jueves, 28 de mayo de 2015
viernes, 8 de mayo de 2015
La educación sexual
Oigo en la radio que el obispo de San Sebastián ha publicado un libro sobre moral sexual. El filósofo empirista David Hume sostenía que las ideas sin impresiones sensibles, su único pasaporte válido, carecen de significado: por tanto, en el caso del obispo deberíamos hablar de metafísica más que de moral. A propósito, recuerdo la famosa “educación sexual” de los jóvenes nacidos durante la época aciaga de los cincuenta, la generación perdida de la dictadura y el nacionalcatolicismo (¡aquello sí que era educación en valores!). Hablo en modo masculino y no entro en fantasías episcopales.
¡Sexo! Nadie en la familia o la escuela mencionaba la palabra tabú. Solo en oscuros rincones se musitaban alusiones simbólicas o signos jeroglíficos. La omertà, la ley del silencio siciliana, era una broma comparada con el contrato social de los españoles para esquivar el sexo. Era una sociedad asexuada, nuestros padres carecían de atributos y nadie por debajo los tenía, ni siquiera la flora y la fauna. Que las madres nos enseñaban los misterios de la coyunda “con ejemplos de la vida animal” es una leyenda urbana. Nadie abría el pico. Por lo demás, dos o tres documentales de National Geographic me han convencido después de que los animales no son tan inocentes como se creía.
A partir de los doce años, las ensoñaciones platónicas aburrían y daban paso, nimbado de fervor, al primer amor con nombre y apellidos. Al mismo tiempo nos llegaban noticias del sexo, casi siempre de algún amigo avispado, mayor que nosotros, quien nos anunciaba con redobles de tambor la buena nueva. Tras demorarse unas semanas para caldear el ambiente, te largaba una conferencia sobre órganos de los que no habías oído hablar (ni volverías) y complicados acoplamientos imposibles de entender. Lo cierto es que ya estábamos equipados para adentrarnos en un mundo de intensas sensaciones. Primero, las inesperadas poluciones nocturnas. Lo mejor era no contárselo a nadie por si acaso. Pronto, los placeres de la eyaculación nos llevaban al descubrimiento mágico del cuerpo, es decir, a la masturbación. Insistíamos con asombro. Pero esta práctica inocente y necesaria del amor propio era de inmediato vetada por las grandes instancias del poder espiritual. Los curas, con charlas agotadoras y confesiones policiales, abrumaban nuestras tiernas conciencias con el demonio de la culpa. Los ejercicios espirituales, una versión popular del Apocalipsis de San Juan, eran la visión más radical del conflicto entre deber y felicidad. Según la doctrina oficial, el onanismo reblandecía el cerebro, impedía el crecimiento, emponzoñaba la pareja. Proponían como alternativa la castidad sostenible (diríamos hoy), el camino para reforzar los hábitos rectos y la fortaleza de ánimo; en realidad lo único que reforzaba era la represión, o sea, las prácticas antinaturales del clero a escala universal. Me acuerdo del confesor pringoso de Amarcord, la película de Fellini. Pensamientos impuros (¿hay algo más puro que besar a la niña de tus sueños?), actos pecaminosos, tocamientos y ocasiones. En la catequesis, obligatoria, el párroco nos prohibía ir al baile, aunque si lo hacíamos por debilidad tenía que caber una silla entre los dos. Pero las hormonas en alza podían más que el chantaje de palmar en pecado y el que más y la que menos trataban de arrimarse. Había llaves de lucha para impedir a la moza recular; cuando una bofetada estallaba en la pista sabíamos que alguien utilizaba el truco. Risotadas; la música paraba un instante tras el tumulto; después, una se iba con sus padres y otro al baño a ocultarse del bochorno.
A partir de los doce años, las ensoñaciones platónicas aburrían y daban paso, nimbado de fervor, al primer amor con nombre y apellidos. Al mismo tiempo nos llegaban noticias del sexo, casi siempre de algún amigo avispado, mayor que nosotros, quien nos anunciaba con redobles de tambor la buena nueva. Tras demorarse unas semanas para caldear el ambiente, te largaba una conferencia sobre órganos de los que no habías oído hablar (ni volverías) y complicados acoplamientos imposibles de entender. Lo cierto es que ya estábamos equipados para adentrarnos en un mundo de intensas sensaciones. Primero, las inesperadas poluciones nocturnas. Lo mejor era no contárselo a nadie por si acaso. Pronto, los placeres de la eyaculación nos llevaban al descubrimiento mágico del cuerpo, es decir, a la masturbación. Insistíamos con asombro. Pero esta práctica inocente y necesaria del amor propio era de inmediato vetada por las grandes instancias del poder espiritual. Los curas, con charlas agotadoras y confesiones policiales, abrumaban nuestras tiernas conciencias con el demonio de la culpa. Los ejercicios espirituales, una versión popular del Apocalipsis de San Juan, eran la visión más radical del conflicto entre deber y felicidad. Según la doctrina oficial, el onanismo reblandecía el cerebro, impedía el crecimiento, emponzoñaba la pareja. Proponían como alternativa la castidad sostenible (diríamos hoy), el camino para reforzar los hábitos rectos y la fortaleza de ánimo; en realidad lo único que reforzaba era la represión, o sea, las prácticas antinaturales del clero a escala universal. Me acuerdo del confesor pringoso de Amarcord, la película de Fellini. Pensamientos impuros (¿hay algo más puro que besar a la niña de tus sueños?), actos pecaminosos, tocamientos y ocasiones. En la catequesis, obligatoria, el párroco nos prohibía ir al baile, aunque si lo hacíamos por debilidad tenía que caber una silla entre los dos. Pero las hormonas en alza podían más que el chantaje de palmar en pecado y el que más y la que menos trataban de arrimarse. Había llaves de lucha para impedir a la moza recular; cuando una bofetada estallaba en la pista sabíamos que alguien utilizaba el truco. Risotadas; la música paraba un instante tras el tumulto; después, una se iba con sus padres y otro al baño a ocultarse del bochorno.
La siguiente etapa de la educación sentimental era la primera novia, una continuación, no un cambio cualitativo. Ahora la masturbación se convertía en un delicioso dueto de viola y violonchelo. Los neófitos frecuentaban las últimas filas del cine de barrio (la gemidora fila de los mancos), los parques solitarios, los portales en invierno. Pero como todo tiende a superarse, una nueva figura de la conciencia erótica surgía tras la mili (otra escuela de barbarie): el noviazgo serio. En un piso alquilado entre cuatro, por primera vez se intuía la posibilidad de mantener relaciones sexuales. El contraataque eclesiástico no se hacía esperar y las víctimas eran las mujeres: mitos de la virginidad, males imaginarios, falacias del respeto… Otro frente de batalla: el drama irreparable de quedarse embarazada, la vergüenza de ser madre soltera, y aún peor, la posibilidad impensable de interrumpir el embarazo. La asamblea de fieles al completo velaba por la vida del no nato hasta que nacía y entonces todos salían corriendo menos la madre y los abuelos. Vana moralina, porque el instinto siempre se abre paso. Más que buscarse, las relaciones sexuales se perpetraban. Eran los tiempos de calzarse dos preservativos superpuestos con cinta aislante. Eso si los conseguíamos. Le entregábamos al farmacéutico de un barrio lejano muertos de vergüenza un papel escrito a máquina con la receta; la mayoría de las veces nos volvía la espalda con desprecio y algunas nos echaba a patadas. En el momento culminante, parecía que llevábamos puesta una coquilla de armadura. La sensación era que hacíamos el amor con el pene de otro. Es en esta coyuntura donde hay que situar muchas de las tiras de Carlos Giménez Todo sexo y chapuza.
Pero aún quedan otras etapas de la educación sexual: la luna de miel, el matrimonio, la sesentena (o sexentena). Por el momento lo dejo aquí con la promesa de nuevas aventuras. Sólo una reflexión final: a una edad madura sin precisar (en lo del sexo cada cual es cada cual y sus cadacualidades) la pérdida de fibra, se me entiende, no significa un problema menos como sugería mi amigo César. Al contrario, el deseo es el mismo (o más) con el agravante de que su satisfacción es ahora una quimera. En esto se basa el mito de Fausto.
viernes, 17 de abril de 2015
Tres tabúes
Una
misma conducta tiene dos significados complementarios: uno subjetivo
(psicológico o moral) y otro objetivo (sociológico o cultural). Cuando nos
referimos al primero hablamos de acciones o actitudes, cuando nos referimos al
segundo de hechos sociales. Las acciones se comprenden, los hechos
se explican. Estar enamorado, por ejemplo, tiene un componente interno,
personal, consciente y, a la vez, un componente externo, social, inconsciente.
En sentido sociológico, el enamoramiento es la forma universal de acceso a la
familia, la sexualidad, la procreación, la crianza, la propiedad y la herencia.
De ahí que sea “normal” enamorarse y formar una familia, y no hacerlo se
considera desviado de la norma, disfuncional, y, a la larga,
"complicado" para el individuo.
La
noción de hecho social, con todos los matices del positivismo, el
funcionalismo y el estructuralismo, es el fundamento de la antropología
cultural. La aplicamos al análisis de tres conocidos tabúes: el incesto, el
canibalismo y la homosexualidad.
El
incesto es antinatural en cuanto la sexualidad consanguínea propicia la
aparición de taras genéticas, pero sobre todo es antisocial. El rechazo
psicológico y moral del incesto, es decir, las relaciones carnales entre
parientes dentro de los grados en que está prohibido el matrimonio, tiene un
significado sociológico. En cualquier cultura, sea “primitiva” o avanzada,
antigua o actual, la función del incesto es impedir la endogamia. El progreso
social se basa en el aumento constante de la circulación de bienes (otra cosa
es su distribución) y el medio para conseguirlo es el establecimiento de
vínculos exogámicos mediante las mujeres, consideradas un bien más. La
circulación de hembras fuera de sus grupos de origen permite establecer nuevas
y sólidas relaciones económicas. Familias, clanes, tribus, pueblos, evitan el
aislamiento intrasocial mediante estructuras de parentesco que les permitan
salir de sí mismas y ampliar constantemente sus relaciones productivas. Por el
contrario, cuando un estrato dirigente como la antigua nobleza ha querido
cerrar su patrimonio y no compartir privilegios ha favorecido las relaciones
carnales en primer grado. El matrimonio en ciertas castas hindúes es a la vez
endo y exogámico. La mujer sólo se puede contraer matrimonio con un varón de su
casta; pero son los padres de ambos quienes se ponen de acuerdo para concertar
la boda y propiciar así el beneficio de los cónyuges, las familias y la casta.
Después de haberse casado, ella debe enamorarse de su marido y lograr que él se enamore a su vez. Deben demostrar que la decisión de sus mayores ha sido correcta. El proceso del enamoramiento es inverso al nuestro.
En
sentido opuesto, el canibalismo ha sido funcional en determinadas culturas.
Sirve, en primer lugar, para infringir una deshonra final a los vencidos; y no
tanto por el hecho de ser devorados sino por no recibir adecuada sepultura, lo
cual supone un atentado a la dignidad y una exclusión de su destino
transmundano. La función latente consiste en atemorizar a los enemigos ante la
posibilidad de nuevos combates. También sirve para adquirir durante el banquete
ritual las virtudes corporales y espirituales de los rivales más valiosos: el
coraje, la valentía, la sabiduría o la astucia. Los casos de misioneros
devorados por tribus caníbales de África o América Central hay que explicarlos
en este contexto: los indígenas pretendían recibir los dones del dios a través
de su representante. Son más raros los casos del llamado “canibalismo
gastronómico”. Algunas tribus de la Amazonia profunda, acostumbradas al consumo
de monos antropoides, han extendido esta inclinación a sus congéneres, a los
que no consideran enemigos sino piezas de caza. Aunque esta
práctica se da sobre todo en tribus cuya dieta es vegetariana por estar
ubicadas en entornos donde la carne escasea; en tales circunstancias el aporte
de proteínas se valora especialmente.
El
rechazo estadístico de la homosexualidad se explica
por la colisión entre dos grandes instintos (a menudo mezclados por las grandes
religiones): la sexualidad, cuyo fin es el placer individual, y la filiación,
dirigida a la reproducción de la especie. Mientras que las pulsiones sexuales
buscan una satisfacción polimorfa, las pulsiones reproductoras, inscritas en
nuestro código genético desde la filogénesis, son obviamente opuestas a la
unión de individuos del mismo sexo. El instinto sexual admite la esterilidad, la
filiación no. Se podría decir que la homosexualidad es natural por el
primer instinto y antinatural por el segundo. Algunas tribus africanas permiten
al hombre casado buscar un amante joven para “socializarlo”, para enseñarle las
tradiciones de sus ancestros, pero no toleran el matrimonio entre varones. En
la antigua Grecia la homosexualidad se entendía como paideia, como
educación de los amantes en los ideales de la cultura helena. En ambos casos,
socializar, educar, son extrapolaciones sublimadas del instinto filial para
ocultar su transgresión. La homosexualidad muestra, como cualquier conducta, un doble
significado: las interpretaciones psicológicas, fisiológicas o
morales por un lado, la explicación sociológica por otro. Las interpretaciones de la homosexualidad son racionalizaciones de la disfunción estructural de un hecho social; la explicación sociológica analiza su significado objetivo... En todo caso, como
descubrió Freud, la función global de la cultura es transformar (o hacer compatibles)
las tendencias instintivas y convertirlas en energía socialmente útil. De ahí
la lucha de las parejas homosexuales por contraer matrimonio, formar una
familia y adoptar hijos.
domingo, 5 de abril de 2015
Le sens du monde
Le monde a commencé sans l’homme et il s’achèvera sans lui. Les institutions, les mœurs et les coutumes, que j’aurai passé ma vie à inventorier et à comprendre, sont une efflorescence passagère d’une création par rapport à laquelle elles ne possèdent aucun sens, sinon peut-être celui de permettre à l’humanité d’y jouer son rôle. Loin que ce rôle lui marque une place indépendante et que l’effort de l’homme -même condamné- soit de s’opposer vainement à une déchéance universelle, il apparaît lui même comme une machine, peut être plus perfectionnée que les autres, travaillant à la désagrégation d’un ordre originel et précipitant une matière puissamment organisée vers une inertie toujours plus grande et qui sera un jour définitive. Depuis qu’il a commencé à respirer et à se nourrir jusqu’a l’invention des engins atomiques et thermonucléaires, en passant par la découverte du feu -et sauf quand il se reproduit lui même-, l’homme n’a rien fait d’autre qu’allègrement dissocier des milliards de structures pour les réduire à un état où elles ne sont plus susceptibles d’intégration. Sans doute a-t-il construit des villes et cultivé des champs, mais quand on y songe, ces objets sont eux mêmes des machines destinées à produire de l’inertie à un rythme et dans une proportion infiniment plus élevées que la quantité d’organisation qu'ils impliquent. Quant aux créations de l’esprit humain, leur sens n’existe que par rapport à lui, et elles se confondront au désordre dés qu’il aura disparu. Si bien que la civilisation, prise dans son ensemble, peut être décrite comme un mécanisme prodigieusement complexe où nous serions tentés de voir la chance qu’a notre univers de survivre, si sa fonction n’était de fabriquer ce que les physiciens appellent entropie, c’est-á dire de l’inertie. Chaque parole échangée, chaque ligne imprimée établissent une communication entre les deux interlocuteurs, rendant étale un niveau qui se caractérisait auparavant par un écart d’information, donc d’une organisation plus grande. Plutôt qu’anthropologie, il faudrait écrire “entropologie”.
Claude Lévi-Straus, Tristes tropiques
jueves, 2 de abril de 2015
Historia de la filosofía. El significado de la historia en Ortega
El auténtico horizonte de sentido de la vida humana es siempre histórico. La historia es la apertura al sentido de la vida. El hombre está siempre delimitado por la época histórica que le ha tocado vivir. Cualquier existencia está siempre situada a una altura determinada de los tiempos. La circunstancia del yo es siempre y en última instancia de carácter histórico. La vida que funciona como razón es siempre histórica. Todo conocimiento efectivo de la vida está penetrado por la historia. Por tanto, la razón vital es necesariamente razón histórica.
El hombre no tiene naturaleza, lo que tiene es historia; porque historia es el modo de ser de un ente que es constitutivamente, radicalmente movilidad y cambio. Y por eso no es la razón pura, elástica y naturalista, quien podrá jamás entender al hombre. Por eso, hasta ahora, el hombre ha sido un desconocido. Pues la historia es el modo de ser de un ente radicalmente variable y sin identificar. (Sobre la razón histórica)
El hombre está situado inevitablemente en un segmento concreto de la historia. La vida como la vivimos día a día está impregnada del peculiar tejido de su tiempo. Somos herederos, sabedores o ignorantes, de esta circunstancia histórica que gravita sobre nuestros pensamientos y otorga significado a las acciones. La envoltura histórica de nuestra vida nos orienta teórica y prácticamente en todo momento. La vida individual es ya histórica.
La temporalidad, el tiempo como categoría general del ser, es en el caso del hombre historicidad. La historicidad, la vivencia del tiempo como historia de forma consciente o inconsciente, pertenece necesariamente a la vida, a la biografía de cada uno de nosotros. En su obra La historia como sistema (1935) Ortega afirma: El individuo humano no estrena la humanidad. Encuentra desde luego en su circunstancia otros hombres y la sociedad que entre ellos se produce. De aquí que su humanidad, la que en él comienza a desarrollarse, parte de otra que ya se desarrolló y llegó a su culminación; en suma, que no tiene él que inventar, sino simplemente instalarse en él, partir de él para su individual desarrollo.
La historia tiene, según Ortega, una estructura precisa que consiste en el desenvolvimiento o evolución de las generaciones. Cada hombre, cuando se instala en el mundo, encuentra una circunstancia histórica conformada por un repertorio de conocimientos, creencias, ideas, usos, normas y valores de su tiempo. Esta concepción del mundo, esta visión coherente de las cosas, mantiene una cierta estabilidad y dura un tiempo determinado. Ortega matiza que tal comunidad de supuestos es tan decisiva y totalizadora que aunque los individuos de una generación se esfuerzan siempre por poner de manifiesto sus diferencias, en realidad las semejanzas que los unen son todavía más importantes.
Una generación es una zona de quince años durante la cual una cierta forma de vida fue vigente. La generación sería, pues, la unidad concreta de la auténtica cronología histórica, o dicho en otra forma, que la historia camina y procede por generaciones. Ahora se comprende en qué consiste la afinidad verdadera entre los hombres de una generación. La afinidad no procede tanto de ellos como de verse obligados a vivir en un mundo que tiene una forma determinada y única.
Son precisamente las generaciones decisivas, en terminología del autor, las que propician con sus ideas los cambios cruciales o saltos cualitativos de la historia y determinan la articulación de las épocas. El denominado método de las generaciones se convierte para Ortega en el más esclarecedor instrumento de análisis histórico. A pesar de la lucidez innegable de este método y el uso deslumbrante que Ortega hizo del mismo al reflexionar en sus escritos sobre los acontecimientos políticos y culturales de su tiempo, es preciso reconocer que no tiene un significado científico sino ensayístico; por lo que es criticable y está cuestionado desde una historia entendida como ciencia social.
domingo, 29 de marzo de 2015
Paul Delvaux en el Thyssen
Una verdadera obra de arte debería enseñarnos que nunca habíamos visto lo que vemos ahora.
Paul Valéry
Copio de la web del Thyssen:
El Museo Thyssen-Bornemisza, en colaboración con el Musée d’Ixelles, presenta la exposición "Paul Delvaux: paseo por el amor y la muerte", un recorrido temático por el insólito universo del pintor belga Paul Delvaux (1897-1994), una de las más destacadas personalidades del surrealismo del siglo xx.
Una muestra que incluye sus temas favoritos: las mujeres, los dobles y espejos, la arquitectura, los esqueletos y los trenes. Se trata de una constelación de imágenes que hunden sus raíces en los escenarios metafísicos de Chirico, la realidad aparte de Magritte o las composiciones sintéticas de Picasso. Es asimismo una iconografía puramente pictórica, elegida por su potencial figurativo, “buena para ser pintada”. Esta autonomía formal se da especialmente en la pintura surrealista (también en el cubismo y el abstracto) y es un principio basado en la libertad del arte y el carácter arbitrario de los temas; hasta el punto de que a este ejercicio de estilo no siempre le corresponde un contenido narrativo manifiesto o latente. Buena parte del carácter enigmático de la pintura de Delvaux procede de su mera plasticidad. También del interés de los surrealistas por la creación de mundos posibles. El afán de singularidad los lleva incluso a encajar en la composición objetos incompatibles o desconocidos.
Se ha afirmado que el núcleo de la pintura de Delvaux es una visión pesimista del eterno femenino, quizás reflejo de su experiencia biográfica. La mujer es representada a solas, en pareja, con su doble, en el prostíbulo y en todas partes. Están ubicadas en entornos en los que no es posible preguntar por el dónde y el cuándo. El rasgo predominante es la apatía, la ausencia de sentimientos. Son criaturas ausentes, melancólicas, desterradas. En el titulado “La soledad” (una obra fuera de la muestra), una muchacha en una estación desierta en medio de la noche, de espaldas, vestida con su mejor traje para no esperar a nadie, sigue con la mirada a un tren de mercancías que pasa a toda velocidad…
El amor lésbico, un motivo recurrente, se muestra con frecuencia en escenas tiernas, inocentes, en las que la primera experiencia amorosa es compartida con la amiga como rito de transición. En otros cuadros desvela una visión esencial del erotismo; también se presenta como deseo intenso y sexualidad.
El doble femenino de Delvaux, un arquetipo universal del dualismo y los opuestos, no incurre en la tensión, elude el conflicto, no busca polos ambivalentes, aparece más bien como rechazo de sí y huida silenciosa del hastío. El doble es alguien que no dirige gestos o palabras al otro. En la famosa Mujer ante el espejo las miradas no llegan a cruzarse.
La poesía de Delvaux consiste en transformar lo apolíneo -la buena figura, la luz diáfana, el orden geométrico- en misterio. Los escenarios arquitectónicos son vastas composiciones inspiradas en modelos de la antigüedad. Edificios que no están hechos a la medida del hombre, inmensas avenidas que alargan el punto de fuga hasta un horizonte mágico de mares o desiertos. A veces representan ruinas calculadas, ajenas a la evocación romántica. Mujeres misteriosas aparecen en primer plano o entre gentes que vagan sin propósito por las calles. El conjunto sirve para crear un ambiente irreal, opresivo, onírico. Parece como si pintor se hubiera despertado en medio de una ciudad fantasma: espacios que sugieren visiones de otros mundos, habitantes que han sido sorprendidos en medio de quehaceres herméticos, calles silenciosas con sombras de personas que no pueden verse.
Los esqueletos, otra de sus obsesiones, no son símbolos de la muerte sino radiografías del cuerpo, armazones animados, individuos. Son ante todo un desafío basado en la dificultad de darles movimiento, gestos y emociones. Mientras que en el resto de los temas Delvaux transforma lo apolíneo en misterio, en los cuadros de esqueletos transforma el misterio en relato. Los esqueletos están más vivos que las mujeres.
El enigma de Delvaux se convierte finalmente en obra abierta, hecho irrepetible o lenguaje privado. Muchos cuadros surrealistas van más allá de la interpretación y son propiamente accidentes puntuales cuyo sentido se pierde en la noche de los tiempos, incluso para el autor. Más aún, algunas composiciones son meros lenguajes privados, cúmulos de signos invertebrados, intraducibles, cuyo único vínculo con el espectador es que cualquier lenguaje privado presupone necesariamente el lenguaje común como sistema final de referencia. Al contemplar los cuadros de Delvaux, al comparar con esfuerzo los dos códigos, podemos afirmar una vez más que la imaginación no es un estado sino la existencia humana en sí misma.
miércoles, 18 de marzo de 2015
Ganar, ganar y volver a ganar
¡Qué manera de sufrir! Normalmente solo escribo del atleti cuando tocamos copa, pero sería inconcebible no trasladar a las crónicas lo de anoche en el Calderón. ¡Vaya escena! El estadio a reventar, como en segunda. Las bufandas al viento, el ánimo tonante y un nudo en la garganta para entonar el himno. La afición atenta al gesto de su guía, el inefable Cholo ¡Qué distinta es (sin señalar) nuestra hinchada a otras, disciplinantes, frías y cabreízas!
Fue tremendo. Vi el partido en casa con Ana (la voz de la sensatez), disfrazado como siempre, incapaz de cortar la pizza, conectado por WhatsApp con mi hijo que está en Francia y por Samsung con mi hija y el resto de la familia para llorar juntos si ocurría lo peor, como en cierta final que nunca ocurrió. Con el desfibrilador al lado, treinta veces me levanté como un resorte para ir a otro cuarto, cerrar las puertas, aporrear las paredes y rezar en silencio.
Mal empezó la cosa con la lesión de Moya, aunque la entrada de Oblak (tan alto como Courtois) fue providencial. Para mí, el mérito del atleti fue no encajar el gol fatídico que sobrevolaba el estadio. Es evidente que no estamos como el año pasado. Sin entrar en matices masoquistas, además de los ausentes nos faltan ideas en el centro y definición arriba, aunque la defensa es la de siempre y el "pelao" Giménez más que una promesa. Los alemanes estaban como motos, daban cera, manos y codos a la cara, llegaban antes al balón, patadón y contraataque a mil por hora. Las apuestas no daban un real por el atleti. Vino el gol de carambola y nada cambió. Sin embargo, el milagro se produjo al cuarto de hora de la segunda parte. De pronto se les apagó el físico a los teutones mientras que los nuestros seguían igual y además achuchaban con más fe que razón. En la prórroga fuimos mejores, estaban muertos, pero faltaba ese detalle que ya no llega. Por ejemplo, el año pasado Raúl García las enchufaba y este se dedica a protestar.
Después la ruleta rusa. No pude verla. Tengo que oírla en la radio, prefiero que me anestesien a gritos. A toro pasado, fue épica: los jugadores ensamblados, Arda de rodillas (dio resultado), la gente de los nervios. Entró ajustado el penal de Torres (lo único que hizo bien) y se fue a las nubes el de un desdichado; después el orgasmo universal. Seis millones de espectadores españoles vieron al atleti pasar a cuartos. Esperemos que no nos toquen los de siempre, aunque no creo en los sorteos de la UEFA. La pasta es la pasta. En fin, nunca se sabe, podemos eliminar al Bayern y palmar con el Mónaco.
La fría conclusión: necesitamos que los canteranos crezcan, las figuras resurjan, Mario no sólo juegue bien contra los buenos, y, sobre todo, que aumenten los euros del magnate chino para fichar un delantero, dos defensas y tres medios. Lo demás puede valer.
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