domingo, 29 de marzo de 2015

Paul Delvaux en el Thyssen


Una verdadera obra de arte debería enseñarnos que nunca habíamos visto lo que vemos ahora.
Paul Valéry
Copio de la web del Thyssen:
El Museo Thyssen-Bornemisza, en colaboración con el Musée d’Ixelles, presenta la exposición "Paul Delvaux: paseo por el amor y la muerte", un recorrido temático por el insólito universo del pintor belga Paul Delvaux (1897-1994), una de las más destacadas personalidades del surrealismo del siglo xx.
Una muestra que incluye sus temas favoritos: las mujeres, los dobles y espejos, la arquitectura, los esqueletos y los trenes. Se trata de una constelación de imágenes que hunden sus raíces en los escenarios metafísicos de Chirico, la realidad aparte de Magritte o las composiciones sintéticas de Picasso. Es asimismo una iconografía puramente pictórica, elegida por su potencial figurativo, “buena para ser pintada”. Esta autonomía formal se da especialmente en la pintura surrealista (también en el cubismo y el abstracto) y es un principio basado en la libertad del arte y el carácter arbitrario de los temas; hasta el punto de que a este ejercicio de estilo no siempre le corresponde un contenido narrativo manifiesto o latente. Buena parte del carácter enigmático de la pintura de Delvaux procede de su mera plasticidad. También del interés de los surrealistas por la creación de mundos posibles. El afán de singularidad los lleva incluso a encajar en la composición objetos incompatibles o desconocidos.


Se ha afirmado que el núcleo de la pintura de Delvaux es una visión pesimista del eterno femenino, quizás reflejo de su experiencia biográfica. La mujer es representada a solas, en pareja, con su doble, en el prostíbulo y en todas partes. Están ubicadas en entornos en los que no es posible preguntar por el dónde y el cuándo. El rasgo predominante es la apatía, la ausencia de sentimientos. Son criaturas ausentes, melancólicas, desterradas. En el titulado “La soledad” (una obra fuera de la muestra), una muchacha en una estación desierta en medio de la noche, de espaldas, vestida con su mejor traje para no esperar a nadie, sigue con la mirada a un tren de mercancías que pasa a toda velocidad…


El amor lésbico, un motivo recurrente, se muestra con frecuencia en escenas tiernas, inocentes, en las que la primera experiencia amorosa es compartida con la amiga como rito de transición. En otros cuadros desvela una visión esencial del erotismo; también se presenta como deseo intenso y sexualidad.
El doble femenino de Delvaux, un arquetipo universal del dualismo y los opuestos, no incurre en la tensión, elude el conflicto, no busca polos ambivalentes, aparece más bien como rechazo de sí y huida silenciosa del hastío. El doble es alguien que no dirige gestos o palabras al otro. En la famosa Mujer ante el espejo las miradas no llegan a cruzarse.


La poesía de Delvaux consiste en transformar lo apolíneo -la buena figura, la luz diáfana, el orden geométrico- en misterio. Los escenarios arquitectónicos son vastas composiciones inspiradas en modelos de la antigüedad. Edificios que no están hechos a la medida del hombre, inmensas avenidas que alargan el punto de fuga hasta un horizonte mágico de mares o desiertos. A veces representan ruinas calculadas, ajenas a la evocación romántica. Mujeres misteriosas aparecen en primer plano o entre gentes que vagan sin propósito por las calles. El conjunto sirve para crear un ambiente irreal, opresivo, onírico. Parece como si pintor se hubiera despertado en medio de una ciudad fantasma: espacios que sugieren visiones de otros mundos, habitantes que han sido sorprendidos en medio de quehaceres herméticos, calles silenciosas con sombras de personas que no pueden verse.
Los esqueletos, otra de sus obsesiones, no son símbolos de la muerte sino radiografías del cuerpo, armazones animados, individuos. Son ante todo un desafío basado en la dificultad de darles movimiento, gestos y emociones. Mientras que en el resto de los temas Delvaux transforma lo apolíneo en misterio, en los cuadros de esqueletos transforma el misterio en relato. Los esqueletos están más vivos que las mujeres.


El enigma de Delvaux se convierte finalmente en obra abierta, hecho irrepetible o lenguaje privado. Muchos cuadros surrealistas van más allá de la interpretación y son propiamente accidentes puntuales cuyo sentido se pierde en la noche de los tiempos, incluso para el autor. Más aún, algunas composiciones son meros lenguajes privados, cúmulos de signos invertebrados, intraducibles, cuyo único vínculo con el espectador es que cualquier lenguaje privado presupone necesariamente el lenguaje común como sistema final de referencia. Al contemplar los cuadros de Delvaux, al comparar con esfuerzo los dos códigos, podemos afirmar una vez más que la imaginación no es un estado sino la existencia humana en sí misma.  

miércoles, 18 de marzo de 2015

Ganar, ganar y volver a ganar


¡Qué manera de sufrir! Normalmente solo escribo del atleti cuando tocamos copa, pero sería inconcebible no trasladar a las crónicas lo de anoche en el Calderón. ¡Vaya escena! El estadio a reventar, como en segunda. Las bufandas al viento, el ánimo tonante y un nudo en la garganta para entonar el himno. La afición atenta al gesto de su guía, el inefable Cholo ¡Qué distinta es (sin señalar) nuestra hinchada a otras, disciplinantes, frías y cabreízas!
Fue tremendo. Vi el partido en casa con Ana (la voz de la sensatez), disfrazado como siempre, incapaz de cortar la pizza, conectado por WhatsApp con mi hijo que está en Francia y por Samsung con mi hija y el resto de la familia para llorar juntos si ocurría lo peor, como en cierta final que nunca ocurrió. Con el desfibrilador al lado, treinta veces me levanté como un resorte para ir a otro cuarto, cerrar las puertas, aporrear las paredes y rezar en silencio.
Mal empezó la cosa con la lesión de Moya, aunque la entrada de Oblak (tan alto como Courtois) fue providencial. Para mí, el mérito del atleti fue no encajar el gol fatídico que sobrevolaba el estadio. Es evidente que no estamos como el año pasado. Sin entrar en matices masoquistas, además de los ausentes nos faltan ideas en el centro y definición arriba, aunque la defensa es la de siempre y el "pelao" Giménez más que una promesa. Los alemanes estaban como motos, daban cera, manos y codos a la cara, llegaban antes al balón, patadón y contraataque a mil por hora. Las apuestas no daban un real por el atleti. Vino el gol de carambola y nada cambió. Sin embargo, el milagro se produjo al cuarto de hora de la segunda parte. De pronto se les apagó el físico a los teutones mientras que los nuestros seguían igual y además achuchaban con más fe que razón. En la prórroga fuimos mejores, estaban muertos, pero faltaba ese detalle que ya no llega. Por ejemplo, el año pasado Raúl García las enchufaba y este se dedica a protestar.  
Después la ruleta rusa. No pude verla. Tengo que oírla en la radio, prefiero que me anestesien a gritos. A toro pasado, fue épica: los jugadores ensamblados, Arda de rodillas (dio resultado), la gente de los nervios. Entró ajustado el penal de Torres (lo único que hizo bien) y se fue a las nubes el de un desdichado; después el orgasmo universal. Seis millones de espectadores españoles vieron al atleti pasar a cuartos. Esperemos que no nos toquen los de siempre, aunque no creo en los sorteos de la UEFA. La pasta es la pasta. En fin, nunca se sabe, podemos eliminar al Bayern y palmar con el Mónaco.
La fría conclusión: necesitamos que los canteranos crezcan, las figuras resurjan, Mario no sólo juegue bien contra los buenos, y, sobre todo, que aumenten los euros del magnate chino para fichar un delantero, dos defensas y tres medios. Lo demás puede valer.

viernes, 13 de marzo de 2015

Pasar pantalla


Aunque de joven me pasaba la vida metido en el cine, ahora ocurre lo contrario. Tienen la culpa, a partes iguales, la vagancia hogareña y la suscripción a los canales del plus, donde con un retraso razonable puedo ver los últimos estrenos y las cintas que me interesan. Algunas, como Días de vino y rosas, las he grabado diez veces. Además tengo una pequeña colección de Dvds con los títulos que me convierten en estatua de sal, por ejemplo Les enfants du paradis de Marcel Carné, un film que no es de este mundo (no os molestéis, está descatalogado). Miro hacia atrás en el tiempo (el futuro lo vivo partido a partido) para pintar con brocha gorda mi paso por las pantallas de cine.

Con diez añitos (las fotos de familia me traen la imagen de un niño que no he visto en mi vida) íbamos los domingos, después del pollo asado, al cinema Palafox. Era propiedad de Caritas Diocesana, administrado con mano firme por un canónico de ancho perímetro adosado a un puro, sotana de raso y nombre Don Simón. Supe más tarde que Don Inocencio, Obispo de Cuenca, lo llamó al orden por los habanos y el balance opaco de las cuentas (nada nuevo bajo el sol). Por un precio infantil adquiríamos un bono mensual para las sesiones dominicales. Entrabamos en manada a las cuatro de la tarde y una vez sentados, algo más complejo de lo que parece, nos embuchábamos el Nodo con las glorias del Real Madrid y la peli de Kit Carson. En el descanso comprábamos en el bar chicle bazooka y gaseosa La Eufrasia y a las siete volvíamos a casa con las pilas cargadas, justo cuando nuestros padres iban a tomarse un café con mojicones en Ruiz. Recuerdo los pateos al llegar la caballería y los berridos de alivio tras la masacre de los sioux. También los disparos con pistolas de pistones en el patio de butacas y el toque de carga con trompetería de plástico. Si los petardos, objetos volantes y el estruendo pedestre se pasaban de la raya, se paraban las máquinas, se encendían las luces y pelotera. Amenazas de los esbirros de Don Simón. Después confesión general y propósito de enmienda para terminar la peli. La semana que viene Marcelino pan y vino.
Mi adolescencia irá siempre unida al Palmeras, un cine de verano junto al parque de San Julián. La noche conquense del viernes era el marco de la fiesta. El pase, con documental patriótico y paisajes, duraba de once a una y media. Por la sábana blanca desfilaban Ulises, Sandokán, el corsario negro y, como novedad, alguna propuesta melodramática censurada en la que los amantes eran amigos, las enaguas mamparas y los besos se suponían. El verdadero aliciente era que podías fumar, comer pipas (pepitillas en conquense) y llevarte la cena que nuestras madres preparaban encantadas: preferían tenernos allí que bebiendo cerveza en los bares de la parte antigua. Tras el descanso, con los créditos, sacábamos la pitanza. Sólo el olor a pies del conductor del Auto-Res Cuenca-Madrid, que no se perdía una, podía perturbar la velada. Se abrían las tarteras con tortillas de patata guisadas, filetes empanados, pimientos fritos, tomates del hocino y plátanos. Circulaba por la fila una bota clandestina de tinto con casera que Andrés le había birlado a su tío. Después, la fumata de Ducados. Los comentarios en voz alta se celebraban con risotadas: ¡La bicha, que viene la bicha, miala que se lo come el muslo de pollo este! Los daños colaterales del festín lunar eran lamparones y manchas de vinazo. Algunos iban en bañador y chanclas. Los chicos con los chicos y las chicas con las chicas. A lo más que podías aspirar era a saludarlas al salir y que alguna de tus gracias fuera oída (y tasada) por tu amor secreto (tanto que ni ella misma lo sabía).
De la juventud dorada recuerdo mi etapa de cinéfilo militante cuando estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras (y todavía eran algo). El cine ocupaba el ochenta por ciento de mis trajines. Atrapo al vuelo mi época de roedor de celuloide. Nos pasábamos el día metidos en la Filmoteca Nacional (tres películas seguidas); en realidad era una forma decente de no estudiar y trabajarnos el ego. Con otros dos amigos tuve la oportunidad de dirigir el cine club del colegio mayor San Agustín, uno de los mejores de Madrid, de lo que todavía me esponjo y me doy besos. Me ocupaba de la librería, la documentación y las reseñas que dábamos al público antes de comenzar la sesión. Durante los años ochenta, tuve oportunidad de tratar con gente entendida, enrollados, enganchados al cine; también de escribir algún artículo para la revista universitaria de tres números Fundidos. Buscando en el baúl de los recuerdos (un mueble real, no imaginario) encontré entre los folios amarillos uno sobre Blow up, que he subido al blog. Lo peor: como no había ordenadores perdí todas las reseñas, aquellos sufridos comentarios de página y media que nadie leía. ¡Daría cualquier cosa por recuperarlas, que filón para mis entradas!
El presente es más modesto. Hace años invitaba a mis hijos y sobrinos a los multicines del barrio (la mayoría han cerrado): ellos elegían, yo pagaba. Me hundía en las profundidades del sillón. Al aumento del estímulo, persecuciones brutales y explosiones, respondía con mis tapones de cera y a los diez minutos me quedaba zeta (obviamente mis ronquidos se perdían como lágrimas en el mar). Los mozos tenían orden de no molestarme si querían palomitas. Ahora, los fines de semana, si me dan todo hecho, voy al cine con Ana, mi hermana Carmen y su marido. Espléndida Mr. Turner, de Mike Leigh. La única condición es que no me lleven a salas del tipo IMAX 3D con pantalla astral y DOLBY envolvente, de las que te dan unas gafas pringosas al entrar y aguantas dos horas de fantasmas cerebrales y sobresaltos. ¡Prefiero la tele! Nada como el sillón de uno… y es que sin darnos cuenta nos vamos haciendo viejos.

martes, 3 de marzo de 2015

El simbolismo del Requiem



Independientemente de las clasificaciones y géneros, toda obra de arte está formada por un conjunto variable de elementos formales, compositivos, simbólicos, narrativos, expresivos, contextuales, entre otros… Es evidente que en las artes auditivas, es decir, en todas las artes asociadas al sonido que utilizan la música y los diferentes géneros musicales (sinfónicos, polifónicos o de cámara), predominan los elementos formales y compositivos, aunque también son relevantes los simbólicos. En el Requiem in D minor, KV 626 de W. A. Mozart todos los elementos simbólicos, internos y externos, giran en torno al tema de la muerte.
La misma misa de Requiem, su sentido litúrgico y religioso, símbolo de la solemnidad de la muerte.
La llegada a la casa del compositor de un carruaje con un extraño mensajero, símbolo del carácter inesperado de la muerte. Según parece, se trataba de un sirviente enmascarado que de modo conciso trasladó a Mozart el encargo de una misa de requiem para una persona distinguida que deseaba permanecer en el anonimato, símbolo del sentido igualador de la muerte.
El comitente había perdido recientemente a una persona muy querida y deseaba recordarla con recogimiento pero con dignidad, a cuyo objeto realizaba el encargo a Mozart, símbolo de la pervivencia tras la muerte. Se trataba del conde von Walsegg quien vio como la parca le arrebataba a su amada esposa en la flor de la vida, símbolo de la injusticia de la muerte.
La confesión de Mozart a su esposa Constanze del íntimo convencimiento de que estaba componiendo una misa de difuntos para su propio funeral, símbolo de la muerte como obsesión insuperable.
El ensimismamiento de Mozart, su diligencia por acabar el réquiem con un interés tan creciente que pasaba las noches y los días componiendo hasta el punto de poner en riesgo su precaria salud, símbolo de la primacía del espíritu sobre el cuerpo.
La muerte de Mozart el 5 de Diciembre de 1791 con sólo treinta y cinco años como consecuencia de una encefalopatía urémica y una anemia, suficientes para justificar la sensación subjetiva de envenenamiento y la patología afectiva bipolar a las que se refiere Constanze, símbolo del triunfo del cuerpo sobre el espíritu.
El funeral, al que solo unos pocos allegados asistieron y el entierro de sus restos en una fosa común (nunca se han recuperado), símbolo de la muerte como anonadamiento y olvido.
El carácter inacabado de la misa, símbolo de la finitud y las limitaciones de la vida humana. Y, sobre todo, la incomparable perfección de las distintas partes del Requiem, su inspiración casi sobrenatural que culmina con los sublimes compases del Lacrimosa dies illa que imitan la respiración de un moribundo, símbolo del triunfo del arte sobre la muerte.




sábado, 7 de febrero de 2015

Un alumno aventajado



Historias de la vida misma. Fui profesor asociado en la UNED durante diez cursos. Impartí las asignaturas de fundamentos de filosofía y de introducción a la psicología en primero de la especialidad (que no era la mía, lo que me proporcionó algunos quebraderos de cabeza). Por ejemplo: una alumna, joven pero casada, me abordó al acabar la clase para pedirme consejo sobre un tema familiar. Su aspecto era el de un alma en pena. Le dije (con las prevenciones del caso) que si lo tenía se lo daría gustoso.

- Tengo un hijo de nueve años, Guillermo, y es superdotado,  desgraciadamente. Por supuesto, es el primero de la clase pero el colegio le aburre mortalmente, va veinte leguas por delante de los demás. Obviamente su maestro no es un experto en educación especial y se limita a ponerle dieces y felicitarlo. El problema es que mi hijo evita relacionarse con sus compañeros, los elude y se aísla en la última fila del aula o en un rincón del patio. Rechaza sin contemplaciones todos los deportes de equipo y si hay que preparar un trabajo en grupo, lo resuelve en cinco minutos, se lo da al primero que pasa y se esfuma. El profesor me contó que un día se acercó a Guillermo en el recreo; estaba sentado en un banco y le sorprendió la concentración con que se miraba las manos. Cuando le preguntó qué hacía, le respondió: “Las articulaciones, su posición, sus funciones, su diseño anatómico… son admirables”. Y después enumeró por orden los distintos huesos, músculos, tendones, etc. No los habían estudiado en clase.

Pero la cosa no para ahí, continuó la madre: no puedo discutir con mi marido tranquilamente, porque si nos oye –y su oído es muy fino- nos da todo tipo de consejos conyugales. “Yo creo, dice, que en este asunto que os preocupa lleva la razón mamá: primero, ahora no es el momento de cambiar de coche, porque si queremos ir de vacaciones a la playa hay que esperar; segundo, etc.”. A pesar de su interés por nosotros no se deja besar o abrazar; desde muy pequeño cada vez que he querido darle un achuchón se ha escurrido entre mis brazos como una anguila. ¡Imagine mi pena! Lo han tratado varios psicólogos, pero lo único que consiguen es que vuelva de la biblioteca pública con un tomo sobre terapia infantil. A la tercera sesión discute con ellos sobre el desarrollo de la inteligencia en Piaget. No lo puedo soportar. Cualquier asunto que le atrae se convierte en obsesión. Es capaz de memorizar la partida de ajedrez (¡otro suplicio!) que leyó ayer en el periódico o diez minutos del diálogo de una película que le gustó (casi siempre “de mayores”), también repite las palabras exactas que le dije el año pasado sobre cualquier tema (y que yo por supuesto no recuerdo). Su padre es perfeccionista pero a su lado es un manazas. Puede pasarse una tarde entretenido en desmontar y montar la tostadora. La deja mejor que estaba. Por no hablar de sus demostraciones con los ordenadores y videojuegos. Puedo asegurarle, y esto es lo más doloroso, que las personas no son su principal interés.

Hay centros especializados, le sugerí, para este tipo de niños. Sí, me contestó, pero son muy caros y no te garantizan resultados positivos ni siquiera a medio plazo…
Volví a encontrarme con Guillermo siete años más tarde en una clase de primero de bachillerato. Supe más adelante que procedía de un colegio privado, tenía un expediente estratosférico y fama de alumno difícil. Cuando le pregunté a la orientadora psicopedagógica me dijo que no podía dejarme su informe porque era reservado pero que lo podía considerar un “alumno aventajado”.  
Fiel a su costumbre se ponía en la última fila, sus compañeros lo respetaban desde la barrera. Sólo se sentaba a su lado su fiel escudero, un pelirrojo bajito y zambo, bastante raro, que parecía venerarlo. Nunca entendí la naturaleza de la simbiosis. Las preguntas de Guillermo sobre la asignatura eran alarmantes (prefería atenderlo aparte, en el departamento). Sus exámenes eran perfectos aunque nunca hacía las actividades de clase en el cuaderno. "No me hace falta", se excusó. Tampoco tomaba apuntes ni abría el libro de texto. Llamé a su madre y al punto nos reconocimos. “Es mejor estudiante que yo” (no había acabado la carrera). Me contó que Guillermo había mejorado sus habilidades sociales aunque las conductas afectivas no “estaban normalizadas”. Según parece, la inteligencia emocional le estaba vedada. Aunque ella ya no lo pasaba tan mal porque a cierta edad los jóvenes se vuelven más independientes. Se consolaba con la generalidad de la distancia afectiva.
Guillermo tenía el hábito de sacar en clase un ajedrez de bolsillo al que jugaba mentalmente, sin piezas. Lo cual no era obstáculo para responder correctamente a cualquier pregunta. Su nivel de atención, se podría afirmar, era multilateral; podía focalizar varios temas a la vez, algo imposible para una persona normal. Me contó que simultáneamente era capaz de leer una novela, escuchar una canción en inglés sin perder detalle y resolver un problema de álgebra. Su cerebro era un procesador de tres núcleos. Mientras que otros profesores lo echaban de clase sin contemplaciones cuando se negaba a guardar el tablero, yo fui tolerante, lo mismo que sus compañeros a los que sin duda ayudaba y eso debió ser el motivo de que conmigo no se cerrara en banda.
Recuerdo una de nuestras conversaciones en el departamento.

- Según ese tal Wittgenstein del que nos habló ayer, me dijo al entrar, sin siquiera saludarme y antes de sentarse en “su silla”, ética y estética son el sentido del mundo y además lo mismo. Dos afirmaciones que no acabo de entender.

Le expliqué que la razón teórica, el conocimiento científico (era un alumno de ciencias) nos explica objetivamente cómo es el mundo y la razón práctica nos propone subjetivamente qué o cuál es, su sentido…

- ¿La razón práctica incluye sólo la ética y las estética?

- No, también la religión y la política, aunque Wittgenstein no las cite en ese texto que hemos leído en clase.

- ¿Considera usted que la religión es “razón”?

- En cierto modo sí, puesto que exige al sujeto una reflexión teológica a favor, en contra o al margen. En  nuestros tiempos no existe la fe ciega del campesino medieval.

- ¿Considera usted que la política es "razón"? La gente vota, por ejemplo, por cualquier tipo de motivos excepto los racionales. Los políticos ni siquiera respetan el principio de contradicción.

- La política tiene también un fundamento reflexivo; la mayoría de los grandes filósofos se han ocupado de ella por lo que tampoco podemos separarla de las actividades a las que te refieres.

- No entiendo la segunda parte. ¿Por qué ética y estética son lo mismo? Me parece que es muy distinto no codiciar los bienes ajenos que disfrutar de un concierto.

-  Por supuesto. La afirmación de Wittgenstein es bastante enigmática. Lo que tienen en común es su proximidad en la gama alta de valores: lo bueno, lo bello, lo justo, lo sagrado… Para los sabios de la antigua Grecia lo bello era bueno y viceversa.

- Para mí el sentido del mundo son las matemáticas, sentenció Guillermo, aunque sean una ciencia y, según usted, razón teórica.

- ¿Cómo puedes explicarlo? Le sugerí, pues ahora era yo el interesado.

- Porque las matemáticas enfilan una dirección única de lo que usted llama razón práctica. De las matemáticas se sigue una ética del equilibrio y la capacidad de razonar en todos los ámbitos, incluso la religión y la política; una estética de las proporciones del mundo y la armonía interior del hombre, una visión numérica, incluso estadística, de la justicia conmutativa y distributiva, y una idea de Dios como supremo arquitecto que ordena con arreglo a leyes inmutables. ¿Quiere que discutamos cada una de estas conclusiones?

- Nadie entre aquí que no sepa geometría, pensé en voz alta.

Le aplaudí conmovido. Él se dio cuenta y lo apreció. Dudo mucho que Guillermo tuviera una inteligencia emocional menos desarrollada que sus semejantes. Al contrario. Simplemente sus caminos serán distintos y más elevados. Era un platónico maravilloso.

domingo, 1 de febrero de 2015

Diccionario filosófico. Historia


Hay cuatro grandes enfoques o filosofías de la historia: el positivismo, el idealismo, el personalismo y el materialismo.
- El positivismo concibe la historia como una colección de hechos dados, observables y verificables. La imagen positiva de la historia es la de una inmensa base de datos recolectada por los sabios a lo largo del tiempo. El historiador, según la época, desempolva estos anales y los ordena causalmente para que sirvan de cuadro fidedigno del pasado. El problema es que no hay hechos objetivos. La existencia de una base observacional neutral, “positiva o dada”, es una leyenda precientífica. Sólo hay hechos dentro de un marco teórico que les confiere sentido: tal marco establece lo que son y no son hechos; su función es seleccionar los que están dentro y los que quedan fuera de la historia. Por tanto, lo que los positivistas denominan hechos objetivos son en realidad valoraciones e interpretaciones. La Historia de los Papas de Leopold von Ranke o la Historia de Roma de Theodor Mommsen son buenos ejemplos de la historiografía positivista.
- El idealismo, a su vez, entiende la historia como la realización necesaria de las ideas metafísicas (o teológicas) que nos hemos forjado sobre la humanidad, las naciones y los pueblos. Los acontecimientos y procesos históricos responden a un inmenso plan manifiesto o latente, trascendente o inmanente que la razón puede conocer. El desarrollo de las civilizaciones se ajusta a categorías, etapas o ciclos previamente establecidos. El historiador constata y justifica el acuerdo forzoso de las ideas y los hechos, todo lo racional es real. El conflicto y las contradicciones empíricas se convierten en una logomaquia universal. Se trata, por tanto, de una concepción deductiva y apriorista, de carácter imaginario y carente de rigor. La historia se convierte para el idealismo en una utopía necesitaria que roza los límites de la profecía autocumplida. Las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal de Hegel o el Estudio de la historia de Arnold J. Toynbee se ajustan a los supuestos filosóficos del idealismo.
- El personalismo cree que acontecimientos y procesos son el resultado de las decisiones de los grandes actores de la humanidad. Los personajes privilegiados son el motor de la historia. Ellos son los que conciben los fines, disponen de los medios y de la capacidad de aplicarlos en los momentos cruciales. Detrás de cada coyuntura histórica está la voluntad de un genio o de un héroe. El resto de los actores, activos o pasivos, son los elementos circunstanciales del cambio. El problema del personalismo es que transforma la explicación científica en un relato literario. Hechos y ficción se se mezclan en una concepción mitopoética. Se confunde la historia con la intrahistoria. Acontecimientos y procesos se proponen, finalmente, como una narración sugerente y amena pero esencialmente incompleta y a menudo errónea. Las memorias de ultratumba de Chateaubriand o Los episodios nacionales de Galdós ilustran los principios de esta teoría.
- El materialismo, por último, se basa en el reconocimiento de los factores económicos como el núcleo preponderante de la historia. Las condiciones materiales de una sociedad fundamentan los acontecimientos, los procesos y las leyes que los rigen. Los hechos dados, las ideas abstractas o las acciones de los grandes personajes solo pueden ser comprendidas desde la investigación de sus bases económicas. La estructura productiva determina la superestructura ideológica y los estratos de una sociedad. El reduccionismo de este planteamiento oculta que la historia es más bien el resultado de un conjunto de procesos interdependientes: políticos, jurídicos, culturales, económicos, sociales, religiosos, científicos y técnicos. En un momento determinado uno o varios se imponen y controlan a los demás… o bien pasan a segundo plano para resurgir luego con fuerza. En cualquier caso, no existe un superfactor dominante. El 18 brumario de Luis Bonaparte de Marx o Civilización material, economía y capitalismo de Fernand Braudel son obras que utilizan el método economicista aplicado a la historia.

domingo, 25 de enero de 2015

La dispersión


En otra entrada me he referido al mito de la identidad personal. Sabemos que las células, incluidas las cerebrales, se renuevan constantemente. Que nuestra estructura psicológica está sometida a un proceso permanente de transformación: variamos constantemente la percepción global de la realidad, los esquemas cognitivos, los patrones de aprendizaje y la forma de solucionar problemas; por no hablar de las variaciones del carácter y la personalidad. La memoria (último reducto de la unidad del sujeto) nos presenta (y falsea) en cada momento unos recuerdos modificados en el tiempo por avatares y circunstancias. Las necesidades adaptativas exigen a veces que mantengamos nuestros patrones de conducta, que seamos parecidos a nosotros mismos; pero con frecuencia son necesarios giros radicales que nos hacen otros, extraños. La antropología judeocristiana y el derecho penal presuponen la identidad personal como garantía del veredicto divino o humano. El juicio final depende de la suposición de que quien se salva o se condena sea el mismo sujeto desde que nace hasta el final de sus días. La imagen y semejanza del hombre con Dios se basa en la analogía de que en cualquier momento yo soy el que soy. Pero no es así, pues la esencia del hombre es la alteridad: La idea de la unicidad de la persona solo es un pomposo absurdo. Schopenhauer escribió en alguna parte que uno se acuerda de su propia vida un poco más que de una novela que haya leído.

Como consecuencia de lo anterior, aceptamos que existir es una trama de vivencias que se relacionan para construir una unidad imaginaria a la que llamamos el sentido de la vida. Algo parecido a una novela costumbrista; pero la vida no funciona como un relato. La esencia de las acciones humanas es la dispersión. El único principio del devenir son los saltos. La vida es el reino de la discontinuidad. La mayoría de nuestros actos son aislados, a veces abismalmente; tampoco dependen unos de otros para ser comprendidos y en numerosas ocasiones son incompletos o inacabados: líneas huérfanas, anacolutos prácticos que concluyen antes de acabar la secuencia y a otra cosa. El escritor o el historiador no podrían explicar tales actos como elementos coherentes. No existe la geometría de la vida, acaso la única metáfora válida sean las líneas paralelas. Cuando tratamos de explicar qué somos, hacemos literatura no escrita. Nuestra vida es un enredo de tales dimensiones que para crear puntos de referencia, para buscar seguridad y orientarnos, pasamos sin transición lógica de la realidad a los símbolos. Sin la capacidad de reinventarnos mediante trucos narrativos nos volveríamos locos. Lo cierto es que no es posible hacer una biografía veraz ni siquiera del último mes. Somos un vasto mosaico de luces y sombras y según para quien. Haría falta toda la pericia de un dios omnisciente para juzgarnos. Nada tienen que ver la vida y la literatura. Son ámbitos independientes. La primera se basa en los hechos y su virtud es la simplicidad; la segunda se basa en la imaginación y su virtud es el ingenio… pues la sabiduría, la unidad de ambas, es inalcanzable. El llamado “mundo de la vida” es una especulación filosófica y nada tiene que ver con ella. Podemos usar en cierto modo la filosofía a favor de la vida y viceversa cuando la transitamos  (esto es lo que quería decir Gramsci con la frase “todo el mundo es un filósofo”), pero poco más. La mezcla incontrolada de ambas es el sueño de la razón y el camino de la desdicha.
La identidad personal y la unidad de la acción son los dos primeros presupuestos metafísicos de nuestra visión del hombre. El tercero es la comunicación efectiva mediante pensamientos, palabras y obras. Otra ficción antropológica siempre presente aunque más patente en nuestro tiempo. Volveremos.

¿En qué consiste la vida pues? En una sucesión ininterrumpida de haces de impresiones, como afirmaba Hume, el maestro pensador escocés. El ars bene vivendi consiste en pasar el mayor número de ratos agradables con las personas que queremos y poco más. ¡No te compliques la vida, sólo tu filosofía!


Siempre la misma chorrada
del eterno retorno y todo ese bla, bla, bla.
Mientras yo bebo leche merengada
en la terraza del Zaratustra.

(Houellebecq, Las partículas elementales)