bistrot de Madrid y, en palabras de Lucio (que repite cada vez que vas), el más conocido de la historiaAllí han llenado la panza, si te entretienes en mirar las fotos, lo mejor (y lo peor) del gran teatro del mundo. No les canso con nombres y fechas, ustedes mismos. Yo he hecho por esta ciudad más que nadie, afirma convencido. Puedes ir con la señora y la pareja de viejos amigos, los mismos sin señoras, con los íntimos del trabajo, con la ex o con la otra, con la familia extensa (pagan los abuelos), solo, a oscuras y en celada… Cada variante tiene su precio y su forma. La horquilla de la cuenta es muy amplia. Cené este jueves “en el modo dos parejas”. El lema: todo es de todos. El intercambio no cesa. Si hubiésemos ido Juan y yo ninguno habría metido la cuchara en el guiso del otro. 

El primer logro de Lucio es el trato. Desde que entras, aunque sea la primera vez, eres uno más de la familia. Los camareros de la barra te saludan, tienen la frase salpimentada, piropean discretamente a las señoras (menos de lo que ellas quisieran); el maestro de sala, uno más, te indica la mesa y te entrega la carta. Durante la cena, los camareros y el propio Lucio, que por costumbre saluda como en las bodas a todos sus invitados, te hacen sentirte importante. Tratan con la misma pompa y circunstancia al comensal desconocido que al jugador del Real Madrid, al político del Senado o al tertuliano de peso. El piso de arriba parece un desfile de famosos.
El segundo logro es el tempo del servicio. Ni te agobian con emplastos traídos al instante ni tardan océanos de tiempo entre los platos. El tiempo justo en cada tercio: el aperitivo, los entrantes, la sopa, el plato principal, el postre, café, copa y puro… Si vas con las señoras el repertorio se reduce. Olvídate del churrasco, el rabo de toro, el capón o las alubias con faisán. Ellas miran el bolsillo y guardan la línea por este orden. Como contrapunto hay que impedirles que socialicen las alcachofas con crema, la tempura de verduras o la ensalada de escarola. Una vez que se equilibran las fuerzas, algo queda en la carta.

Te aconsejo el jamón de Jabugo especial, gástate un poco más y no pidas el de la clase media, disfruta de un aroma y sabor que no son de este mundo. Si te gusta el pan con tomate, también. El vino de la casa es un Rioja cumplidor, por debajo del jamón, pero si pides la carta de vinos el precio se dispara. Exquisitas las croquetas por unidades (mínimo tres por boca) y puedes cerrar las entradas con un plato de cocochas comunal (algo del mar hay que probar). Si prescindes de los grandes monumentos de carne y pescado, se imponen de segundo los huevos estrellados. Lucio dice que todos los imitan, la competencia, las amas de casa celosas, pero nadie los hace igual. A los letrados con servilleta les sugiere que escriban una tesis de su invento. Son una leyenda urbana: huevos de corral, patatas lustrosas, aceite de oliva virgen y un toque más hermético que le fórmula de la Coca-Cola. Son lujurientos. Si no me creen pasen y vean. En cuanto los pruebas (ese primer bocado glorioso) sabes que son otra cosa. Pero de lo que no se puede hablar, mejor es callar. Terminamos con el postre: el más famoso es el arroz con leche y costra. Una elección segura. No está dulzón o trabado, sino cremoso y suelto; el punto dulce lo pone el caramelo. La novedad es una delicada torrija cuyo sabor a canela te inunda la boca. Después un taxi y a casa. No andes por ahí estropeándote la cena con brebajes alcohólicos y conversaciones vanas. Todo lo que tenías que decir ya lo has dicho en Lucio. 

domingo, 21 de septiembre de 2014

El tenderete de Óscar


Leía ayer absorto el estupendo comic de James Vance y Dan Burr Contra las cuerdas cuando salió mi hija de su cuarto, miró el libro por encima del hombro, sonrió con un gesto que conozco (¡A ver si maduras!) y se fue a la nevera…
- Los hombres no maduramos nunca, le dije al volver.
- Sólo maduran los aburridos, matizó.

Mi afición por el cómic viene de mi adolescencia conquense, incluso antes. Y en gran parte se la debo a Óscar, el dueño de un quiosco de venta e intercambio de cuentos que había a menos de cien metros de mi casa. Sólo tenía que cruzar la calle, un poco más allá del bar La Martina. Lo recuerdo como si lo tuviera delante. Se trataba de un tenderete dentro del portal; entrabas y a la izquierda había un mostrador forrado de hule oscuro de unos tres metros; el interior estaba lleno de estanterías metálicas con agujeros y debajo la caja del dinero o similar (no se veía). El cartel con los precios, al lado de un almanaque de pared, cambiaba cada tres años. Óscar era un tipo de edad indefinida, entre cuarenta y sesenta, bajito, de pelo canoso, gafas de concha sobre la enorme nariz y guardapolvo azul; en la calle parecía más alto. Pero sobre todo me acuerdo de sus manos: velludas, ágiles en el manejo, precisas como las de un cirujano.
Era un negocio sin trampa ni cartón, no como los llamados “intercambios de archivos” que se dan en la red a través de los programas P2P. El procedimiento era sencillo: supongamos que llevabas tres cuentos. Óscar cogía el primero, lo examinaba por dentro y por fuera, después sacaba de los anaqueles un mazo de entre diez y quince ejemplares. ¡Con que arte manejaba los tacos, ordenaba, alineaba, guardaba! Había dos criterios: la colección y la conservación. De una misma colección, por ejemplo El teniente Blueberry, los tenía nuevos, en buen estado y sobados. Los que estaban en la últimas los devolvía con gesto amable. Cuando te daba la salida, sin prisa pero sin pausa escogías. Una vez cambiados, pagabas y a disfrutar. La circulación de bienes era fluida, aunque si ibas con frecuencia las novedades se resentían. Era el momento de comprar y alimentar allí mismo el mercado. Lo bueno de Óscar era el trato personalizado. Como conocía los gustos de cada cual te daba sabrosos consejos mientras decidías tus cambios o compras.
Los cómics (como por fin los hemos llamado) que trocaba en el quiosco de Óscar eran un reflejo de la sociedad civil y militar de la posguerra. El guerrero del antifaz tajando infieles al grito de ¡Santiago y cierra España! era un remedo de la censura eclesiástica; Roberto Alcázar y Pedrín armados con porra y pistola, trasunto de los matones del régimen; Carpanta, un vagabundo cuyo único objetivo era manducar un mendrugo de pan con una sardina arenque, un espejo de la España del gasóleo y piojo verde; los nimios problemas de La familia Cebolleta, un paradigma moral de la familia franquista; o los demasiado jaleados El Capitán Trueno y El Jabato, símbolos de las gestas transnacionales de la banca y la cristiandad. Y sobre todo, los cuentos apaisados de la colección Hazañas bélicas de Boixcar en cuyas viñetas los marines norteamericanos llamaban a los nazis de las Ardenas “fritzs cabezacuadradas” y a los japos de Guadalcanal “perros chinangos” antes de fulminarlos. Eran los tiempos en que el General Eisenhower saludaba a la multitud en la Gran Vía desde un Rolls Royce descapotable escoltado por la guardia mora mientras Franco dormitaba a su lado.
Cuando volvía a mi casa, tras devorarlos (y ante la aprensión creciente de mis padres) sacaba lápiz y cuaderno y jugaba a pintar mis propias aventuras tirado en el suelo. Hojas y hojas llenas de sables, tanques, caballos, portaviones, legionarios, soldados. Por allí desfilaban las batallas del Maratón, de Midway, de las Navas de Tolosa o la derrota de Rommel en el Alamein. Hubiera preferido jugar al fútbol o al pillado, pero… Si hubiesen estado de moda los psicólogos infantiles, habría acabado en la consulta de alguno. Me lo imagino interrogándome con mirada alucinada tras observar mis cuadernos.

- Por qué pintas esto.
- Porque me divierte.
- ¿Te divierten las batallas?
- No, me divierte pintar las batallas.

Recuerdo a mi abuelo materno regalarme con intención terapéutica La isla misteriosaEl libro de las tierras vírgenes o El Conde de Montecristo. Sin éxito. Estuve cambiando cuentos en Óscar hasta que acabé la carrera (nueva alarma de mis padres por mi salud mental). Sin distancia bretchiana compaginaba la lectura de SupermanBatman con los libros de Roman Gubern sobre el lenguaje de los comics. Después, mucho después, agradecí a los cuentos de Óscar los servicios prestados y los guardé en un cajón del que curiosamente desaparecieron. Pero todo permanece. Hoy tengo una aceptable colección de comics y al menos una vez al mes frecuento las excelentes secciones de la FNAC, La Central o la Casa del Libro. Cuando vuelvo a mi casa con la mercancía disimulo hasta ponerla a buen recaudo para que nadie se preocupe por mis manías. Me siento un Mik Jagger de la historieta, ¡Sólo son comics, pero me gustan! 

jueves, 11 de septiembre de 2014

Volver al mar, volver del mar


He veraneado doce años en las costas de Galicia y otros tantos en las de Levante. Se dice que en Galicia se está bien en todas partes excepto en el agua y que en Levante ocurre al revés. En lo que concierne al baño estoy de acuerdo.
En Galicia lo mejor es pasar de la playa; o ir a la hora del aperitivo cuando la familia y los amigos están a punto de levantar las jaimas. Lo suyo es ir vestido con pantalón blanco, náuticos, calcetines de hilo, camisa rosa pálido y chaqueta azul marino. Llegas en coche, preguntas donde tocan los trozos de empanada, el pulpito, las navajas y arrancas.
Pero si vas a la playa o te obligan, pueden ocurrir dos cosas: que el viento esté en calma, lo cual quiere decir que llueve a modo o está a punto; o que el cielo esté despejado, lo cual significa que sopla una nortada que se lleva las sombrillas en volandas; si paseas por la orilla, la arena se convierte en azote de herejes. No hay destape por miedo de las damas a coger lo que no tienen. No obstante, hay días en que se produce el milagro: las doce en el reloj, el mundo está bien hecho. Hace calor y decides bañarte. Con meter un pie ya sabes lo que te espera. Ser mar es ser percibido: corta. En Galicia (y en la costa cantábrica) el agua ataca al hombre. La única razón para seguir es que despierta un hambre de lobo en tierras del buen yantar. Otra ventaja es que te haces un chequeo completo sin acabar con una sonda en el trasero. Si sales por tu pie es que estás sano.

- ¿Qué tal está el agua?, pregunta la escamada concurrencia.
- Cuando te acostumbras, buena, contestas entre tiritones, los labios morados, eunuco.

Otro de los alicientes es la adrenalina. Bañarse es deporte de riesgo: una de cada diez veces te pica una faneca y acabas con el pie como un melón. La señora te llama idiota por pisar donde no debes; los socorristas te echan la bronca por no llevar sandalias de goma; te untan el pie con pomada y el resto de la mañana a la pata coja. Si nadas para quitarte el frío, el ejercicio consiste en librarte del puré de algas. Y si no hay algas, notas de pronto una corriente gélida (ayer no estaba) que te cala hasta los huesos. Das media vuelta, sales aterido, te sepultas en las toallas que has comprado en Portugal y te frotas como un poseso. En Galicia te bañas por obligación. Porque la ley moral dicta que si vas a la playa no hay más huevos que meterse entre los témpanos o ser un mierda.

Levante es otra cosa. Aguas deliciosas, brisas suaves, paseos en patín. El Mediterráneo es un regalo. Cuando te despiertas, las endorfinas playeras te golpean el vientre y te hacen cerrar el puño. Después, el baño te refresca cálidamente. Ronroneas satisfecho cuando te mecen las olas. Puedes permanecer dentro el tiempo que quieras. O celebrar una mesa redonda sobre la horchata. Al salir te sientes renovado. Resuenan en tus oídos ciertos sonsonetes del festival de San Remo. Te sobas en la arena y percibes el ritmo de los grandes ciclos, la luz de los mitos solares, la voz de los dioses marinos. Sirenas y nereidas muestran sus encantos. Cuando sales del ensueño el cuerpo te pide marcha.

En ciertas calas te bañas en la orilla con tumbona incorporada, apurando el mojito de ron. Al caer la tarde te das el baño primordial. El sol se ha ido y queda un agua transparente que conserva el calor de la jornada. Un milagro madurado por las horas. El mar está como un plato. Entras poco a poco, sientes que la vida entra por tus poros, que un año más estás en paz con los cuatro elementos… Y cantas:

Volver al mar,
Volver del mar.
El mar, el mar,
Siempre volviendo a empezar.

(Del ciclo El madrileño y sus sombra).

sábado, 23 de agosto de 2014

El cholismo ilustrado


Y van cinco en dos años. Sin contar el último Carranza. Celebraremos aquí mientras Dios me dé salud cada copa que levante el capitán del atleti por pequeña que sea. Para nosotros todas son de oro. Tenía preparadas doscientas páginas para glosar la gesta de Lisboa pero al final (nunca mejor dicho) la puñalada de Ramos nos dejó con dos palmos de narices. ¡Qué manera de palmar! Por cierto ayer estuvo a punto de repetir la gracia. Hay cosas que se entienden pero no se olvidan. Así es el laberinto de las emociones. Como decía Kun-Fu: Las cosas una vez que ocurren han sucedido. Una vez más, la vida y el fútbol se dan la mano. Ordené a mi hijo, casi como Kafka, que quemara mis páginas de la Champions. No sé qué habrá hecho.

Para mí la “clave del triunfo” en la Supercopa (cito al mítico Manolete) fue el fútbol de autor que practica el equipo. Mientras que cada comienzo de liga el Madrid tiene que rehacer sus esquemas tácticos para que sus flamantes fichajes se acoplen, el cholismo ilustrado practica la máxima de que el bien común es anterior y superior al individuo. Nadie viene al atleti a demostrar lo que sabe hacer por cien millones de pavos porque ya está sabido. Si Messi fuera rojiblanco defendería los saques de esquina en el primer palo metiendo el codo en la cara del central contrario y luego saldría como un lobo con la pelota robada sin culebreos ni mariconadas. La distancia más corta entre dos puntos (le habría dicho mil veces su entrenador) es siempre la línea recta.

La filosofía futbolera del Simeone es muy clara: si no te meten un gol hay muchas probabilidades de ganar. En el atleti todos son defensas, todos cierran las zonas estratégicas del campo (presión agobiante, ayudas escalonadas, ahogo de las bandas) y alguno enchufa el gol que cambia el partido. No importa ceder la pelota, realizar un juego previsible, tirar balones largos, echarla fuera a la mínima, forzar al tarjeta, acabar la jugada como sea… lo importante es no correr riesgos innecesarios.
Las armas ofensivas son el contragolpe marca de la casa y la estrategia a balón parado. Me imagino al Cholo en su casa a las tres de la madrugada echando humo por las orejas tras emborronar innumerables folios con las recetas que ensayará en el entreno de las doce: Protocolo de córner 32 b desde la izquierda. Koke con rosca al primer palo a media altura, fuerte para que la defensa contraria y nuestros propios atacantes se la coman con patatas, el portero tapado por un volante que se le echa encima no la ve y el último delantero en el segundo palo la clava de tacón a dos metros de la red…

Su estrategia psicológica no es menos efectiva. Ama a sus jugadores y es amado por ellos. ¡Esos muchachos que han crecido tanto a pesar de todo! larga conmovido a la prensa. “Todo” es la caja desmedida del Madrid, Barça y los grandes expresos europeos. El Chelsea quería comprar este año hasta el relente del Manzanares. En mi opinión ni Costa ni Filipe Luis han estado a la "altura moral" del club que los ha encumbrado.
Defiende Cholo la sana divisa del “partido a partido”. Una propuesta sensata que significa: no especulemos con proyectos majaderos, no demos pedales en una bici sin cadena pues lo único que se consigue es calentar el cerebro de la tropa. Un jugador debe procesar información en el campo y punto. 
Habla bien de los árbitros (o no habla en caso de cagada) porque es la única forma de predisponerlos a su favor. Por lo demás, no creo que a nadie puedan molestar las dos cariñosas collejas de ayer al línea.
Domina la comunión mística con la grada. Desde el banquillo dirige a la afición como un maestro de coro. Sólo le falta la batuta. Ayer montó su circo grabando con el móvil media hora del incendio colectivo. Pero cuando culmina el triunfo con el pitido del árbitro sabe conceder a sus jugadores el mérito y la gloria. Decía ayer, preguntado por esa modestia suya, que para él saltar al césped con los brazos abiertos era invadir el protagonismo de los gladiadores. Notable.
Por último, sus ruedas de prensa son espléndidas. Es original, evita los tópicos que reclaman los periodistas del ramo, los considera superentendidos y a sí mismo el tonto del pueblo, se parten de la risa con sus desplantes toreros, elogia las virtudes del contrario y tiene la osadía de tocar sutilmente las narices al Madrid (si lo haces de frente enseguida te echan en cara su condición de mejor equipo de la galaxia. El imperio contraataca). 

Me hago la misma pregunta que Rubén Amón en su excelente libro Atletico de Madrid, una pasión, una gran minoría¿Por qué no son del Atleti los demás?

jueves, 24 de julio de 2014

¿Nietzsche y el nacionalsocialismo?


Friedrich Nietzsche, Ecce homoEl caso Wagner.

Forma incluso parte de mi ambición el ser considerado como despreciador par excellence de los alemanes. La desconfianza contra el carácter alemán la manifesté ya cuando tenía veintisiete años (tercera Intempestiva); para mí los alemanes son imposibles. Cuando me imagino una especie de hombre que contradiga a todos mis instintos, siempre me sale un alemán. Lo primero que hago cuando “sondeo los riñones” de un hombre es mirar si tiene en el cuerpo un sentimiento para la distancia, si ve en todas partes un rango, grado, orden entre un hombre y otro, si distingue: teniendo esto se es un gentilhomme [gentilhombre]; en cualquier otro caso se pertenece irremisiblemente al tan magnánimo, ay, tan bondadoso concepto de la canaille [chusma]. Pero los alemanes son canaille: el alemán nivela… Si excluyo el trato con algunos artistas, sobre todo con Richard Wagner, no he pasado ni una sola hora buena con alemanes. Suponiendo que apareciese entre ellos el espíritu más profundo de todos los milenios, cualquier salvador del Capitolio [un ganso] opinaría que su muy poco bella alma tendría al menos idéntica importancia. No soporto a esta raza con quien siempre se está en mala compañía, que no tiene mano para las nuances [los matices] (¡ay de mí, yo soy una nuance!), que no tiene esprit [ligereza] en los pies y ni siquiera sabe caminar. A fin de cuentas, los alemanes carecen en absoluto de pies, sólo tienen piernas. Los alemanes no se dan cuenta de cuán vulgares son, pero esto constituye el superlativo de la vulgaridad, ni siquiera se avergüenzan de ser meramente alemanes. Hablan de todo, creen que ellos son quienes deciden; me temo que incluso han decidido sobre mí. Mi vida entera es la prueba de rigueur [rigurosa] de tales afirmaciones. Es inútil que yo busque en el alemán una señal de tacto, de délicatesse [delicadeza] para conmigo. De judíos sí la he recibido, pero nunca todavía de alemanes. 

lunes, 14 de julio de 2014

14 Juillet, Vive la France !


REGARDER UN TABLEAU

Joseph Wright (1734-1797) a été considéré comme le premier peintre qui a exprimé l’esprit de la Révolution Industrielle : la science, les machines, le progrès matériel, la recherche et ses conséquences sociales. Il avait de nombreux contacts avec les hommes d’affaires industriels. Wright était aussi un ami de chercheurs et de fabricants d'équipements de laboratoire et de nouveaux appareils. Il a également appartenu à la Société Lunaire, un club dédié à la discussion scientifique. La science devient la religion de la raison : les idées illustrées sur les lois naturelles, la supériorité de la méthode expérimentale, les grandes découvertes (Newton). De plus, c’était l’époque des grandes sociétés scientifiques, comme la Royal Society of London, et la considération de la science comme un loisir qui pouvait se pratiquer même à la maison... 

Le titre du tableau que nous allons regarder est : Une expérience sur un oiseau dans la pompe à air [An Experiment on a Bird in the Air Pump]. Voici d'autres titres de Joseph Wright : L'alchimiste à la recherche de la Pierre PhilosophaleUn philosophe donne une leçon dans le planétarium. Le tableau appartient à la collection de la National Gallery depuis 1863 et a toujours été considéré comme une des créations les plus suggestives de la peinture rococo et un chef-d'œuvre de l'art britannique. Il y a dix ans, j'ai eu l'occasion de l'admirer lors d'une exposition au Palacio Real de Madrid. De format moyen (2,44 x 1,83 m), il occupait le mur principal de la pièce. Je vous présente les personnages : les deux savants, l’assistant des savants, les deux jeunes filles et leur père, les deux garçons, le couple… et la colombe.




Sur le tableau prédominent les éléments narratifs. Vous connaissez déjà les acteurs de la représentation. Mais le spectacle, c’est comment ? La source de lumière, sortant du centre de la composition, sert à créer des effets dramatiques. L'expérience scientifique réalisée par le personnage aux cheveux longs devient une mise en scène vraiment théâtrale. En même temps, l’aspect du tableau est « sacré », comme s’il s’agissait d’une toile classique où l'expérience scientifique devient une cérémonie presque religieuse.

C’est la colombe le sujet principal qui réunit tous les personnages. Le savant démontre le principe physique du vide. Une pompe à air a fait le vide dans la bulle de verre où une colombe blanche (un symbole éthique ou poétique) est en train de rendre le dernier soupir.

La petite fille inquiète observe l’expérience comme si elle était le témoin de l'exécution d'un prisonnier sur la place publique ou, encore mieux, du martyre d'un saint. Sa sœur, pleine d’affliction, ne peut guère supporter l’agonie de la colombe et se cache le visage… À son tour, leur père, probablement un ami des savants, essaie de la consoler avec des arguments empruntés à la froide objectivité scientifique. 

À droite, un autre chercheur qui a certainement assisté à plusieurs reprises à l’affaire, regarde pensivement un bol dans lequel sont déposés dans le formol certains viscères. Il semble avoir en tête une pensée presque théologique : Nous sommes forcément comme la colombe, un organisme vivant destiné à une mort sans dignité.

L'assistant scientifique, un garçon qui connaît bien la situation et empathise avec les émotions des filles, ferme la cage où était enfermée la colombe. C’est triste : il n’a pas le visage d’un garçon de treize ans.

À gauche, deux invités contemplent curieux et amusés l’expérience. Ils sont intéressés par l’exécution de la colombe. Au-dessus, sans se préoccuper des explications, une jeune femme écoute attentivement les insinuations évidentes d’un bel homme occasionnel. C'est un cirque ! Le cirque de la vie même. 

domingo, 13 de julio de 2014

El pantalán de Baiona


A mi hijo Nacho.

Hace un montón de años veraneábamos en la Ramallosa, cerca de Baiona, en las Rías Baixas gallegas. Como soy aficionado a la pesca me compré en la ferretería del pueblo una caña de plástico con carrete y los demás aparejos, incluida sacadera y nasa. Lo conservo todo en un altillo junto a mi equipo de pesca mayor. Sea donde sea, no hay nada como echar unas varas al agua.

Al día siguiente bajé al mercado a por un jurelito y un trozo de volador: el señuelo. Después de la siesta, mi hijo Nacho de ocho años y yo nos fuimos al pantalán de Baiona, prolongación de la Lonja y del puerto de bajura, al lado del muelle de los barquitos que van a las Cíes. A eso de las seis estaba a tope. Allí se daba cita el “todo Baiona”. Abuelos sin dientes de piel curtida, jubilados del sector primario, rapaces renegridos a los que sus madres habían largado de casa, charlistas con papel de fumar y picadura, mirones… Camino del pantalán, algunos mariscadores recebaban las nasas o baldeaban las barcas; las mujeres componían las redes y daban órdenes. Galicia es un matriarcado. Al segundo día vimos como un pescador se cargaba una gaviota de un remazo. La mujer tiró el guiñapo al agua. Nadie se inmutó (debe ser frecuente). Le dije a mi hijo que solo la había asustado pero no se lo tragó. 

Íbamos equipados con ropa de faena, cantimploras, gorras, galletas (nos obligaba mi mujer), toallas viejas para sentarnos en las tablas. Los primeros días el personal nos miraba como bichos raros, turistas fuera de lugar. Todavía Nacho llamaba palomas a las gaviotas. Los gallegos son gente reservada pero afable; encantados de hablar largo y tendido de nada; a la semana nos saludábamos cordialmente.

Hay que tener ciertas nociones de pesca para ir al pantalán y no salir emplumado: tantear el largo de línea, saber colocar el cebo, cambiarlo con frecuencia, calcular el lastre, elegir el tamaño de anzuelo y flotador. Mi especialidad siempre ha sido corchear, colocar el flotador en el sitio exacto; pura intuición, aunque en el pantalán tienes que echar el corcho donde toca. Si pican hay que tirar a tiempo para que los peces no se coman la carnada y escupan el hierro. No es difícil engancharlos si andas listo.

Bandadas de muxes  pasaban por debajo; a veces veíamos peces grandes, pero no picaban aunque pusieras jamón en el anzuelo. Simplemente te veían. El agua estaba sucia de las basuras de los barcos, del combustible y los vertidos del pueblo. Con suerte podías clavar alguna caballa terciada y sobre todo chinchos, unos aguerridos pececillos de diez centímetros que salen del agua muy cabreados agitando sus lomos brillantes. Sólo una vez saqué un sargo de treinta centímetros con la ovación del respetable. Por la noche lo apunté en mi diario. Sacábamos entre diez y veinte chinchos. Los habría devuelto al agua por dos razones: primero porque me caían bien, segundo porque no sabía qué hacer con ellos. Pero el instinto predador de mi hijo se imponía a la compasión que creía haberle enseñado. Lo pasábamos genial; el tiempo vuela, las emociones no paran, es increíble. Discrepo de Nabokov: no hay nada como pescar, ni siquiera cazar mariposas.

A ratos, mi hijo se iba a explorar por su cuenta. Una vez le cambiaron la gorra de Adidas por una visera pringosa de Estrella de Galicia. Otra, vino chupando un polo de fresa de segunda mano.

- Mira papá, volvió alarmado una tarde, aquel señor se ha cagado en D… 

Una tarde vino con la noticia de que un abuelo sacaba un pez tras otro. Hice un alto y me acerqué. Así era. De pronto tiró de un cordel y sacó del agua una bolsa de red muy fina llena de peces podridos. Cuando le pregunté me dijo que los chinchos que pescaba los dejaba un par de días al relente: la mayoría los metía después en la bolsa para cebar el sitio. Los que quedaban los ponía en el anzuelo. El invento me pareció una metáfora de la condición humana pero no encontré la explicación. Estoy en ello.

Al final del mes de julio, cuando ya nos tratábamos de tú, un paisano me pidió un trago de las cantimploras de plástico.

- ¿Es agua? me dijo. Se la pasé y escupió el trago al mar…

- ¿Pensabas que iba a estar fría? sugerí.

- No, pensaba que iba a estar… ¡caliente!  

Nacho no entendió por qué estuvimos cinco minutos aullando de risa.

Solo una vez fue mi mujer a vernos. Duró cinco minutos. Aquel día llevaba de cebo un bote de gusarapas que había comprado al hijo de mi patrón. Las cogía en la ría cuando bajaba la marea. Cuando me vio meter los dedos en el bote, ponerlas en el anzuelo y desclavar el primer pez, me dijo tajante: “No me vuelves a tocar”.

Al anochecer la expedición volvía a casa. El olor de mis manos era indeleble, a prueba de jabón y colonia. El niño iba rebozado en la mugre del suelo de madera, apestaba a sardina y su conversación incluía el repertorio de tacos aprendidos. Mi mujer miró los peces con aprensión y se negó a meterlos en la nevera. En una ocasión (desdichada, no pude reprimir la gracia) sugerí que se los regaláramos a mi suegra que vivía más abajo en la casa de la palmera. Se los cenaban los gatos del paisano que nos alquilaba la casa. Tras el festín, Nacho al baño y yo a la ducha de la mano. Lo mejor eran los percebes, las nécoras y la botella de Albariño sentados por la noche en la mesa del jardín…

La pesca se suspendió al final de las vacaciones por un suceso evitable. Hay ciertas cosas que un padre debe aclarar cuanto antes a su hijo. Volvía de la Ramallosa una mañana de comprar el Marca y una botella de ron. Al entrar escuché en la cocina la siguiente conversación.

- ¿Mamá, me puedes explicar una cosa que papi no ha querido decirme?

- ¿Qué cosa, cariño?

- ¿Qué es hacerse una paja?

Al día siguiente, después de la siesta, fui al dormitorio de Nacho pero se había marchado. Una escueta nota en la mesilla me informaba: “Me he llevado al niño a Panxon a ver a Marta y Agustín. Volvemos cenados. Vente si quieres”.