Cuando me canso de leer a Musil, vuelvo a Balzac, giro a Paul Auster y finalmente recaigo en las aventuras de Sherlock Holmes.
El primer recurso literario que utiliza Conan Doyle en sus relatos es la deconstrucción. Hagan la prueba. Al terminar uno de los casos de Holmes, cuando el genial detective ponga las cartas boca arriba en un homenaje a sí mismo y explique el truco de magia que le ha permitido poner entre rejas al culpable, y, de paso, para que Watson el pánfilo (nosotros por extensión) lo comprenda, intente resumir la trama argumental, comprimir el rompecabezas, reunir el caos aparente de las piezas. Seguramente, si no es propenso al fárrago, le ocupará media página. Se trata siempre de historias sencillas que Doyle disloca con mano maestra para hacerlas irreconocibles. Lo cual no quiere decir que el truco sea fácil. Inversamente, invéntese una historia simple, separe sus elementos e intente construir un relato divertido. ¿Le cuesta, verdad? En su versión más general, escribir consiste en esto.
El segundo recurso que utiliza Conan Doyle es la identidad entre lo racional y real. Resulta muy raro, lo saben por experiencia, que lo pensado, por lógico que sea, por consistente que parezca, por argumentado que esté, coincida con lo que ocurre. Sencillamente los hechos del ancho mundo son más ricos que el pensamiento; el hombre los necesita, pero no al revés. Lo real es lo desconocido que fluye por sí mismo y nosotros un frágil esquife a merced de sus caprichos. La vida siempre nos sorprende con su infinita gama de regates; además, frente a los soñadores y racionalistas (que en este caso coinciden en el error) el principio de causalidad estalla en mil pedazos.
Sólo en las aventuras de Sherlock Holmes la lógica implacable se impone a los hechos que, mansamente, como un guante de seda, se ajustan a la conclusión del silogismo. De hecho, la policía nunca actúa así. Si la policía de verdad, Scotland Yard, utilizara tales procedimientos, contaría los crímenes por fracasos. Por eso, Doyle necesita ridiculizar a la policía oficial, a Lestrade y a otros burócratas de la ley que funcionan como contrapunto de las artes combinatorias del genial sabueso.
Holmes, paladín de la lógica, utiliza durante sus pesquisas un método mixto, inductivo-deductivo, entre Bacon y Descartes, basado en las operaciones fundamentales de la razón.
Sin una base sólida aun, todo comienza con la intuición certera de cuál es (y, sobre todo, de cuál no es) el hilo conductor del drama que alguien de la condición social más variopinta somete a la ciencia del gran detective.
Es el momento en que un Holmes risueño (la primera travesura de la mañana) escandaliza a su cliente (que se levanta alucinado, como si tuviera un resorte en el trasero) con una demostración de fuerza, tras revelar de una sola ojeada su carácter, ocupación, hábitos, gustos, faltas menores y hasta sus pensamientos más íntimos. Tranquilizado por esa amabilidad seductora del hombre sencillo pero superior, el invitado expone su historia desde el principio, sin omitir detalle por menudo que parezca, a petición de un Holmes recién desayunado, con su batín de color ratón, su primer cigarrillo de picadura fuerte, los ojos en penumbra y los dedos unidos por las yemas.
¿Qué le parece el asunto que nos trae?, pregunta Holmes a su ofuscado amigo tras partir el visitante y ojear lo que dice la prensa sobre el caso. Sin esperar respuesta, comenta ante un Watson con cara de doble interrogante:
- Pisamos aguas profundas, pero no tiene sentido fatigar la mente hasta que dispongamos de datos más seguros. Por cierto, tengo unas butacas para el Royal Albert Hall; esta tarde el famoso violinista A.S. interpretará piezas de Paganini y Brahms.
Pero Holmes ya se ha hecho un mapa fragmentario, un esquema inicial del caso.
Sigue la observación y filtrado de las variables relevantes con exclusión radical de las que perturban el orden natural de las ideas (las que –por llamarlas de algún modo- manejan normalmente el doctor Watson y el intrigado lector).
En una mañana brumosa del Londres invernal un solitario tílburi se detiene muy temprano en el 221B de la calle Baker. Dos sombras alargadas surgen del portal: Holmes con su maletín instrumental, ataviado con un grueso tres cuartos de cuadros escoceses, gorra calada, mitones de lana y pipa ganchuda; Watson con traje oscuro de tweed, manta de viaje, cuaderno de notas y el revólver del cuarenta y cinco en el bolsillo (recuerdo de su paso por el ejército imperial en la India). Silencio e inmovilidad (Holmes ensimismado aparta con un gesto impaciente cualquier comentario trivial de su colega) hasta que llegan a la estación de Paddington y toman asiento en el compartimento de primera que les llevará al escenario del crimen.
Cuando el tren arranca, Holmes se vuelve más sociable; muestra el telegrama recibido esta mañana mientras Watson se afeitaba: "Scotland Yard ruega su colaboración en un asunto que ofrece algunos puntos de interés para los métodos peculiares que usted práctica”. Dicho sin eufemismos de fabricación británica: la policía no sabe ni contesta.
En el escenario del crimen, una casa rural de una población cercana a Londres, el detective maldice el desorden provocado por los agentes, las manazas y pisadas por doquier, los objetos movidos sin criterio, la acumulación de inútiles soñolientos. Después de escuchar con impaciencia la insípida teoría del inspector, comienza una persecución frenética de las pistas que han resistido al desastre: lupa en mano, tumbado en el suelo, analiza una huella en la entrada; usa pinzas para recoger unas hebras pegadas a la alfombra; saca un sobre para atesorar los restos de ceniza perdidos en un rincón (recuerda a Watson que no hace mucho publicó una modesta monografía sobre las cenizas de dos mil marcas de tabaco); olisquea unas manchas recientes en el marco de la ventana que da al jardín. Finalmente, pide hablar con el ama de llaves que descubrió el cadáver…
Ahora le toca el turno a la deducción de conclusiones.
De vuelta a Londres, ante la insistencia de Watson, Holmes se sorprende de que todavía no se haya formado una opinión del caso.
- Se trata, en líneas generales, de lo que había supuesto. Sólo me resta encajar algunos detalles para cerrar este instructivo problemita. Cuando los tenga, usted será el primero en saberlo.
A las doce de la noche, el doctor Watson, sentado en su sillón favorito, cerca de la chimenea, con un libro de enfermedades nerviosas delante de las pinzas, sufre un letal sobresalto cuando un andrajoso buhonero recorre el salón: encorvado, renqueante, con un parche en el ojo izquierdo, zapatos envueltos en harapos, saco raído al hombro y apoyado en un bastón de nudos... Holmes travestito no puede contener una risa cristalina ante la mueca espantada de su amigo. Con un delicado gesto de actor, inclina la cabeza y se pierde en la noche londinense.
Verificación.
Todo concluye en el mismo sillón que empezó. A media mañana, Holmes absorto en la clasificación de sus archivos profesionales, una inmensa enciclopedia de datos heterogéneos, sin levantar la vista de un papiro que describe una antigua trampa de ratones, dice a su amigo:
- Puse ayer una nota en la sección de anuncios por palabras del Times. Si no me equivoco, surtirá efecto antes de que la señora Hudson nos sirva para almorzar unos excelentes pollos de becada y dos botellas de clarete que me ha enviado un tenista famoso al que conseguí ayudar en cierto enredo personal. ¡Por cierto, suena la campanilla: nuestro hombre acude puntual a la cita!
Un individuo de baja estatura, robusto, risueño, de cara redonda, ojos saltones, patillas y pelo de color zanahoria entra exultante en el salón.
- ¡Soy su hombre, señor Holmes! Tengo exactamente la clase de insignia militar que falta en su colección. Espero que tenga a mano las cincuenta guineas que prometió.
- Muéstremela- replica Holmes-, si es como afirma, el dinero es suyo.
El visitante saca del bolsillo un bulto y comienza a abrirlo. Antes de que termine se oye un sonoro clic y dos esposas de acero se cierran sobre sus muñecas. Lo que sigue es una tensa conversación entre el halcón y la presa:
- Todo lo que ha dicho es verdad, Holmes, excepto que el perro no era un setter sino un spaniel. No sé cómo ha podido descubrir el doble juego de mi hermano gemelo. Parece cosa de brujería. Es usted un auténtico demonio. Me rindo.
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Entre un caso y el siguiente el cerebro privilegiado de Holmes permanece ocioso pero no tranquilo, como la cadena de una bicicleta que gira veloz sin engranar en los piñones de la rueda. Es el tiempo de las inyecciones de cocaína en una solución al nueve por ciento, la mirada perdida, la inapetencia, la palidez mortal de las mejillas, los ataques de misantropía y el violín. En su butaca, Watson, que sabe lo inútil de sermonear a su amigo, calla y escucha estremecido las delirantes melodías que brotan del instrumento, un reflejo sonoro de los fantasmas que desfilan por la mente del artista.
En primer lugar, envidio tu tiempo para leer tanto,una envidia sana. En segundo lugar, decirte que también me gusta Holmes. Pero este verano he vuelto a redescubrir a mi querida Highsmith. He vuelto a mi admirado Tom Ripley, que siempre se escapa de chiripa. Ya ves, cada uno con sus manías.
ResponderEliminar-Antonio JIM-
(lamento no usar mi avatar, pero un fallo técnico me lo impide)
Ante todo, Antonio, gracias por participar en mi blog.
ResponderEliminarSoy también un admirador de Patricia Higsmith. Recuerdo las tres primeras novelas de la “saga Ripley” (creo que se han hecho más, pero me paré en la tercera): A pleno sol, La máscara de Ripley y El amigo americano (dos con película incorporada). De hecho las he sacado de mi librería y las tengo delante en la estupenda edición de Anagrama; sólo una pega: la letra excesivamente pequeña. No descarto volver este verano al increíble mundo de Ripley y a sus emociones fuertes.
Un saludo, Rodolfo López Isern