sábado, 7 de febrero de 2015

Un alumno aventajado



Historias de la vida misma. Fui profesor asociado en la UNED durante diez cursos. Impartí las asignaturas de fundamentos de filosofía y de introducción a la psicología en primero de la especialidad (que no era la mía, lo que me proporcionó algunos quebraderos de cabeza). Por ejemplo: una alumna, joven pero casada, me abordó al acabar la clase para pedirme consejo sobre un tema familiar. Su aspecto era el de un alma en pena. Le dije (con las prevenciones del caso) que si lo tenía se lo daría gustoso.

- Tengo un hijo de nueve años, Guillermo, y es superdotado,  desgraciadamente. Por supuesto, es el primero de la clase pero el colegio le aburre mortalmente, va veinte leguas por delante de los demás. Obviamente su maestro no es un experto en educación especial y se limita a ponerle dieces y felicitarlo. El problema es que mi hijo evita relacionarse con sus compañeros, los elude y se aísla en la última fila del aula o en un rincón del patio. Rechaza sin contemplaciones todos los deportes de equipo y si hay que preparar un trabajo en grupo, lo resuelve en cinco minutos, se lo da al primero que pasa y se esfuma. El profesor me contó que un día se acercó a Guillermo en el recreo; estaba sentado en un banco y le sorprendió la concentración con que se miraba las manos. Cuando le preguntó qué hacía, le respondió: “Las articulaciones, su posición, sus funciones, su diseño anatómico… son admirables”. Y después enumeró por orden los distintos huesos, músculos, tendones, etc. No los habían estudiado en clase.

Pero la cosa no para ahí, continuó la madre: no puedo discutir con mi marido tranquilamente, porque si nos oye –y su oído es muy fino- nos da todo tipo de consejos conyugales. “Yo creo, dice, que en este asunto que os preocupa lleva la razón mamá: primero, ahora no es el momento de cambiar de coche, porque si queremos ir de vacaciones a la playa hay que esperar; segundo, etc.”. A pesar de su interés por nosotros no se deja besar o abrazar; desde muy pequeño cada vez que he querido darle un achuchón se ha escurrido entre mis brazos como una anguila. ¡Imagine mi pena! Lo han tratado varios psicólogos, pero lo único que consiguen es que vuelva de la biblioteca pública con un tomo sobre terapia infantil. A la tercera sesión discute con ellos sobre el desarrollo de la inteligencia en Piaget. No lo puedo soportar. Cualquier asunto que le atrae se convierte en obsesión. Es capaz de memorizar la partida de ajedrez (¡otro suplicio!) que leyó ayer en el periódico o diez minutos del diálogo de una película que le gustó (casi siempre “de mayores”), también repite las palabras exactas que le dije el año pasado sobre cualquier tema (y que yo por supuesto no recuerdo). Su padre es perfeccionista pero a su lado es un manazas. Puede pasarse una tarde entretenido en desmontar y montar la tostadora. La deja mejor que estaba. Por no hablar de sus demostraciones con los ordenadores y videojuegos. Puedo asegurarle, y esto es lo más doloroso, que las personas no son su principal interés.

Hay centros especializados, le sugerí, para este tipo de niños. Sí, me contestó, pero son muy caros y no te garantizan resultados positivos ni siquiera a medio plazo…
Volví a encontrarme con Guillermo siete años más tarde en una clase de primero de bachillerato. Supe más adelante que procedía de un colegio privado, tenía un expediente estratosférico y fama de alumno difícil. Cuando le pregunté a la orientadora psicopedagógica me dijo que no podía dejarme su informe porque era reservado pero que lo podía considerar un “alumno aventajado”.  
Fiel a su costumbre se ponía en la última fila, sus compañeros lo respetaban desde la barrera. Sólo se sentaba a su lado su fiel escudero, un pelirrojo bajito y zambo, bastante raro, que parecía venerarlo. Nunca entendí la naturaleza de la simbiosis. Las preguntas de Guillermo sobre la asignatura eran alarmantes (prefería atenderlo aparte, en el departamento). Sus exámenes eran perfectos aunque nunca hacía las actividades de clase en el cuaderno. "No me hace falta", se excusó. Tampoco tomaba apuntes ni abría el libro de texto. Llamé a su madre y al punto nos reconocimos. “Es mejor estudiante que yo” (no había acabado la carrera). Me contó que Guillermo había mejorado sus habilidades sociales aunque las conductas afectivas no “estaban normalizadas”. Según parece, la inteligencia emocional le estaba vedada. Aunque ella ya no lo pasaba tan mal porque a cierta edad los jóvenes se vuelven más independientes. Se consolaba con la generalidad de la distancia afectiva.
Guillermo tenía el hábito de sacar en clase un ajedrez de bolsillo al que jugaba mentalmente, sin piezas. Lo cual no era obstáculo para responder correctamente a cualquier pregunta. Su nivel de atención, se podría afirmar, era multilateral; podía focalizar varios temas a la vez, algo imposible para una persona normal. Me contó que simultáneamente era capaz de leer una novela, escuchar una canción en inglés sin perder detalle y resolver un problema de álgebra. Su cerebro era un procesador de tres núcleos. Mientras que otros profesores lo echaban de clase sin contemplaciones cuando se negaba a guardar el tablero, yo fui tolerante, lo mismo que sus compañeros a los que sin duda ayudaba y eso debió ser el motivo de que conmigo no se cerrara en banda.
Recuerdo una de nuestras conversaciones en el departamento.

- Según ese tal Wittgenstein del que nos habló ayer, me dijo al entrar, sin siquiera saludarme y antes de sentarse en “su silla”, ética y estética son el sentido del mundo y además lo mismo. Dos afirmaciones que no acabo de entender.

Le expliqué que la razón teórica, el conocimiento científico (era un alumno de ciencias) nos explica objetivamente cómo es el mundo y la razón práctica nos propone subjetivamente qué o cuál es, su sentido…

- ¿La razón práctica incluye sólo la ética y las estética?

- No, también la religión y la política, aunque Wittgenstein no las cite en ese texto que hemos leído en clase.

- ¿Considera usted que la religión es “razón”?

- En cierto modo sí, puesto que exige al sujeto una reflexión teológica a favor, en contra o al margen. En  nuestros tiempos no existe la fe ciega del campesino medieval.

- ¿Considera usted que la política es "razón"? La gente vota, por ejemplo, por cualquier tipo de motivos excepto los racionales. Los políticos ni siquiera respetan el principio de contradicción.

- La política tiene también un fundamento reflexivo; la mayoría de los grandes filósofos se han ocupado de ella por lo que tampoco podemos separarla de las actividades a las que te refieres.

- No entiendo la segunda parte. ¿Por qué ética y estética son lo mismo? Me parece que es muy distinto no codiciar los bienes ajenos que disfrutar de un concierto.

-  Por supuesto. La afirmación de Wittgenstein es bastante enigmática. Lo que tienen en común es su proximidad en la gama alta de valores: lo bueno, lo bello, lo justo, lo sagrado… Para los sabios de la antigua Grecia lo bello era bueno y viceversa.

- Para mí el sentido del mundo son las matemáticas, sentenció Guillermo, aunque sean una ciencia y, según usted, razón teórica.

- ¿Cómo puedes explicarlo? Le sugerí, pues ahora era yo el interesado.

- Porque las matemáticas enfilan una dirección única de lo que usted llama razón práctica. De las matemáticas se sigue una ética del equilibrio y la capacidad de razonar en todos los ámbitos, incluso la religión y la política; una estética de las proporciones del mundo y la armonía interior del hombre, una visión numérica, incluso estadística, de la justicia conmutativa y distributiva, y una idea de Dios como supremo arquitecto que ordena con arreglo a leyes inmutables. ¿Quiere que discutamos cada una de estas conclusiones?

- Nadie entre aquí que no sepa geometría, pensé en voz alta.

Le aplaudí conmovido. Él se dio cuenta y lo apreció. Dudo mucho que Guillermo tuviera una inteligencia emocional menos desarrollada que sus semejantes. Al contrario. Simplemente sus caminos serán distintos y más elevados. Era un platónico maravilloso.

domingo, 1 de febrero de 2015

Diccionario filosófico. Historia


Hay cuatro grandes enfoques o filosofías de la historia: el positivismo, el idealismo, el personalismo y el materialismo.
- El positivismo concibe la historia como una colección de hechos dados, observables y verificables. La imagen positiva de la historia es la de una inmensa base de datos recolectada por los sabios a lo largo del tiempo. El historiador, según la época, desempolva estos anales y los ordena causalmente para que sirvan de cuadro fidedigno del pasado. El problema es que no hay hechos objetivos. La existencia de una base observacional neutral, “positiva o dada”, es una leyenda precientífica. Sólo hay hechos dentro de un marco teórico que les confiere sentido: tal marco establece lo que son y no son hechos; su función es seleccionar los que están dentro y los que quedan fuera de la historia. Por tanto, lo que los positivistas denominan hechos objetivos son en realidad valoraciones e interpretaciones. La Historia de los Papas de Leopold von Ranke o la Historia de Roma de Theodor Mommsen son buenos ejemplos de la historiografía positivista.
- El idealismo, a su vez, entiende la historia como la realización necesaria de las ideas metafísicas (o teológicas) que nos hemos forjado sobre la humanidad, las naciones y los pueblos. Los acontecimientos y procesos históricos responden a un inmenso plan manifiesto o latente, trascendente o inmanente que la razón puede conocer. El desarrollo de las civilizaciones se ajusta a categorías, etapas o ciclos previamente establecidos. El historiador constata y justifica el acuerdo forzoso de las ideas y los hechos, todo lo racional es real. El conflicto y las contradicciones empíricas se convierten en una logomaquia universal. Se trata, por tanto, de una concepción deductiva y apriorista, de carácter imaginario y carente de rigor. La historia se convierte para el idealismo en una utopía necesitaria que roza los límites de la profecía autocumplida. Las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal de Hegel o el Estudio de la historia de Arnold J. Toynbee se ajustan a los supuestos filosóficos del idealismo.
- El personalismo cree que acontecimientos y procesos son el resultado de las decisiones de los grandes actores de la humanidad. Los personajes privilegiados son el motor de la historia. Ellos son los que conciben los fines, disponen de los medios y de la capacidad de aplicarlos en los momentos cruciales. Detrás de cada coyuntura histórica está la voluntad de un genio o de un héroe. El resto de los actores, activos o pasivos, son los elementos circunstanciales del cambio. El problema del personalismo es que transforma la explicación científica en un relato literario. Hechos y ficción se se mezclan en una concepción mitopoética. Se confunde la historia con la intrahistoria. Acontecimientos y procesos se proponen, finalmente, como una narración sugerente y amena pero esencialmente incompleta y a menudo errónea. Las memorias de ultratumba de Chateaubriand o Los episodios nacionales de Galdós ilustran los principios de esta teoría.
- El materialismo, por último, se basa en el reconocimiento de los factores económicos como el núcleo preponderante de la historia. Las condiciones materiales de una sociedad fundamentan los acontecimientos, los procesos y las leyes que los rigen. Los hechos dados, las ideas abstractas o las acciones de los grandes personajes solo pueden ser comprendidas desde la investigación de sus bases económicas. La estructura productiva determina la superestructura ideológica y los estratos de una sociedad. El reduccionismo de este planteamiento oculta que la historia es más bien el resultado de un conjunto de procesos interdependientes: políticos, jurídicos, culturales, económicos, sociales, religiosos, científicos y técnicos. En un momento determinado uno o varios se imponen y controlan a los demás… o bien pasan a segundo plano para resurgir luego con fuerza. En cualquier caso, no existe un superfactor dominante. El 18 brumario de Luis Bonaparte de Marx o Civilización material, economía y capitalismo de Fernand Braudel son obras que utilizan el método economicista aplicado a la historia.

domingo, 25 de enero de 2015

La dispersión


En otra entrada me he referido al mito de la identidad personal. Sabemos que las células, incluidas las cerebrales, se renuevan constantemente. Que nuestra estructura psicológica está sometida a un proceso permanente de transformación: variamos constantemente la percepción global de la realidad, los esquemas cognitivos, los patrones de aprendizaje y la forma de solucionar problemas; por no hablar de las variaciones del carácter y la personalidad. La memoria (último reducto de la unidad del sujeto) nos presenta (y falsea) en cada momento unos recuerdos modificados en el tiempo por avatares y circunstancias. Las necesidades adaptativas exigen a veces que mantengamos nuestros patrones de conducta, que seamos parecidos a nosotros mismos; pero con frecuencia son necesarios giros radicales que nos hacen otros, extraños. La antropología judeocristiana y el derecho penal presuponen la identidad personal como garantía del veredicto divino o humano. El juicio final depende de la suposición de que quien se salva o se condena sea el mismo sujeto desde que nace hasta el final de sus días. La imagen y semejanza del hombre con Dios se basa en la analogía de que en cualquier momento yo soy el que soy. Pero no es así, pues la esencia del hombre es la alteridad: La idea de la unicidad de la persona solo es un pomposo absurdo. Schopenhauer escribió en alguna parte que uno se acuerda de su propia vida un poco más que de una novela que haya leído.

Como consecuencia de lo anterior, aceptamos que existir es una trama de vivencias que se relacionan para construir una unidad imaginaria a la que llamamos el sentido de la vida. Algo parecido a una novela costumbrista; pero la vida no funciona como un relato. La esencia de las acciones humanas es la dispersión. El único principio del devenir son los saltos. La vida es el reino de la discontinuidad. La mayoría de nuestros actos son aislados, a veces abismalmente; tampoco dependen unos de otros para ser comprendidos y en numerosas ocasiones son incompletos o inacabados: líneas huérfanas, anacolutos prácticos que concluyen antes de acabar la secuencia y a otra cosa. El escritor o el historiador no podrían explicar tales actos como elementos coherentes. No existe la geometría de la vida, acaso la única metáfora válida sean las líneas paralelas. Cuando tratamos de explicar qué somos, hacemos literatura no escrita. Nuestra vida es un enredo de tales dimensiones que para crear puntos de referencia, para buscar seguridad y orientarnos, pasamos sin transición lógica de la realidad a los símbolos. Sin la capacidad de reinventarnos mediante trucos narrativos nos volveríamos locos. Lo cierto es que no es posible hacer una biografía veraz ni siquiera del último mes. Somos un vasto mosaico de luces y sombras y según para quien. Haría falta toda la pericia de un dios omnisciente para juzgarnos. Nada tienen que ver la vida y la literatura. Son ámbitos independientes. La primera se basa en los hechos y su virtud es la simplicidad; la segunda se basa en la imaginación y su virtud es el ingenio… pues la sabiduría, la unidad de ambas, es inalcanzable. El llamado “mundo de la vida” es una especulación filosófica y nada tiene que ver con ella. Podemos usar en cierto modo la filosofía a favor de la vida y viceversa cuando la transitamos  (esto es lo que quería decir Gramsci con la frase “todo el mundo es un filósofo”), pero poco más. La mezcla incontrolada de ambas es el sueño de la razón y el camino de la desdicha.
La identidad personal y la unidad de la acción son los dos primeros presupuestos metafísicos de nuestra visión del hombre. El tercero es la comunicación efectiva mediante pensamientos, palabras y obras. Otra ficción antropológica siempre presente aunque más patente en nuestro tiempo. Volveremos.

¿En qué consiste la vida pues? En una sucesión ininterrumpida de haces de impresiones, como afirmaba Hume, el maestro pensador escocés. El ars bene vivendi consiste en pasar el mayor número de ratos agradables con las personas que queremos y poco más. ¡No te compliques la vida, sólo tu filosofía!


Siempre la misma chorrada
del eterno retorno y todo ese bla, bla, bla.
Mientras yo bebo leche merengada
en la terraza del Zaratustra.

(Houellebecq, Las partículas elementales)

martes, 13 de enero de 2015

El séptimo círculo

¿En qué consiste el milagro de la palabra? 
La versión actual de la famosa frase de origen aristotélico-escolástico de que "nada hay en el entendimiento que antes no haya estado en los sentidos" sería así: surge la palabra mediante la secuencia de transducción o transformación espontánea en centésimas de segundo de seis niveles de realidad totalmente heterogéneos (¡no estoy seguro de que seamos realmente conscientes del alcance del suceso!): primero, presencia de una oferta ilimitada de estímulos físico-químicos en el medio ambiente; segundo, su captación al vuelo por nuestra exquisita organización sensorial y la posterior conversión en mensajes nerviosos; tercero, su traducción neurológica en contenidos mentales o percepciones (sólo refiero aquí la secuencia de la percepción visual por no complicar demasiado las cosas: procesamiento de la imagen en dos dimensiones, procesamiento tridimensional, procesamiento del objeto o constancia perceptiva, procesamiento categorial o patrón perceptivo); cuarto, mutación del patrón perceptivo en signo lingüístico; quinto, codificación del signo lingüístico en gramática, sexto, traslación del signo lingüístico al pensamiento hablado o escrito.

Paul Auster, en su libro El palacio de la Luna, recrea el proceso (el misterio) de la construcción de la realidad pero al revés, no del objeto a la palabra, sino de la palabra al objeto. (¡Más difícil todavía y una genial intuición de las diferencias entre empirismo y racionalismo!). En el fondo se trata de una reflexión sobre el oficio de escritor y la emergencia de un séptimo nivel de realidad: la creación literaria. En el séptimo círculo el misterio se transmuta en prodigio: qué clase de flujos neurológicos y cognitivos se producen entre la mente y el cerebro, entre neuronas y psiconas, para que un poeta maldito francés susurrara a un periodista pelmazo que le preguntó: 

- ¿Es usted feliz?
- Todavía no he caído tan bajo...

¿Qué ves? Y eso que ves, ¿cómo lo expresarías con palabras? El mundo nos entra por los ojos, pero no adquiere sentido hasta que desciende hasta nuestra boca. Empecé a apreciar lo grande que era esa distancia, a comprender lo mucho que tenía que viajar una cosa para llegar de un sitio a otro.
En términos reales no eran más que unos centímetros, pero teniendo en cuenta los muchos accidentes y pérdidas que podían producirse por el camino, era casi como un viaje de la Tierra a la Luna. Mis primeros intentos con Effing [un viejo que se ha quedado ciego al que su acompañante intenta describir el mundo cotidiano] fueron terriblemente vagos, simple sombras que cruzaban fugazmente un fondo borroso. Yo había visto todo esto anteriormente, me decía; ¿cómo podía tener tanta dificultad para expresarlo? Un extintor de incendios, un taxi, un chorro de vapor que salía de la acera, eran cosas que me resultaban tremendamente conocidas, me parecía que me las sabía de memoria. Pero eso no tomaba en consideración la mutabilidad de las cosas, la forma en que cambiaban dependiendo de la fuerza y el ángulo de la luz, la forma en que su aspecto quedaba alterado por lo que sucedía a su alrededor: una persona que pasaba por allí, una repentina ráfaga de viento, un reflejo extraño. Todo estaba en un flujo constante, y aunque dos ladrillos de una pared se pareciesen mucho, nunca se podía afirmar que fuesen idénticos. Más aún, el mismo ladrillo no era nunca realmente el mismo. Se iba desgastando, desmoronándose imperceptiblemente por los efectos de la atmósfera, el frío, el calor, las tormentas que lo atacaban, y si uno pudiera mirarlo a lo largo de los siglos, al final comprobaría que había desaparecido. Todo lo inanimado se desintegraba, todo lo viviente moría. Cada vez que pensaba en esto notaba latidos en la cabeza al imaginar los furiosos y acelerados movimientos de las moléculas, las incesantes explosiones de la materia, el hirviente caos oculto bajo la superficie de todas las cosas. Era lo que Effing me había advertido en mi primer encuentro: no debes dar nada por sentado. Después de la indiferencia, pasé por una etapa de intensa alarma. Mis descripciones se volvieron excesivamente minuciosas, pues tratando desesperadamente de captar cada posible matiz de lo que veía, mezclaba los detalles en un desesperado revoltijo para no omitir nada. Las palabras salían de mi boca como balas de ametralladora, un asalto con fuego rápido. Effing tenía que decirme continuamente que hablara más despacio, quejándose de que no podía seguirme. El problema no era tanto de velocidad como de enfoque. Amontonaba demasiadas palabras unas sobre otras, de modo que en vez de revelar lo que teníamos delante, lo oscurecía, lo enterraba bajo una avalancha de sutilezas y de abstracciones geométricas. Lo importante era recordar que Effing era ciego. Mi misión no era agotarle con largos catálogos, sino ayudarle a ver las cosas por sí mismo. En última instancia, las palabras no importaban. Su función era permitirle percibir los objetos lo más rápidamente posible, y para eso tenía que hacerlas desaparecer una vez pronunciadas. Me costó semanas de duro trabajo simplificar mis frases, aprender a distinguir lo superfluo de lo esencial. Descubrí que cuanto más aire dejara alrededor de una cosa, mejores eran los resultados, porque eso le permitía a Effing hacer el trabajo fundamental: construir una imagen sobre la base de unas cuantas sugerencias, sentir que su mente viajaba hacia las cosa que yo le describía. Descontento con mis primeras actuaciones, me dediqué a practicar cuando estaba solo; por ejemplo, tumbado en la cama por la noche, repasaba los objetos de la habitación para ver si podía mejorar mis descripciones. Cuanto más trabajaba en ello, más en serio me lo tomaba. Ya no lo veía como una actividad estética, sino moral, y comencé a sentirme menos molesto por las críticas de Effing y a preguntarme si su impaciencia e insatisfacción no servirían a un fin más alto. Yo era un monje que buscaba la iluminación y Effing era mi cilicio, el látigo que me flagelaba. Creo que no hay la menor duda de que mejoré, pero eso no quiere decir que estuviera totalmente satisfecho de mis esfuerzos. Las exigencias de las palabras son demasiado grandes; uno conoce el fracaso con excesiva frecuencia para poder enorgullecerse del éxito ocasional. A medida que transcurría el tiempo, Effing se hizo más tolerante con mis descripciones, pero no estoy seguro que eso significara que se acercaban más a lo que él deseaba. Tal vez había renunciado a la esperanza o tal vez había perdido interés. Me era difícil saberlo. También puede ser que se estuviera acostumbrando a mí, simplemente.

sábado, 13 de diciembre de 2014

Vacaciones de riesgo


Es conocido por los teóricos del gusto y otros estudiosos de la moda que lo que hace una hora era tendencia ya no lo es. Tendencias hay en todos los rincones de la cultura y esta dinámica social, este tránsito vertiginoso a ninguna parte, es la primera diferencia entre las sociedades civilizadas y los pueblos primitivos. Los bosquimanos o los pigmeos tienen tradiciones ancestrales, son ajenos al cambio para bien o para mal.


Las tendencias se parecen a la eclosión y extinción de las especies por selección natural excepto en un detalle: son reversibles, no se pierden definitivamente como los pterodáctilos, pueden retornar al teatro de las vanidades con fuerza renovada. Además a nadie se le oculta que la mayoría de las tendencias no son el triunfo de una mutación al azar sino el resultado de sesudos programas de ingeniería mercantil y demás conspiraciones contra el bien común. No insisto. El sociólogo Jean Didier Urbain ha publicado algunos libros sobre una de las instituciones más relevantes en la vida de los ciudadanos: las vacaciones.  Una de las tendencias más briosas de los últimos años han sido las llamadas “vacaciones de riesgo”.


Algo percibí el verano pasado cuando un viudo setentón, conocido mío de la piscina, me anunció que se había apuntado a un viaje al Polo Sur para recorrer la ruta de Admudsen, acampando incluso en el paraje denominado de la carnicería donde el insigne explorador sacrificó a veinticuatro perros para tapar las penurias de la expedición. Me mostró una copia digital del programa. Mira, me dijo, el menú del día en el mismo sitio incluye una sabrosa caldereta de husky siberiano. ¡Es como comerte a tu cuñado!


Una conocida agencia de viajes madrileña, me contó un colega en una boda, ofrecía por un precio razonable un viaje en barco a través de la selva amazónica. Su mujer no lo dudó. De entrada, te facilitaban la vacunación oficial de cuatro o cinco enfermedades antes de salir. El programa incluía un safari fotográfico, guías expertos en patear la jungla y paradas en las aldeas rivereñas. Lo peor eran unos mosquitos gigantes, inmunes a las lociones forte que se untaban. Me dijo que sólo habían recalado en un poblado: indios en taparrabos con las pinturas del clan, comida a base de peces amazónicos servidos en hojas de árbol, brebajes elaborados por las mujeres de la tribu, danzas rituales y final con hechicero en trance. Por unos euros más te podías tirar a su hija, afirmó convencido. Uno se imagina a los aborígenes negociando la oferta con la agencia o navegando con conexión de alta velocidad en la choza.


Siguen en la ola los viajes a "países peligrosos”, Yemen, Vietnam, Mongolia. Los turistas del subidón de adrenalina se han adentrado en Kurdistán, Kerbala y Bagdad. Y la cosa no para ahí. A cierta gente le ponen los países en guerra. ¡Muchos son jóvenes ejecutivos!
En Europa del Este algunos operadores ucranianos ofrecen una "visita única" a la central de Chernóbil. Están de moda los barrios de chabolas de los países más pobres de África, las favelas de Río de Janeiro o los lugares marginales de las grandes ciudades donde se trapichea con droga.   
Los que prefieren el desafío animal tienen donde elegir: baño en aguas turbias con cocodrilos australianos, buceo en los arrecifes del Caribe plagados de tiburones, nadar acompañado de orcas en las aguas heladas de Alaska o andar entre leones en el parque nacional de Matusadona en Zimbabue.   


La periodista Geneviève Comby, en un divertido artículo publicado en la revista Le Matin dimanche, relata algunas experiencias europeas de lo que llama vacaciones de escalofrío. La antigua prisión de Karosta en Letonia te recibe a cualquier hora del día o de la noche. Primera sorpresa: no sabes cuándo te toca, el móvil puede sonar a las tres de la madrugada. La opción incluye traslado en autobús celular con rejas y guardias patibularios, celdas espartanas, comidas infectas e interrogatorio musculoso en los sótanos. En Rumanía una agencia propone dormir en la misma cama que ocupó Ceaucescu la noche antes de ser ejecutado. Los iniciados en el internet profundo pueden contratar un paquete temático para sobrevivir durante una semana como un vagabundo en París: dormirás bajo los puentes del Sena, pedirás limosna en el metro, beberás vino malo en los arrabales, molestarás a las señoras que van a la compra o harás pipí en la calle.


Se pregunta Jean Didier Urbain cuáles son los motivos de esta increíble tendencia: sugiere, en primer lugar, que mucha gente ama el exotismo, pero no el basado en la diversidad de paisajes o culturas sino en el riesgo. El riesgo es el camino al viaje cósmico, al éxtasis místico, al orgasmo universal; un contrapeso para los que no soportan la rutina de los usos sociales o el trabajo. También, añade, está el alarde de contar tu aventura cuando vuelves al redil y exhibir la rareza de algo que te hace diferente. Asimismo, existe la posibilidad de retomar el sentido de la existencia: como si al terminar las vacaciones hubiéramos superado una enfermedad muy grave y pudiésemos contemplar el mundo de otro modo. Pero si lo que te gusta es una forma más relajante de pasar las vacaciones, subraya Urbain, no debes pensar que estás acabado. En todo caso, este tipo de turismo es minoritario y con truco, concluye. El grupo de jubilados que decide escalar el Everest por la cara fácil lo primero que exige es volver entero a casa: Los que buscan el riesgo quieren que las actividades en las que participan sean finalmente seguras. En esto consiste la paradoja: desean una aventura cuya parte imprevisible sea previsible.

jueves, 4 de diciembre de 2014

Ébola



Ahora que aparentemente ha declinado el virus del ébola se imponen algunas consideraciones incurables. 

Todos los muertos son iguales, pero un africano negro es y está más muerto que un europeo (o un norteamericano) blancos.

La muerte de un africano de raza negra es un hecho biológico; la de un europeo es un problema metafísico. Sólo el hombre blanco es un ser para la muerte

Cuando contemplamos las imágenes de un hospital africano atestado de moribundos, la filosofía (no digamos la política) se convierte en un sarcasmo.

Dos hitos: la epidemia de peste negra que asoló la Europa campesina en el siglo XIV y la del ébola que recorre África en la actualidad. La muerte sigue siendo la gran posibilidad democrática de los pobres y marginados (Henri Pirenne, La Edad Media).

Las enfermedades contagiosas más virulentas, la peste, el sida, el paludismo, el ébola, no se originan por la conjunción fatal de los astros ni son un castigo divino por los pecados de la humanidad (como se pensaba en la Edad Media). Las causas son otras y siempre las mismas.

La solución del ébola para los conservadores europeos y norteamericanos (que sólo los radicales se atreven a pedir abiertamente) es cerrar el flujo migratorio desde los países donde aparecen los focos de la enfermedad. En realidad hay dos epidemias superpuestas: el ébola, una epidemia biológica y la emigración, una epidemia social.

Lo cierto es que para un ciudadano de una democracia occidental el ébola es un nombre vacío, un mero flatus vocis. Es imposible saber en qué consiste realmente a menos que pases un mes en un hospital de Nigeria.

La opinión pública se vuelca en editoriales y argumentos sobre las mascotas sacrificadas por decisión médica. Lo único cierto es que a la inmensa mayoría le interesa más la vida de su perro que la de los hijos del vecino... aunque sean blancos. Imagínense.

A los países del primer mundo sólo les interesa explotar los recursos naturales de los países subdesarrollados. Incluida la fuerza de trabajo (a la que consideran un recurso más). El ébola es un riesgo, una consecuencia asumida por el modelo económico y un mercado emergente.

Las epidemias son el principal negocio de los grandes laboratorios. La medicina es una tecnología de la salud. La vacuna del ébola saldrá cuando su valor en cambio alcance el punto álgido de la gráfica.

El Estado puede ocuparse de la salud de sus ciudadanos -también de los expatriados- por todo tipo de razones, excepto las humanitarias. 

Decía Heidegger que la verdad sólo acontece en unos pocos modos originales (me gusta recordarlo juntos): 
El desocultamiento de la esencia en la obra de arte.
La acción que funda un Estado.
La proximidad de lo más ser del ser.
El cuestionar del pensador que cuestiona lo digno de ser cuestionado.
El sacrificio esencial. 

Los médicos, voluntarios y misioneros africanos que pierden su vida en el empeño de curar a sus semejantes en condiciones extremas son un ejemplo del último acontecer. 

viernes, 28 de noviembre de 2014

Diccionario filosófico. Belleza


Cada dimensión de la racionalidad práctica tiene un valor: La ética, el bien. La política, la justicia. La filosofía del trabajo, la realización individual y colectiva. La teología (si admitimos que forma parte de la razón práctica), la salvación. La estética, la belleza.

La belleza ha sido interpretada de diferentes formas a lo largo de la historia de la estética. Entre las más significativas se encuentran: la belleza como armonía, participación, imitación, abstracción y desvelamiento.

La belleza como armonía procede de los Pitagóricos, la primera escuela filosófica que elaboró una teoría estética. Su interés por las matemáticas, tanto la geometría como la aritmética, les llevaron a estudiar las proporciones espaciales y las relaciones numéricas que se dan en los cuerpos. Pitágoras y sus seguidores descubrieron, entre otras, la dependencia entre los intervalos musicales y la longitud de las cuerdas de la lira e incluso especularon sobre la relación entre las armonías musicales y la armonía del alma. Creyeron que la belleza consistía en el orden interno de las partes y la composición del todo. El paradigma del arte como armonía es la música, el canto solemne del rapsoda que presentaba al pueblo los poemas épicos acompañado de cuerda y percusión.

La belleza como participación. Según Platón, la belleza ocupa el tercer lugar de una jerarquía ontológica cuyo vértice es la idea del bien seguida por la de justicia. La idea universal de belleza fue descrita de muchas maneras en los Diálogos: como finalidad cumplida, como utilidad, como placer, como bondad o como armonía en sentido pitagórico. En el Banquete desarrolla la dialéctica de la belleza en sus momentos o etapas, desde la belleza sensible de los cuerpos, la belleza de las almas, la belleza de las leyes e instituciones, la belleza de la sabiduría, hasta la idea de la belleza en sí misma. Una obra de arte es bella en la medida en que participa de la idea universal de belleza, en que la forma sensible se identifica con la esencia permanente. El antropocentrismo griego encuentra el ideal de la belleza en la unidad perfecta entre lo corporal y espiritual. El paradigma del arte como participación se plasma en la escultura clásica, en la búsqueda de la medida y las proporciones, el canon, cuya máxima expresión es la belleza desnuda, intemporal, del Doríforo de Policleto. 

La belleza como imitación. La reflexión aristotélica sobre el arte comienza con la división de la racionalidad humana en tres grandes ámbitos: la racionalidad teórica o conocimiento (theoría), la racionalidad práctica o acción (praxis) y la racionalidad productiva o realización (poiésis). Entre las actividades de esta última, poética en sentido literal, se encuentran las artes. Para Aristóteles, la actividad del artista consiste en re-crear en re-presentar, en hacer reconocible la realidad empírica mediante la obra. En esto consiste la imitación (mimesis) como producción de lo bello. El arte imita a la realidad mediante la pintura, el verso, la música, la danza, la comedia o la tragedia. Así, la representación de la acción humana a través del arte produce en el hombre el sentimiento de belleza que va acompañado de agrado, placer o liberación. Pero se trata de un placer no meramente sensible sino intelectual en el cual se reconocen los objetos, los acontecimientos, las acciones y las pasiones. El placer que procede de la imitación alcanza su más alta realización en la tragedia, género al cual dedicó Aristóteles la parte más completa de sus reflexiones estéticas. Aristóteles define la tragedia como la imitación de una acción digna y que, además de grandiosa, es completa en sí misma, escrita en un lenguaje agradable y cada peculiar deleite desarrollado en su parte correspondiente en forma dramática, no narrativa; con peripecias que provocan la conmiseración y el terror, de suerte que se cumpla la purgación (catarsis) de tales pasiones. 

La belleza como abstracción. La importancia decisiva de la reflexión de Tomás de Aquino (la tesis doctoral de Umberto Eco se titula El pensamiento estético de Santo Tomás) estriba en su consideración del doble componente sensible e intelectual de la belleza, continuando con la teoría aristotélica de la imitación. El gusto estético procede de los sentidos de la vista o del oído, todavía sospechoso en la Edad Media. El gusto, olfato y tacto (como la risa) están aun cristianamente excluidos por su consideración hedonista, algo ajeno a la filosofía griega. Pero afirmar que algo nos gusta, añade Aquino, ya es un juicio estético que incorpora un argumento explícito o implícito. Por tanto, la experiencia estética no es algo meramente sensible sino intelectual. El pánico del cristianismo a los goces sensibles llevó a la estética al camino de la reflexión. La belleza concierne al juicio racional, no a la intuición sin nombre. Los juicios estéticos no son inefables sino que se formulan mediante conceptos. La sensación sólo es el momento inicial del proceso. La belleza sólo muestra su causa final en el conocimiento abstracto. Inversamente a su sentido etimológico (aisthesis), la estética tiene carácter racional. Lo que constituye la belleza del mundo no es la apariencia sensible sino la contemplación de las formas inherentes a la materia, creadas, según Aquino, por la razón divina para que el entendimiento las aprenda. El paradigma del arte contemplativo es la arquitectura, los bosques sagrados de las catedrales góticas cuyo significado didáctico o teológico va más allá de la visión inmediata. Las lágrimas del peregrino ante la fachada de Chartres son las pruebas vivas de la existencia de Dios. 

La belleza como desvelamiento. Los estudiosos de la historia de la filosofía han subrayado que las reflexiones de Heidegger sobre la verdad del ser cambiaron de rumbo cuando a mediados de los años treinta pronunció una serie de conferencias sobre el origen de la obra de arte y la esencia de la poesía. A partir de ese momento, el interés por el desvelamiento de la verdad se dirige a lo que la obra manifiesta y de lo cual el artista es un mero (e inconsciente) depositario. Hasta ahora el arte se ocupaba, según Heidegger, de la belleza, no de la verdad. Pero la belleza es el modo original de la verdad. Los otros modos son, por este orden, la acción que funda un Estado, la proximidad de lo más ente del ente, el sacrificio esencial y el cuestionar del pensador que cuestiona lo digno de ser cuestionado. La verdad habla en la belleza. La creación artística consiste en la producción de aquel ente que muestra el sentido del ser y pone en juego la eterna agonía de las luces y las sombras. La obra de arte levanta el velo de lo que está patente, es desocultamiento ontológico, iluminación del enigma que sobrevuela el ser; pero no como modelo ideal de las cosas, ni como imitación del objeto, ni como concepto que abstrae la forma… sino como transferencia u otorgamiento. Este desvelamiento de la verdad del ser adviene, en primer lugar, en la poesía. La poesía es la esencia del arte. La poesía es un nombrar del ser constituyente de las cosas. En el poetizar, los dioses toman la palabra a través del artista, ese intermediario entre los dioses y los hombres, y el sentido se hace manifiesto. En los poemas de Hölderlin, los relatos que lloran el olvido de la tierra resuenan con fuerza; aunque nada se ha perdido de aquellos tesoros que forjaron los grandes demiurgos, tan sólo permanecen ocultos a la espera del poeta y de su voz. La poesía de Hölderlin es el acontecimiento fundamental del hombre; sólo en ella está contenida la respuesta, la revelación que une al poeta con los vivos para anunciar una forma más alta de vida. Dice Heidegger: La esencia del arte es el poema. La esencia del poema es, sin embargo, la fundación. Entendemos este fundar en tres sentidos: fundar en el sentido de donar; fundar en el sentido de fundamentar; fundar en el sentido de comenzar. (…) ¿Qué tiene que ser la verdad para que pueda acontecer e incluso tenga que acontecer como arte?