viernes, 30 de septiembre de 2011

Del orden



Completo una de las frases recurrentes de la estupendo western de Sergio Leone El bueno, el feo y el malo: “el mundo se divide en dos… los ordenados y los desordenados”.
Pero no es fácil ajustar el mundo a la fórmula, si es que hablamos de personas. Traigo algunos ejemplos sin más pretensiones que distraer el rato.
Para empezar, uno no es ordenado toda la vida. He sido letalmente desordenado hasta los dieciocho años (es posible que envejeciera antes de tiempo, lo cual es común a mi generación), pero ahora encuentro en el orden una fuente inagotable de ventajas, incluido el orden de los conceptos (como reza el título de un inefable manual de lógica escrito por el teólogo Jacques Maritain).

Tampoco sirve la sentencia para una etapa de la vida. Nadie es ordenado por definición. Orden y desorden conviven felizmente y sin pautas (otra vez la noble ética de circunstancias). Se dan casos (raros) de mujeres ordenadas, pero nunca en todo. Tres contraejemplos: el armario ropero, el mueble del baño y el bolso. Nunca he comprendido qué encuentran las damas al bolso. De acuerdo, son bonitos, elegantes, exclusivos, pero sobre todo son causa de disgustos y discusiones. Suena el móvil de profundis: tras una búsqueda frenética entre invectivas (lo mejor es quitarse de en medio y, si no es posible, evitar lances) aparece al fin… cuando han llamado tres veces; ahora le toca pagar la vuelta. Las llaves del coche están siempre en ignorado paradero, hasta que resurgen (siempre están) del fondo del abismo. Si busca la agenda telefónica, brotan del interior cantidades ingentes de papel caduco: la factura del bautizo de la niña, un comprobante del banco ¡cuando era soltera!, una servilleta de papel con el teléfono y el nombre de una amiga que no conoce, un billete de cien pesetas, una multa del coche anterior (de la que nunca habló), un pendiente huérfano… Todo un derroche de memoria histórica.

Ahora los caballeros: un antiguo amigo y compañero de trabajo, excelente persona, de una inteligencia contrastada, gestor milimétrico de la cosa pública, una cabeza en la que cabe la educación reglada, ¡odiaba a muerte los ordenadores!

Nos matriculamos juntos (por imperativo legal) en un curso a distancia del PNTIC sobre Internet. 
- Me meto en esto para no parecer demasiado paleto, dijo sin excesiva convicción, cuando la ironía se pintó en mi rostro.
No le duró mucho el entusiasmo. A la semana siguiente le pregunté si había entregado los ejercicios (dedicados al correo electrónico). 
- He mandado el curso a......., estalló indignado. ¡Para decir "Hola" a tu abuela hay que estudiarse dos tomos!
Le persuadimos, le ayudamos, le mimamos y la cosa salió adelante. Recuerdo que una tarde fui a su casa a explicarle como se configuraba una aplicación ftp (el último tema). Cuando abrí el ordenador me caí al suelo rodando de risa (él después). ¡Era un cajón de sastre impenetrable! El escritorio estaba lleno de enlaces a la nada, carpetas repetidas, archivos fantasmas, programas inservibles, pitidos, alertas y errores continuos… Y un pistolón enorme conectado al procesador para matar marcianos. 
Pero lo mejor del curso fue la traca final. Una noche estaba con el pijama puesto, dispuesto a tragarme El Larguero, cuando sonó el teléfono. 
- No puedo conectarme a la red, me dijo mi amigo angustiado. He hecho todo lo que dice el manual y nada. No puedo enviar el ejercicio final que hicimos el otro día y hoy se acaba el plazo.
Durante una hora repasamos los procedimientos. Todo en orden.
Un relámpago cruzó por mi frente: 
- ¿Has conectado el ordenador a la roseta del teléfono?
- ¿Qué teléfono? ¿Es que no basta el navegador? Tengo el Netscape abierto… 
Lo último: Internet por telepatía.

Tampoco coinciden necesariamente en la misma persona el orden externo (la conducta) y el interno (la mente): alguien puede repetir a diario un repertorio compulsivo de rituales (al levantarse, al lavarse las manos, al desayunar, al vestirse, etc.) y sufrir un severo desorden mental. Y al revés, uno de mis admirados maestros, el profesor MT, filósofo y catedrático de enseñanza media, siempre ha nadado en un caos de objetos perdidos, situaciones trastocadas, relaciones caóticas, pero es un águila de las cumbres: siempre encuentra todo. Y no me refiero a las camisas; su mente distingue sin vacilar la verdad de la falsedad, la certeza del error, la opinión de la ignorancia, la evidencia de la duda, la lealtad de la mentira.


En ocasiones funciona la máxima del film. El caso más espectacular que conozco de armonía perfecta entre desorden interno y externo fue el de mi colega de campus y conocido de primera, el Patas, entrañable ciudadano de la imperial Toledo. Su triángulo parental era un escaleno impresentable. Dos hijos. Su madre, una beata recalcitrante, anclada en supersticiones medievales y babas de segunda mano, adoraba al mayor, un modelo de vida ejemplar al que todo el mundo huía (la gente se cambiaba de acera sólo con pensar en él), mientras que al Patas no le hacía ni puñetero caso. El padre, un tipo autoritario y amargado, dedicaba toda su atención al pequeño… para abrumarlo con sus monsergas, sacarlo de sus casillas y humillarlo. El Patas estudiaba filología inglesa en Madrid y vivía en un piso de sus padres en Aluche. Sólo fui una vez al piso. Ya en el portal sentí el tufillo. Cuando abrió la puerta un olor insoportable me echó para atrás. Entré impulsado por el motivo más fuerte: un empellón del Patas (y la curiosidad malsana). Lo que contemple me dejó tieso. ¡No tiraba la basura en meses! La montaña de desperdicios llegaba al techo (¡no exagero!). Pero el toque maestro del Patas era su modus operandi. Había instalado una tienda de campaña en el salón anclada con tacos al parqué. Allí comía (calentaba las latas de judías con un camping gas) y dormía en un saco mugriento. Finalmente, tras varias semanas, a petición del vecindario atufado, intervino la policía y Sanidad. Su madre, al ver el paisaje, sufrió una crisis nerviosa que duró meses y el padre sencillamente lo echó de casa (como le sucede a Alex, el protagonista de La Naranja Mecánica). Dejó los estudios y entró en el mundo de la hostelería; acabó en Marbella dedicado al “turismo” y me consta que allí ha prosperado y amanece que no es poco…


Para terminar, dos paradojas del orden: se suele asociar la derecha política a la “gente de orden” y la izquierda a la ruptura del orden establecido. Esto es cierto para la vida pública pero no la privada. Los mayores desórdenes morales se dan en la extrema derecha de la clase alta: ludopatías, adulterios, camas redondas, prostitución, alcohol, embarazos no deseados, drogas, corrupción… mientras que la "izquierda real" hace gala de una moral puritana, pacata y austera, en nombre del progreso. ¡Cuanto más a la “izquierda” más “complejo de derechas”!, según la feliz expresión de los psicoanalistas franceses Jean Plumyène y Raymod de la Sèrre, acuñada en un libro tronchante de mismo título.

La misma disonancia sombría que afecta al orden sacerdotal. Por un lado, el rígido sistema de servilismos eclesiales, normas represivas, imposiciones jerárquicas, virtudes teologales; por otro los desórdenes carnales (de los que no quiero hablar) y espirituales (tan sonados los primeros como los segundos; estos últimos, los que denunció Nietzsche).

martes, 20 de septiembre de 2011

La piel que habito


Tampoco se debe esperar lo absoluto del cine, contra los teólogos del séptimo arte. Posiblemente por eso me gusta la película de Almodóvar La piel que habito. Sospecho que una de las modas que sobrevuela la cultura madrileña es que lo políticamente correcto es criticar al director manchego y luego repartir argumentos. Los míos, a favor, son bastante simples porque la cosa no es para tanto. 

Para empezar, no es una película aburrida. Eso sí, se sitúa desde la primera secuencia en ese entramado de elementos plásticos, simbólicos, narrativos, musicales que ha creado Almodóvar a lo largo de su obra. Un mundo propio que, dentro de sus limitaciones y altibajos (que él mismo reconoce y son los del cine) es la aspiración de todo artista.
Uno de los aciertos es la apertura de campo, la incertidumbre argumental, la pluralidad de opciones que se presentan (y se presienten) en cada segmento del film (tengo la seguridad de que gran parte del guión se hizo sobre la marcha entre grandes risotadas). El espectador desconcertado, necesita anticipar en todo momento la dirección del brutal enigma que le plantean. La historia se construye a golpes de sobresalto con la colaboración activa del mirón, cuyas expectativas nunca no se ven defraudadas… Poco a  poco, la película responde a cada una de las preguntas. Esa apertura de campo (en la que Almodóvar hizo hincapié) procede en parte del arquetipo literario al que se alude, Frankenstein, cuyas señas de identidad son la horrible novedad y el escalofrío permanente… y se logra, en gran medida, gracias a la estructura discontinua, manierista, de la narración. Las soluciones elegidas por el guión son excelentes (como una buena jugada de ajedrez entre miles) y no estropean el conjunto como un pegote en la fachada de una iglesia.
He leído que la película podría haber sido contada de forma lineal y sería lo mismo: no estoy de acuerdo. En ese caso, el juego de las posibilidades, de las vueltas de tuerca, de los aciertos y errores quedaría muy mermado. La deconstrucción de la historia no es un recurso retórico para vender el producto, sino una necesidad del guión. La ruptura espaciotemporal, la técnica del flash back, potencia la perplejidad que nos mantiene al borde del asiento.

No estoy de acuerdo tampoco con la “autosuficiencia del film”, una especie de mónada almodovariana sin puertas ni ventanas, un juego autocomplaciente, una manía onanista, un derroche de esteticismo carente de compromiso. En primer lugar, la obra de arte no tiene condiciones previas, no le debe nada a nadie que no sea ella misma, no sabe lo que ocurre alrededor si no quiere y no tiene más principios que los que estime oportunos para alcanzar sus fines. Los ejemplos son muchos y contundentes. Además, La piel que habito no cumple ese supuesto. Más bien filtra la realidad con esa visión invertida y crepuscular del negativo fotográfico, cuya crítica social es todavía más demoledora que el original. La obra de Robert Walser o Kafka son ejemplos de esa visión transfigurada. Tampoco se puede decir que el autor renuncia de lo largo de su obra al realismo costumbrista, lo que ocurre es que sus zambullidas en la fauna ibérica son un tanto peculiares. También Almodóvar ha pergeñado su “Comedia humana”, sólo que a su modo.            

Se ha dicho casi todo de los actores. Es verdad que la dirección, como ocurre en todas sus películas, es muy marcada, rigurosa, incluso agobiante. Se puede alegar, por supuesto, discrepancia con el método y los resultados, pero es evidente que cada actor interpreta lo que Almodóvar quiere y no hay lugar para la espontaneidad, la improvisación, la “frescura” y los tonos personales. En mi opinión, todas sus películas y, especialmente La piel que habito, exigen una dirección obsesiva y milimétrica. No existen cánones de actuación (de hecho los mediocres se repiten fatalmente). Cada film exige una interpretación única, que el personaje rompa con su cliché, incluso con “lo mejor de sí mismo” para adecuarse a la totalidad. El que interpreta Antonio Banderas, por ejemplo, es un psicópata multicolor, lleno de matices (¡más difícil todavía!). 

La objeción más débil es el carácter infumable del argumento. Poco que decir. Carece de interés la categoría de “inverosímil” aplicada al arte. Recuerda la experiencia del burgués con pretensiones, quien, tras su visita al museo, contempla displicente un cuadro de Dalí. Aquí, las excepciones son más numerosas que las reglas. No lo malogremos con razones que valen para otros.

Algunos califican al film de pastiche. De rompecabezas donde las piezas no encajan. Para mí, otro de los méritos de La piel que habito es que consigue una mezcla explosiva de varios géneros… y el engendro camina (¿otra mirada al clásico de M. Shelley?). Se juntan la comedia, el thriller, el psicodrama, el film erótico, el cine de terror y la ciencia ficción. Sin ese pathos inicial, sin aceptar desde el comienzo esa gran propuesta híbrida, descabellada pero coherente, es fácil acabar confundidos, engañados, arrojando tomates al cigarral toledano. 

lunes, 12 de septiembre de 2011

Ética para mi sobrina



Hablaba hace días con una de mis sobrinas, participante del 15-M.
Cuando le pregunté por sus planteamientos y empezó a largar, comprendí enseguida lo cándidos que resultan algunos indignados. Su opinión (trufada en el barullo de las asambleas, en las que todos los gatos son pardos) era que el final de la crisis pasa por una profunda regeneración moral” (¿les suena, a que sí?): nuevos valores, nuevos principios, nuevos proyectos. Torcí el gesto a mi pesar y un bostezo avisó de su inminencia… traté de disimular, pero mi sobrina, por esa infalible intuición femenina, se dio cuenta. Frenó su discurso fundamentalista, manoseado en las acampadas urbanas, y, amoscada por mi falta de respeto a su fe racional, me soltó de sopetón: "Bien, ¿y tú qué piensas de la ética?".

La educación de la juventud al estilo socrático no ha sido nunca mi especialidad (ni mi inclinación natural, ni siquiera con mis hijos), a pesar de haber dedicado más de tres décadas a la enseñanza. Pero esta vez me apetecía decir algo.

Para empezar, sobrina, le dije, no existe algo que sean “los valores morales”. Nadie se ha tropezado con un valor en el trabajo. Ni siquiera aparecen en los sueños. Son entidades abstractas y, lo que es peor, puramente especulativas. Pero no son inocentes. Creer en los valores (¡en una jerarquía de valores morales!) es creer en la ética como la marca blanca de cualquier religión mundana o trasmundana. Siempre estamos dispuestos a levantar una nueva iglesia, porque con los conceptos éticos encajamos a empellones lo que pasa por el mundo.

Nos engañamos. El hombre es un ser curioso, inteligente, inquieto, disfruta al descifrar lo que ocurre alrededor; es más, sin la voluntad de conocer nuestra especie hubiera sido inviable: ¿por qué ponernos unos antifaces gramaticales que nos tapan la visión?, ¿por qué fijarnos en lo que “debiera ser” y no en la belleza de las cosas mismas?, ¿por qué utilizar el don de la imaginación para engendrar quimeras?

En realidad, no actuamos por valores morales, sino por intereses concretos, egoístas (amor de sí, amor propio), por motivos cambiantes y contradictorios; por nuestra constitución fisiológica, por los haces de instintos que proceden de la filogénesis, por motivos internos, intrapsíquicos, que incluso desconocemos, por las pulsiones innatas, ¡aleatorias!, del temperamento, por los rasgos de nuestro carácter adquirido en la familia y la escuela (y, sobre todo al margen de ambas), por nuestra educación intelectual y emocional; también por las metas, objetivos y modas que sobrevuelan la cultura... Los valores morales se reducen a biología, psicología, sociología y poco más.

No confiaría en nadie que fuera excesivamente honesto. Además, cuando alguien perora sobre valores morales apunta siempre a los sombríos conceptos de la antropología metafísica. Huid de los sacerdotes, los sublimes, los profundos, los profetas, los santos, los predicadores, los profesionales del bien y del mal, los depositarios de valores eternos… ¡Así habló Zaratustra!

¿Qué decir de los principios?: Se debe hacer tal cosa siempre y sin condiciones. Lo cierto es que los principios no valen para nada. Sería más honesto decir: “yo actúo así porque me da la gana y además no puedo evitarlo, aunque no se lo aconsejo a nadie”.
Supongamos un principio razonable (excesivamente razonable): hay que ser tolerante con las ideas de los demás.
En primer lugar, depende de cuáles sean esas ideas (le recordé a mi sobrina que los politicastros y mercachifles que nos han desplumado también tienen “ideas”). 
En segundo lugar, no todos los mensajes orales o escritos que pretenden orientar se pueden considerar ideas (la mayoría son ocurrencias vanas, farsas programadas, sermones taimados, escoria política, mentiras arteras). 
En tercer lugar, las tonterías, por ejemplo, que oigo por la radio (tertulias, magazines, informativos, entrevistas) ni siquiera detentan la potencia de ser o no respetadas, están en el limbo de las pamplinas; simplemente las oigo medio dormido o apago sus ecos con fastidio.

Por cierto, uno de los mitos de la democracia representativa (que debemos a su fundador, Rousseau) es la sacralización de la Verdad Ética y Política que la voluntad general establece a través del voto. Pero si algo resulta ilusorio son los principios teledirigidos de un agregado social compuesto por millones de personas. La norma estadística no es el reino de la libertad, sino el reino de la vulgaridad (literalmente, de las opiniones populares), la mediocridad (del irrelevante punto medio) y la inconsistencia (de unos ideales erráticos) que comparte la mayoría. La idiosincrasia de la clase media. ¿Por qué son respetables?

A propósito de la llamada “moral paradigmática”. Imaginemos que alguien fuera capaz de actuar siempre por principios morales: para cada decisión una regla, para cada situación un modelo, para cada problema una fórmula. ¿No es fácil suponer que al final de cada día se preguntase consternado ante un espejo: quién demonios soy exactamente?

El hombre de principios: autoritario, dogmático, arbitrario, narcisista. Un residuo del siglo XIX. Bueno para la novela de costumbres.

¿Nuevos proyectos? Un proyecto moral es un conjunto organizado de normas que regulan un ámbito de la acción. Los Diez mandamientos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el pacifismo, el feminismo, la antiglobalización... Pero nadie puede ser deísta, humanista, pacifista, feminista o anticapitalista todo el tiempo. Se trata de una santidad inalcanzable, heroica, inmensamente gravosa y aburrida…

Excepto en los hábitos cotidianos (¡benditas rutinas que nos preservan de nosotros mismos!), nadie actúa mediante proyectos coherentes. Aceptamos que la vida se basa en la diferencia, la dispersión, la incertidumbre, el error. En consecuencia, actuamos según una ética de circunstancias: un mundo que nos invita a elegir entre una cantidad impensable de bienes y males.

En una ética de circunstancias, la única saludable, damos saltos mortales de un proyecto a otro (y cuantos más mejor). La principal virtud, la que realmente perfecciona la condición humana, no es la bondad, la honradez o la justicia, sino el polifacetismo: en un mismo día podemos ser egoístas y altruistas, espiritualistas y materialistas, voluntaristas e intelectualistas, formalistas y eudemonistas, ascéticos y hedonistas… La vida, un prisma de infinitas caras.

Además, la misión latente (¿o manifiesta?) de los códigos es impedir que pensemos con “nuestra propia cabeza”. ¿Qué acciones caben o no, cuáles están dentro o fuera de los principios de un proyecto? En ese instante de duda, de reflexión, los paladines de la iglesia se ofrecen como las claves exclusivas del invento… mientras el entendimiento y la conciencia quedan relegados a un segundo plano o simplemente eliminados.

Nietzsche en El origen de la tragedia y Sartre en El idiota de la familia, concluyeron con argumentos similares que el mundo de la vida sólo puede ser conocido por el arte y especialmente por las artes textuales; la filosofía entendida como sistema ético es un lenguaje paralelo, extraño, contrario a su sentido profundo. La vida, una singularidad del cosmos.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Ford Madox Fox, El buen soldado


En su novela El buen soldado, Ford Madox Ford (1873-1939) presenta el sofisticado sistema de reglas que rigen la educación sentimental de la llamada “sociedad internacional” de comienzos del siglo XX (la nobleza terrateniente inglesa y la alta burguesía norteamericana) y el amor desesperado de Leonora Ashburnham por su marido Edward (asimismo, el amor de Edward por Maisie, Basil, Florence, Nancy y, en la práctica, cualquier bella mujer que no sea su esposa). Os propongo un lúcido (y discutible) fragmento de El buen soldado; habla en primera persona uno de los protagonistas de este drama personal y colectivo.

Yo he llegado a hacerme muy cínico en estas cuestiones; quiero decir que es improbable creer en la permanencia del amor del hombre o de la mujer. O, por lo menos, es imposible creer en la permanencia de una pasión temprana. Tal como yo lo veo, con relación al hombre por lo menos, un enamoramiento, el amor por una mujer determinada, está dentro del género de la ampliación de la experiencia. Con cada mujer hacia la que un hombre se siente atraído parece llegar un ensanchamiento de la propia visión o, si lo prefiere usted, parece llegar la adquisición de un nuevo territorio. La configuración de las cejas, el tono de la voz, un extraño gesto característico, todas estas cosas –y son estas cosas las que hacen la pasión amorosa-, todas estas cosas, digo, son, en el horizonte del paisaje, otros tantos objetos que tientan a un hombre para que vaya más allá, para que explore. Quiere llegar, por así decirlo, detrás de esas cejas con un dibujo peculiar, como si deseara ver el mundo con los ojos que protegen. Quiere oír esa voz ensayando todas las afirmaciones posibles, hablando de todos los asuntos imaginables; quiere ver esos gestos característicos delante de todos los fondos.
Sobre el instinto sexual sé muy poco y no creo que signifique mucho en una pasión realmente grande. Puede despertarse por cosas tan insignificantes –un cordón desatado de un zapato, la mirada de unos ojos al pasar-, que creo mejor dejarlo fuera de nuestros cálculos. No quiero decir con todo esto que existan grandes pasiones sin el deseo de llegar a la consumación. Eso me parece que es un hecho sabido y que se trata por tanto de una cuestión que no es necesario comentar. Es una cosa, con todos sus accidentes, que hay que dar por sentado, como en una novela, o en una biografía, damos por sentado que los personajes toman sus comidas con cierta regularidad. Pero la verdadera fiebre del deseo, el verdadero fuego de una pasión largo tiempo mantenida y que termina por agotar el alma de un hombre, es el vehemente anhelo de identidad con la mujer que ama. Desea ver con los mismos ojos, tocar con los mismos órganos del tacto, oír con los mismos oídos, perder su identidad, sentirse envuelto, ser sostenido. Porque se diga lo que se quiera sobre la relación entre los sexos, no hay hombre que ame a una mujer sin desear acudir a ella para renovar su arrojo, para acabar con sus dificultades. Y ése será el manantial del deseo que sienta por ella. Todos tenemos mucho miedo, todos estamos muy solos, todos estamos muy necesitados de alguna confirmación exterior de que merecemos existir.
De manera que, durante algún tiempo, si tal pasión llega a consumarse, el hombre conseguirá lo que desea: logrará el apoyo moral, el aliento, el alivio de la sensación de soledad, la seguridad de su propia valía: pero estas cosas pasan; pasan tan inevitablemente como las sombras atraviesan los relojes de sol. Es triste, pero es así. Las páginas del libro se hacen familiares; hemos tomado demasiadas veces la curva más hermosa del camino. Bien, esta es la parte triste de la historia.
Y sin embargo, creo firmemente que para cada hombre llega al fin una mujer… pero no; esa es la manera equivocada de formularlo. Para cada hombre llega al fin una época de la vida en que la mujer, al poner en movimiento su sello en la imaginación masculina, lo pone definitivamente. Ese hombre no viajará ya en busca de nuevos horizontes; nunca más se echará el macuto a la espalda; abandonará esos excesos. Se habrá retirado. 

sábado, 6 de agosto de 2011

14 Juillet, Vive la France !

 

LA PAIX EST-ELLE POSSIBLE ? 

L’espèce humaine habite la Terre depuis environ 40 000 ans. En considérant que l'âge de l'univers est de quinze milliards d’années, nous devons accepter que nous sommes une très jeune manifestation de la matière : sur une échelle de 24 heures, l’homme est resté dans l’univers moins de huit secondes ! Voici un paradoxe qui illustre nos déficiences en tant qu'espèce : jusqu'à présent, la science la plus avancée est incapable de connaître le cerveau, l’organe principal de la connaissance. Malgré l’intelligence et le progrès culturel, nous ne sommes pas encore équipés génétiquement pour vivre dans de grands groupes sociaux. L’homme fonctionne bien dans les groupes primaires, ceux qui sont basés sur des interactions en face-à-face et sont utiles pour l'acquisition de l'éducation sentimentale, pour l'expression des affections personnelles et pour la communication d’expériences intimes. Par conséquent, nos actions peuvent se développer avec succès dans la famille, les amis ou les voisins… Peut-être que l’amour du proche (c'est-à-dire, celui qui est près de nous) signifie quelque chose de semblable.

Toutefois, lorsque les gens s’organisent dans de grands groupes sociaux dont l’aboutissement est les nations et les États, alors les problèmes commencent à apparaître : les conflits, les intérêts absolus, l’incapacité à dialoguer, les idées intolérantes surviennent… Les retombées, c’est la guerre. En tout cas, il s’agit d’un problème biologique, pas historique. C’est pour cela que la solution au problème de la paix n’est ni politique, ni culturelle, ni même historique, mais biologique. On peut imaginer une planète très lointaine dans une galaxie perdue où il y a une civilisation dont les citoyens sont des êtres rationnels qui ont évolué depuis de nombreuses années et qui sont capables de vivre en paix. Tant que le genre humain ne sera pas équipé d’une hérédité génétique appropriée, les nations du monde seront toujours en conflit… au point d’attendre une deuxième fois (ou plus) 40 000 années d’évolution.

viernes, 22 de julio de 2011

Los sueños


Posiblemente la parte más valiosa del hombre sean los sueños.
El auténtico reino de la libertad no son el arte ni la ética (como pensaba Kant) sino los sueños. Cuando abandonamos cada noche el mundo de la vigilia y nos hundimos en el país de las maravillas donde no hay límites espacio-temporales, conceptos abstractos o leyes físicas, dejamos de ser mortales para convertirnos en hijos predilectos de los dioses.

He retornado en los sueños a la infancia para conducir el coche de pedales que me regalaron tras una larga enfermedad; a la adolescencia para bañarme en un río a luz de la luna o salir al campo en primavera con las primeras nínfulas; a la juventud para reavivar mis grandes esperanzas con los amigos perdidos o para reconciliarme con las muchachas en flor a las que amé y no supe retener.
No me refiero a la madurez porque creo que los varones no maduran nunca. En todo caso, incluyo en esta clase los “sueños de expiación”, en los que trocamos la piedra del fatal traspié por otra más liviana, un desliz menor capaz de mudar el desprecio en compasión (esa virtud admirable que convierte a la mujer en víctima de la estupidez masculina).

De adulto, ya muertos, he hablado de los grandes temas con mis padres, parientes y amigos (Carlos, Miguel, Amador), a los que convoco en las noches heladas de invierno. En estos encuentros espectrales siento un voraz deseo (mucho más intenso que en la vida cotidiana) de preguntar, escuchar, descubrir.

No existen sueños adscritos a la edad. La clasificación anterior es una burda elaboración racional. Sin ir más lejos: hace dos días soñé, en clave de pesadilla ligera, que luchaba contra un gigante de papel en formato de comic. Me veía a mí mismo en una tira en blanco y negro de trazo fino y vagamente realista. Con “mi mente” (el autor omnisciente de la novela) intervenía desde algún lugar del sueño en los trazos de la pluma y el curso de la acción.

Recuerdo que en mi última época de estudiante universitario leí con la fe racional de San Agustín los libros de Freud sobre la interpretación de los sueños. Posiblemente sean la aportación más valiosa al estudio del inconsciente, pero, en mi opinión, deberían titularse “los mecanismos de los sueños”. Dramatización, condensación, desplazamiento, simbolización, represión, elaboración secundaria… son los procedimientos universales de la puesta en escena del material onírico, pero los análisis concretos que perpetra el brujo de Viena (como lo llama Nabokov) no interpretan nada: sigo pensando que las dos grandes obras de ficción pura (sin mezcla de ser alguno) que se han publicado en la cultura contemporánea son los libros de Freud sobre la interpretación de los sueños y los de Levi Strauss sobre los mitos.

Resumo uno de mis sueños recurrentes:

Cuenca. Me despierto en el sueño en medio de una noche que no es noche sino zozobra. Sé que nunca más veré a nadie. Mi casa está abandonada. Silencio antinatural, reflejos lunares de otro mundo perdido en la galaxia. Una espesa capa de polvo ceniciento se filtra por debajo de las puertas y cubre los muebles, como si hubiera transcurrido un tiempo impensable desde que me quedé dormido. Salgo la calle, a una ciudad en ruinas, abandonada, inhumana. Me alejo en dirección al río, con decisión, sé que tengo que ir allí, aunque ignoro las razones y antes de llegar me despierto entre sollozos…

Dentro del sueño estoy solo y tengo miedo (como en la canción de Serrat), pero fuera del sueño no hay interpretación que valga. En mi vida diaria no me preocupa la soledad, la incomunicación ni demás monsergas y no soy especialmente apocado. Además, hace veinticinco años que no vivo en Cuenca. Debo admitir, en términos cartesianos, que soy dos sujetos que piensan: uno despierto y otro dormido. Sabemos que durante el sueño el sistema nervioso central cambia sus parámetros y la actividad cerebral es diferente a la vigilia.

Prosigo con la analogía cartesiana: los sueños son substancia, es decir, realidad independiente y autónoma. Son irreducibles a otros ámbitos emergentes del ser: físico, químico, biológico, neurológico, psicológico, cognitivo, cultural, virtual. (¿Acaso vital?). Las propiedades que rigen estos ámbitos no sirven para los sueños. La conciencia onírica tiene reglas propias que ignoramos (o no existen). También en este caso, el cerebro es incapaz de conocerse a sí mismo. Copio a mi amigo Miguel Ángel Hernández Saavedra: la expresión "interpretación de los sueños" es un oxímoron, una contradicción en los términos, como "familia inteligente", "pensamiento político", "música militar" o "cine español".

¿Cuál es la relación entre la vida despierta y dormida? Ninguna.
El mundo de los felices es distinto del mundo de los infelices (Wittgenstein). Sin embargo, los felices pueden ser desdichados en los sueños y al revés. Los mansos, violentos; los tímidos, expansivos; los castos, disipados; los justos, egoístas; los virtuosos, falaces… y viceversa. Las leyes de asociación de ideas no tienen sentido en los sueños. Tampoco los principios de la identidad personal: el temperamento se invierte, el carácter se transforma, las normas se desvanecen. En la secuencia dramática del sueño se separan y recombinan los rasgos de la personalidad como si fueran las trasparencias de una linterna mágica. Es un milagro que al despertar podamos reunir los fragmentos del "yo pienso".   

La ensoñación es el estado intermedio entre el sueño y la vigilia. Soñar despierto. Es una ocupación incomparable. Hay auténticos malabaristas en el arte de despegar del presente para lanzar las ideas a las cuatro dimensiones del cosmos.
La mayoría de la gente dispara la ensoñación en cuanto las circunstancias lo propician: en el metro temprano, en el trabajo, en los conciertos, cuando acabamos un libro apasionante, al hacer el amor, cuando nos hablan los conocidos, al contemplar a nuestros hijos, en el insomnio y los funerales…

Yo necesito crearme un mundo de ensueño antes de dormir. Tengo que trasformar mi dormitorio en distintos escenarios: el camarote de un trasatlántico, un refugio militar en la montaña, un hotel en los Alpes, la tienda de campaña con la que viajé a Italia, mi cuarto cuando era niño… Considero que la necesidad de recurrir al ensueño para traspasar el umbral entre los mundos es un signo de salud mental.

Otro elemento imprescindible de los sueños son las pesadillas. La opinión general es que reflejan nuestros miedos y angustias. Pienso, al revés, que los miedos y angustias proceden de la confrontación del sujeto durmiente con sus terrores nocturnos. En las pesadillas, el yo durmiente se acerca a los estratos más primitivos del cerebro reptiliano donde se fraguan los miedos biológicos que se han consolidado a lo largo de la filogénesis. Las pesadillas cumplen la función de enfrentar al sujeto con las fobias ancestrales que provienen de las etapas iniciales del proceso de hominización. En esa lucha del soñador con la imágenes emergentes del paleoencéfalo se forja la fortaleza o la debilidad de cada cual ante sus emociones más turbias.

Los sueños son una pulsión instintiva que compartimos con la mayoría de las especies. Si me hubiera dedicado a la zoología, una de mis vocaciones frustradas, hubiera escrito una tesis doctoral sobre la función de los sueños en la evolución (¿cómo duermen las lombrices, y las medusas, y las hormigas, y las bacterias, y las plantas carnívoras?). Es apasionante.

Es imposible conocer desde la ciencia o el arte en qué consisten los sueños. Con la sexualidad ocurre lo mismo. Podemos referirnos a ambos con metalenguajes más o menos felices (feromonas, sonetos, registros electrofisiológicos, los cuadros de Magritte) pero jamás fiables. Los gozos y los sueños sólo se pueden experimentar en vivo y en directo.

Me interesa la teoría del cuerpo astral. Ni la neurofisiología ni la psicología profunda la refutan. Más bien al contrario. Pero antes de contarla debe hacer una observación: alguno de mis amigos, cuando he sacado el tema, me preguntan suavemente: ¿Realmente te crees eso? Bien, hay muchas formas de creer. En general, me creo sin pestañear lo que me gusta, aunque con fecha de caducidad, como los yogures. Además, hay cosas que no se explican con palabras. Es preferible convertirlas en leyenda para que circulen por el mundo.

La mejor forma de acceder al cuerpo astral, es controlar el sueño desde dentro. Se trata de una iniciación larga y compleja. Hay que superar varias pantallas, como en los videojuegos: ser consciente de que estás soñando, de que te encuentras en alguna parte del sueño, reconocerte sin confusión, mirar fijamente cada una de tus manos, controlar la acción en el proceso, dominar el desenlace y, finalmente, despertar cuando lo desees. Muy pocos lo consiguen.

El cuerpo astral no es el yo dormido, tampoco el yo consciente que penetra en el sueño, sino la unidad sintética de ambos. Una vez lograda, el brujo (porque no tiene otro nombre) puede lanzar su cuerpo astral fuera del sueño en un proceso inverso de acumulación de fuerzas. Cuanto más poderoso es el brujo, más eficaz es su brazo y más lejos puede viajar. Las cámaras de seguridad han grabado el cuerpo astral de un hombre de conocimiento cuando se adueñaba de un brazalete de diamantes en Tiffany's, Nueva York… mientras dormía junto a su esposa en un poblado del África Central. Con un pase de la mano izquierda inmovilizó a dos dependientes que quisieron detenerle. El resto de los empleados no advirtieron nada. Un amigo del brujo, doctor en antropología por la UNED, invitado a la fiesta tribal del cumpleaños (o su equivalente solar), me aseguró, al día siguiente de la grabación, que la mujer del brujo lucía la joya en su esbelto brazo.

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Somos siete en uno: el sujeto fisiológico o corporal, el sujeto psicológico o mental, el sujeto lógico o cognitivo, el sujeto simbólico o gramatical, el sujeto espiritual o metafísico, el sujeto onírico o durmiente y el sujeto astral o mágico. ¿Quién da más?

Posdata: Mis especulaciones sobre los sueños son probablemente falsas. Lo que reivindico es que son igual de falsas que las demás teorías científicas, filosóficas o literarias sobre el tema.

lunes, 11 de julio de 2011

Sherlock Holmes


Cuando me canso de leer a Musil, vuelvo a Balzac, giro a Paul Auster y finalmente recaigo en las aventuras de Sherlock Holmes.


El primer recurso literario que utiliza Conan Doyle en sus relatos es la deconstrucción. Hagan la prueba. Al terminar uno de los casos de Holmes, cuando el genial detective ponga las cartas boca arriba en un homenaje a sí mismo y explique el truco de magia que le ha permitido poner entre rejas al culpable, y, de paso, para que Watson el pánfilo (nosotros por extensión) lo comprenda, intente resumir la trama argumental, comprimir el rompecabezas, reunir el caos aparente de las piezas. Seguramente, si no es propenso al fárrago, le ocupará media página. Se trata siempre de historias sencillas que Doyle disloca con mano maestra para hacerlas irreconocibles. Lo cual no quiere decir que el truco sea fácil. Inversamente, invéntese una historia simple, separe sus elementos e intente construir un relato divertido. ¿Le cuesta, verdad? En su versión más general, escribir consiste en esto.


El segundo recurso que utiliza Conan Doyle es la identidad entre lo racional y real. Resulta muy raro, lo saben por experiencia, que lo pensado, por lógico que sea, por consistente que parezca, por argumentado que esté, coincida con lo que ocurre. Sencillamente los hechos del ancho mundo son más ricos que el pensamiento; el hombre los necesita, pero no al revés. Lo real es lo desconocido que fluye por sí mismo y nosotros un frágil esquife a merced de sus caprichos. La vida siempre nos sorprende con su infinita gama de regates; además, frente a los soñadores y racionalistas (que en este caso coinciden en el error) el principio de causalidad estalla en mil pedazos.
Sólo en las aventuras de Sherlock Holmes la lógica implacable se impone a los hechos que, mansamente, como un guante de seda, se ajustan a la conclusión del silogismo. De hecho, la policía nunca actúa así. Si la policía de verdad, Scotland Yard, utilizara tales procedimientos, contaría los crímenes por fracasos. Por eso, Doyle necesita ridiculizar a la policía oficial, a Lestrade y a otros burócratas de la ley que funcionan como contrapunto de las artes combinatorias del genial sabueso.


Holmes, paladín de la lógica, utiliza durante sus pesquisas un método mixto, inductivo-deductivo, entre Bacon y Descartes, basado en las operaciones fundamentales de la razón.
Sin una base sólida aun, todo comienza con la intuición certera de cuál es (y, sobre todo, de cuál no es) el hilo conductor del drama que alguien de la condición social más variopinta somete a la ciencia del gran detective.
Es el momento en que un Holmes risueño (la primera travesura de la mañana) escandaliza a su cliente (que se levanta alucinado, como si tuviera un resorte en el trasero) con una demostración de fuerza, tras revelar de una sola ojeada su carácter, ocupación, hábitos, gustos, faltas menores y hasta sus pensamientos más íntimos. Tranquilizado por esa amabilidad seductora del hombre sencillo pero superior, el invitado expone su historia desde el principio, sin omitir detalle por menudo que parezca, a petición de un Holmes recién desayunado, con su batín de color ratón, su primer cigarrillo de picadura fuerte, los ojos en penumbra y los dedos unidos por las yemas.
¿Qué le parece el asunto que nos trae?, pregunta Holmes a su ofuscado amigo tras partir el visitante y ojear lo que dice la prensa sobre el caso. Sin esperar respuesta, comenta ante un Watson con cara de doble interrogante:


- Pisamos aguas profundas, pero no tiene sentido fatigar la mente hasta que dispongamos de datos más seguros. Por cierto, tengo unas butacas para el Royal Albert Hall; esta tarde el famoso violinista A.S. interpretará piezas de Paganini y Brahms.

Pero Holmes ya se ha hecho un mapa fragmentario, un esquema inicial del caso.
Sigue la observación y filtrado de las variables relevantes con exclusión radical de las que perturban el orden natural de las ideas (las que –por llamarlas de algún modo- manejan normalmente el doctor Watson y el intrigado lector).
En una mañana brumosa del Londres invernal un solitario tílburi se detiene muy temprano en el 221B de la calle Baker. Dos sombras alargadas surgen del portal: Holmes con su maletín instrumental, ataviado con un grueso tres cuartos de cuadros escoceses, gorra calada, mitones de lana y pipa ganchuda; Watson con traje oscuro de tweed, manta de viaje, cuaderno de notas y el revólver del cuarenta y cinco en el bolsillo (recuerdo de su paso por el ejército imperial en la India). Silencio e inmovilidad (Holmes ensimismado aparta con un gesto impaciente cualquier comentario trivial de su colega) hasta que llegan a la estación de Paddington y toman asiento en el compartimento de primera que les llevará al escenario del crimen.
Cuando el tren arranca, Holmes se vuelve más sociable; muestra el telegrama recibido esta mañana mientras Watson se afeitaba: "Scotland Yard ruega su colaboración en un asunto que ofrece algunos puntos de interés para los métodos peculiares que usted práctica”. Dicho sin eufemismos de fabricación británica: la policía no sabe ni contesta.


En el escenario del crimen, una casa rural de una población cercana a Londres, el detective maldice el desorden provocado por los agentes, las manazas y pisadas por doquier, los objetos movidos sin criterio, la acumulación de inútiles soñolientos. Después de escuchar con impaciencia la insípida teoría del inspector, comienza una persecución frenética de las pistas que han resistido al desastre: lupa en mano, tumbado en el suelo, analiza una huella en la entrada; usa pinzas para recoger unas hebras pegadas a la alfombra; saca un sobre para atesorar los restos de ceniza perdidos en un rincón (recuerda a Watson que no hace mucho publicó una modesta monografía sobre las cenizas de dos mil marcas de tabaco); olisquea unas manchas recientes en el marco de la ventana que da al jardín. Finalmente, pide hablar con el ama de llaves que descubrió el cadáver…


Ahora le toca el turno a la deducción de conclusiones.
De vuelta a Londres, ante la insistencia de Watson, Holmes se sorprende de que todavía no se haya formado una opinión del caso.


- Se trata, en líneas generales, de lo que había supuesto. Sólo me resta encajar algunos detalles para cerrar este instructivo problemita. Cuando los tenga, usted será el primero en saberlo.


A las doce de la noche, el doctor Watson, sentado en su sillón favorito, cerca de la chimenea, con un libro de enfermedades nerviosas delante de las pinzas, sufre un letal sobresalto cuando un andrajoso buhonero recorre el salón: encorvado, renqueante, con un parche en el ojo izquierdo, zapatos envueltos en harapos, saco raído al hombro y apoyado en un bastón de nudos... Holmes travestito no puede contener una risa cristalina ante la mueca espantada de su amigo. Con un delicado gesto de actor, inclina la cabeza y se pierde en la noche londinense.


Verificación.
Todo concluye en el mismo sillón que empezó. A media mañana, Holmes absorto en la clasificación de sus archivos profesionales, una inmensa enciclopedia de datos heterogéneos, sin levantar la vista de un papiro que describe una antigua trampa de ratones, dice a su amigo:


- Puse ayer una nota en la sección de anuncios por palabras del Times. Si no me equivoco, surtirá efecto antes de que la señora Hudson nos sirva para almorzar unos excelentes pollos de becada y dos botellas de clarete que me ha enviado un tenista famoso al que conseguí ayudar en cierto enredo personal. ¡Por cierto, suena la campanilla: nuestro hombre acude puntual a la cita!


Un individuo de baja estatura, robusto, risueño, de cara redonda, ojos saltones, patillas y pelo de color zanahoria entra exultante en el salón.


- ¡Soy su hombre, señor Holmes! Tengo exactamente la clase de insignia militar que falta en su colección. Espero que tenga a mano las cincuenta guineas que prometió.


- Muéstremela- replica Holmes-, si es como afirma, el dinero es suyo.


El visitante saca del bolsillo un bulto y comienza a abrirlo. Antes de que termine se oye un sonoro clic y dos esposas de acero se cierran sobre sus muñecas. Lo que sigue es una tensa conversación entre el halcón y la presa:


- Todo lo que ha dicho es verdad, Holmes, excepto que el perro no era un setter sino un spaniel. No sé cómo ha podido descubrir el doble juego de mi hermano gemelo. Parece cosa de brujería. Es usted un auténtico demonio. Me rindo.


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Entre un caso y el siguiente el cerebro privilegiado de Holmes permanece ocioso pero no tranquilo, como la cadena de una bicicleta que gira veloz sin engranar en los piñones de la rueda. Es el tiempo de las inyecciones de cocaína en una solución al nueve por ciento, la mirada perdida, la inapetencia, la palidez mortal de las mejillas, los ataques de misantropía y el violín. En su butaca, Watson, que sabe lo inútil de sermonear a su amigo, calla y escucha estremecido las delirantes melodías que brotan del instrumento, un reflejo sonoro de los fantasmas que desfilan por la mente del artista.