La Real Academia Española de la
Lengua define el término “nada” como Inexistencia total o carencia absoluta de todo ser. Etimológicamente procede de la expresión latina res nata, es decir “cosa nacida”, lo
cual, sin el non delante, contradice su significado. Ocurre lo
mismo con el término res (nada) en la lengua catalana. Supongo
que la lingüística histórica tiene mucho que decir sobre esta antónima
evolución semántica. Como categoría gramatical desempeña múltiples funciones:
sustantivo (la nada), pronombre indefinido, adverbio de negación, adjetivo (no
hacer nada), interjección (¡para nada!) o locución (de nada).
De la filología a la física. La física teórica no identifica la nada con el vacío. No son términos sinónimos. Sólo considera al vacío un concepto científico. Como aclara un investigador del Laboratorio Europeo de Física de Partículas (CERN): Saquemos los muebles de la habitación, apaguemos las luces y vayámonos. Sellemos el recinto, enfriemos las paredes al cero absoluto y extraigamos hasta la última molécula de aire, de modo que dentro no quede nada. ¿Nada? No, estrictamente hablando lo que hemos dispuesto es un volumen lleno de vacío. Y digo “lleno” con propiedad. Quizás el segundo descubrimiento más sorprendente de la física es que el vacío absoluto (aparentemente) no es la nada, sino una entidad con propiedades. Aunque no como las otras... El vacío absoluto es el estado cuántico que contiene la menor energía posible, aunque en su interior fluctúan, tanto ondas electromagnéticas, que no necesitan un medio material para propagarse, como partículas que aparecen y desaparecen constantemente. En este punto conviene consultar el concepto de fluctuaciones cuánticas del vacío en el Chat GPT de pago. Asimismo, la teoría de la relatividad no confunde la nada con la antimateria compuesta de antipartículas hasta ahora sólo investigadas en condiciones de laboratorio. En el universo la nada no tiene cabida. La pregunta límite de Heidegger, ¿Por qué hay ser y no, más bien, nada?, carece de significado cosmológico. En realidad no tiene ningún significado porque la nada ni existe (curiosa frase) ni es pensable. Tenía razón Parménides, uno de los físicos presocráticos, cuando en su poema Acerca de la naturaleza concluyó categóricamente sobre el ser y el no ser:
Pues bien, yo
te diré, cuida tú de la palabra escuchada,
las únicas
vías de indagación que se echan de ver.
La primera,
que es y que no es posible no ser,
de persuasión
es sendero (pues a la verdad sigue).
La otra, que
no es y que es necesario no ser,
un sendero, te
digo, enteramente impracticable.
Pues no
conocerías lo no ente (no es hacedero)
ni decirlo
podrías con palabras.
De la Física a
la Filosofía. Cuando me jubilé me propuse dedicar seis meses a la lectura en el
salón de la Biblioteca Nacional de dos obras imprescindibles para explorar el
lenguaje críptico de la antropología fenomenológica, ni siquiera al alcance del
Chat GPT que se limita a un enorme refrito de lugares comunes. Era una de mis
asignaturas pendientes porque en mi casa ambos libros me redirigían en menos de
media hora a una novela policíaca. Lo conseguí con Ser y tiempo;
sufrí lo indecible, creí que lo entendía, que no es lo mismo que entenderlo; me
fabriqué éxtasis artificiales y decepciones naturales en torno a los existenciarios o
modos en que el mundo se da al Ahí del ser o Dasein,
o sea, al hombre. La angustia revela la nada. La nada se
abre paso en el ser, pero no como ente. La nada nadea, es decir, está siempre
manifestándose, etc. Decía Heidegger que
pensar, lo que se dice pensar, solo es
posible en griego y alemán. Llegué a
la conclusión de que era un excepcional filósofo, pero sobre todo el ideólogo
de la jerga de la autenticidad (Adorno), del lenguaje de los
elegidos, de las esencias mismas, de los ideales arcanos, mistagógicos y ahistóricos del
nacionalsocialismo. Un pensador, un pueblo, una verdad. Heidegger se adhirió al
partido nazi el 1 de mayo de 1933 y lo dejó e 1945. Abordé el otro libro de
culto, El ser y la nada. Abatido por fárrago y la mala traducción
de la edición de Losada no pasé de la página ochenta de la réplica de Sartre
a Ser y Tiempo sobre el sentido o sinsentido de la existencia,
de la libertad obligatoria o la mala fe del perezoso. Devolví
frustrado el tomo y en su lugar encargué al bibliotecario la novela de Carmen
Laforet Nada.
De las Filosofía a la Teología.
La nada tiene su origen en el creacionismo de la religión
judeocristiana. El libro bíblico del Génesis comienza con un
poético fragmento sobre la creación: En el principio creó
Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por
encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas. No
hay entelequia que pueda coexistir con Dios antes de la creación del mundo en siete días. Por tanto,
de la nada, nada es y puesto que algo hay, queda demostrada por sus efectos la
necesidad de una primera causa incausada a la que, para entendernos,
llamamos Dios. Por cierto, tales efectos son el principal
argumento a favor del ateísmo. Frente al tiempo circular o cíclico de los mitos
y las cosmologías griegas donde la materia es eterna, el tiempo judeocristiano
es lineal, tiene un comienzo en la creación y un final escatológico. La física
creacionista actual, un invento francés que resucita periódicamente la
existencia de Dios mediante un modelo paracatólico, tuvo un
pico de ventas en las librerías teosóficas del barrio latino y las cajas verdes
de los buquinistas vendehúmos del Sena, para desplomarse después
en el olvido de las modas intelectuales.
Otros hilos conductores del concepto van de la nada a la nada: el misterio de la vacuidad (shunyata) en el budismo, la pulsión autodestructiva de los instintos tanáticos en Freud, el pesimismo solipsista de Max Stirner: Yo he basado mi causa en nada, el lema del escéptico radical: No me creo nada de nadie o el marxismo marginal de Groucho: He llegado de la nada a la más absoluta miseria.
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