viernes, 23 de septiembre de 2022

Vanitas

 

El adjetivo latino vanus significa vacío, vano, hueco. De este adjetivo proviene la palabra vanitas que significa vanidad, vana apariencia, fraude, jactancia o engreimiento.

Memento mori es una expresión latina que significa “recuerda que morirás”. Es sabido que el Senado Romano estableció la tradición de que un esclavo acompañara a un general o alto cargo durante su desfile triunfal por las vías de Roma para sostener una corona de laurel sobre su cabeza y susurrarle al oído su condición mortal y evitar así la tentación de la vanitas y sus consecuencias políticas o militares para la República.

Otra crítica a la vanitas, más de carácter personal que público, procede del cristianismo medieval. Son innumerables las representaciones pictóricas. Las más antiguas se remontan al memento mori representado en los muros de las iglesias románicas como alusión a la fugacidad de la vida, al valor de los valores espirituales frente a los mundanos y a la inevitabilidad de la muerte. Una concepción que el cristianismo tomó de la filosofía estoica y alude a la idea de que el ser humano debe tener presente su destino último como el principal horizonte de sentido. La iconografía es un desfile interminable de esqueletos, calaveras y guadañas.

Tanto los textos bíblicos como la doctrina católica le dan a la vanitas el nombre de soberbia. Para la Biblia es la forma más directa de apartarse del auténtico significado de la Palabra y de la renuncia al único Dios verdadero. El segundo mandamiento de la ley hebrea, No tomarás el nombre de Dios en vano, advierte sobre las falsas desviaciones de la religión hebraica (idolatría y politeísmo), los hábitos superficiales (apariencia e hipocresía) y los falsos juramentos (interés e inconstancia).

Para la tradición eclesiástica católica los siete pecados capitales son la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza. Es famosa La Mesa de los pecados capitales, un óleo sobre tabla del Bosco expuesto en el Museo de El Prado. La Soberbia, el orgullo de estar por encima de los demás, de ser mirado y admirado, se personifica en una joven vanidosa con un ridículo tocado absorta en el reflejo del espejo sin darse cuenta de que lo sujetan los demonios.

Decía Tomás de Aquino, el teólogo católico por excelencia, que Un pecado o vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable, de manera tal que, en su deseo, un hombre comete muchos pecados, todos los cuales se dice son originados en aquel vicio como su fuente principal. (…) Los pecados o vicios capitales son aquellos a los que la naturaleza humana está principalmente inclinada.

El paradigma por antonomasia del pecado de vanidad, la soberbia, lo constituye la rebelión del más bello y perfecto de los ángeles, Lucifer (literalmente portador de la luz), contra Dios al que intentó destronar para ser finalmente condenado a los abismos del infierno. Ahora bien, cuando se afirma que el demonio existe, que fue vencido, pero no extinto, se alude simbólicamente al imperio creciente de la vanitas en la sociedad actual: el narcisismo.

Narciso era hijo del dios-río Cefiso y de la ninfa Leiríope. Fue un muchacho de extraordinaria belleza, de quien el adivino ciego Tiresias vaticinó que viviría una larga y feliz vida si no llegaba nunca a contemplar el reflejo de su imagen. Narciso despertó el amor de muchos hombres y mujeres, pero, vanidoso e incapaz de amar, altanero y lleno de orgullo, nunca les correspondió. El comportamiento de Narciso acabó por atraer el castigo de los dioses. Y puesto que sus padres eran criaturas de los ríos, el joven vio finalmente su imagen en las aguas y se enamoró de sí mismo; desesperado al no poder alcanzar el objeto de su pasión permaneció junto al arroyo hasta consumirse de tristeza. Cuenta el mito que el río benévolo convirtió el cuerpo de Narciso en la flor multicolor que lleva su nombre.

El narcisismo actual varía según la vanitas de quien contempla su reflejo en el agua. Los ejemplos son incontables. El profesor erudito que habla para sí mismo y no para sus alumnos, el político que no piensa en su trabajo sino en promocionar su imagen a cualquier precio, el empresario que se atribuye en exclusiva el éxito de la balanza comercial sin contar con los expertos mal pagados que lo hicieron posible, el escritor que interpreta el mundo con una profundidad sospechosa, encubierta, un andamio visible que sirve para hablar de sí mismo y su presunto talento, el médico que pregona su valía y el demérito de sus colegas por la puesta en escena, el uniforme de sus ayudantes y los elevados honorarios de la consulta, el futbolista que se vanagloria de su juego incomparable y su lugar en la historia de los cromos, el periodista que insiste una y otra vez en la importancia de su profesión y sus niveles de audiencia, el famoso o la famosa que sueltan el rebuzno del año en los medios de comunicación para que sea objeto de comentarios millonarios, pues lo que importa es que se hable de uno aunque sea mal, el asistente a una conferencia sobre filosofía (por ejemplo) que pregunta no para informarse sobre algo que le interesa, sino para lucirse con su propia metaconferencia que abruma (y aburre) al respetable, entre otros al ponente…

Por no hablar de espejos menores, como el que se ve reflejado en su coche, en sus electrodomésticos, en su forma de vestir, en sus lecturas y conciertos, en su cuenta corriente, en sus hijos, en su lugar de veraneo o en sus viajes alrededor del mundo. O el negocio de la imagen en las revistas del corazón y las redes sociales. Se puede afirmar que las sombras vacilantes y recortadas que se proyectan ante los prisioneros encadenados en el mito platónico de la Caverna son en la sociedad actual imágenes narcisistas.

P.D Sería un buen ejercicio de reflexión, que obviamente desborda este artículo, analizar los elementos de la vanitas que se han mostrado en los funerales de la Reina Isabel II. Propongo algunos: los firmes valores de la familia real, el apoyo unánime del pueblo británico a la monarquía, la alta consideración social del nuevo Rey y su consorte, el patrimonio de la Casa Real, el inmenso entramado institucional de la Reina, desde los regimientos de la Guardia Real a los 1.2000 servidores de palacio, el fasto de la jerarquía eclesiástica anglicana, el gran imperio o la Mancomunidad de Naciones, la solidez nacional del Reino Unido (Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte), el admirable (y formidable) despliegue ceremonial de las exequias, el firme futuro de los nuevos reyes, las excelentes relaciones entre los dirigentes de Inglaterra y la Unión Europea…

lunes, 12 de septiembre de 2022

El lenguaje inclusivo

 

El lenguaje inclusivo, una forma incorrecta pero intencional de forzar la gramática, descalificada por la Real Academia Española de la Lengua, tiene además un significado inconsciente inverso al que pretende potenciar. Alguien que crea en la plena igualdad del hombre y la mujer sin fantasmas en el sótano no debería usar expresiones tan disonantes como las que propongo a continuación. Por ejemplo, una profesora se dirige a la clase del siguiente modo: los alumnos y las alumnas deberán ponerse de acuerdo en la fecha del examen de Lengua y Literatura. Es una expresión redundante que trata de evitar con calzador que el término “alumnos” se asocie inevitablemente a “alumnos varones”. En realidad, las aulas acogen una cantidad similar de jóvenes de ambos sexos. A un profesional de la enseñanza le resulta imposible asociar la palabra “alumnos” a un aula sólo de varones; alguien debe tener interiorizado un cierto machismo inconsciente para enfatizar una y otra vez que en un aula hay alumnas y no aceptar sin más que un alumno puede ser de cualquier sexo. El objetivo del feminismo es mostrar que la igualdad entre hombres y mujeres es una obviedad, no algo que deba ser reforzado continuamente mediante el lenguaje inclusivo. Apliquen el mismo ejemplo a una convención de médicos, a un congreso de arquitectos o a una reunión de jueces o notarios. Profesiones de altura en las que abundan las mujeres. Además de incorrecto el femenino es cacofónico. En una votación para elegir a un cargo sindical sería chocante que el presidente de la mesa dijera: todos y todas deben identificarse antes de introducir la papeleta en la urna, etc. Por cierto, el absurdo término “todes” debería molestar especialmente a los que señala porque la palabra “todos” incluye a cualquier persona sin etiquetas de género.

El presidente del gobierno utiliza en sus intervenciones la muletilla inclusiva “ciudadanos y ciudadanas”. Obviamente es un guiño a sus socios de gobierno y un anzuelo electoral. Como si el término "ciudadanos" no incluyera por definición a las mujeres. El nombre del partido que apoya al gobierno es un despropósito. Unidas podemos sugiere literalmente que o bien no hay varones en ese partido o que tienen un papel secundario. Ciudadanos de segunda, ahora sí.

El lenguaje inclusivo revela el machismo latente de quienes no se acaban de creer que no tiene nada de insólito que haya mujeres entre los alumnos, los médicos, los arquitectos los jueces o los políticos; su uso sistemático a fin de visibilizar y empoderar a la mujer sugiere más bien la dificultad de asumir realmente (no basta con reconocer oficialmente) que las mujeres tienen las mismas capacidades que los hombres. No hace falta dar la matraca permanente. Parece que necesitan recordárselo a sí mismos en todo momento y que los demás lo tengamos siempre presente. Es como si dijéramos que un negro puede jugar igual que un blanco al fútbol. A nadie se le ocurre semejante perogrullada. 

martes, 6 de septiembre de 2022

El coronel Abengoa. El fin del mundo

 

Mi última conversación con el coronel Abengoa fue en el Café Gijón a petición suya. Hace mucho, me dijo, participé en una tertulia de cierto renombre en aquellas mesas del fondo; siento nostalgia de aquellas tardes en las que tuve el privilegio de escuchar a ilustres académicos, catedráticos purgados, críticos con voz propia, escritores famosos, algún Nobel de literatura. Pero ese no es el tema que nos trae aquí. Usted me recordó ayer por teléfono una frase que le llamó la atención durante nuestras charlas. Se la repetí: La especie humana apareció gracias a la técnica y será la técnica la que hará que desaparezcamos de la Tierra. Sí, asintió; pero quizás convenga comenzar desde el principio, como en las declaraciones oficiales del sospechoso en comisaría. Obviamente, como individuo, la muerte es el fin del mundo. Así pues, con la muerte el mundo no cambia, sino cesa, según la proposición de Wittgenstein. Le comenté al coronel que había dedicado un artículo aforístico al tema, Sentencias sobre la muerte. Bien, prosiguió, pero lo que nos trae aquí no es la desaparición del individuo sino la extinción de la especie. No hay que confundir el fin del mundo con el fin de la humanidad. Cuando se habla, por ejemplo, de los estragos irreversibles del cambio climático no anunciamos el fin de la Tierra sino de la raza humana. La expresión “nos estamos cargando el planeta” es meramente antropomórfica. La astrofísica predice que dentro de 5.500 millones de años el Sol se convertirá en una gigante roja (fase final de toda estrella) que se expandirá más allá de la órbita de la Tierra para incinerar nuestra patria y morada. Si antes no hemos sido arrasados por un meteorito de proporciones terminales.

La expresión fin del mundo se ha usado como una mezcla sincrónica del fin de la Tierra y del hombre. Es el tema favorito de las teorías proféticas, apocalípticas o conspiranoides. Las diez más famosas son el milenarismo, el número de la bestia, el diluvio germánico, el cometa Halley, la puerta del cielo, la alineación de los astros, el efecto 2000, el colisionador de Hadrones, el calendario Maya y el planeta X. Por no citar los delirios de Nostradamus, Rasputín, el Evangelio de San Juan o los Testigos de Jehová. Si le aburren los sudokus ahí tienen un pasatiempo de largo recorrido para el invierno. Pasemos página de lo que no interesa y centrémonos en el final de la especie, le sugerí al coronel.

Son dos las posibles causas tecnocientíficas de la elisión total del hombre sobre la Tierra, continuó: llamadas o no llamadas están presentes y el final es incierto. Es evidente que la primera es la fuga accidental de un laboratorio de biotecnología de un virus con una estructura genética capaz de mutar en variantes cada vez más malignas, contagiosas y resistentes. La segunda es la guerra. La mejor solución para ambas sería que la tecnología empate con la tecnología, como si se tratara de una partida de tres en raya donde no es posible un final ganador. ¿Es usted optimista, le espeté? Respecto a la primera lo soy con matices. En absoluto respecto a la segunda, contestó sin vacilar. Tenemos los lustros contados.

Recuerdo que en nuestra primera conversación usted afirmaba, coronel, que el poder político está subordinado al poder económico, pero ambos, en última instancia, al poder militarApuremos la lógica perversa de esta convicción, sugerí. Sería, por supuesto, arguyó, una confrontación directa entre los grandes bloques hegemónicos dotados de unos arsenales nucleares capaces de borrar treinta veces la vida del planeta. Estoy convencido que la tercera y definitiva guerra mundial comenzará en el ciberespacio. Creo que la frase es de Bill Gates o de algún gurú de Silicon Valley. En internet prenderá la mecha que apagará para siempre la música de Mozart. Por suerte también arderá el ángel oscuro del mal. Se dice que Einstein comentaba que no sabía con qué armas se lucharía en la tercera guerra mundial (por supuesto que lo sabía) pero sí en la cuarta: palos y mazas. Ni siquiera con eso. Las películas posnucleares del tipo Mad Max son una mera distopía semigore.

Y añadió: por el momento, los servicios de inteligencia se acechan, se atacan y contratacan con mayor o menor intensidad. El último embate conocido ha sido Pegasus, un sofisticado programa de software espía capaz de colarse por la aspiradora de tu casa (o de la del presidente de cualquier país). No obstante, hay un cierto status quo, aunque solo la superficie del mar está en relativa calma. Según las más acreditadas compañías de seguridad digital, los equipos de ciberdelincuentes se distribuyen del siguiente modo: un 49% son financiados por Estados y países (¡ojo al parche!), un 26% son activistas que pretenden influir en procesos sociopolíticos, un 20% se dedican exclusivamente a sacar el máximo beneficio mediante estafas o inversiones opacas y un 5% son terroristas. En mi opinión, el peligro de desencadenar una reacción en cadena irreversible e irreparable proviene de estos últimos. El problema surgirá, en no más de diez años, cuando la computación cuántica está operativa y los sistemas de seguridad actuales sean ineficaces. Cualquier fallo informático, accidental o intencional, cualquier agujero en los sectores estratégicos podrá ser aprovechado por esa minoría decidida a provocar el holocausto. El ataque equivalente a las Torres Gemelas será la detonación de un dispositivo termonuclear sucio en una gran ciudad oriental y otro en una occidental. Es probable que el antisemitismo que impulsó la Segunda Guerra Mundial también lo haga en la Tercera. La única solución efectiva sería el acuerdo de las grandes potencias para desarrollar conjuntamente unos algoritmos criptográficos postcuánticos capaces de adelantarse y resistir cualquier posibilidad de intrusión imparable. Es la gran posibilidad de una federación cosmopolita. Aquí no caben desacuerdos. O todos a una o adiós mundo cruel.

¿Cabe suponer, le pregunté, que las máquinas, la inteligencia artificial, la capacidad de autoaprendizaje de los robots controlen e incluso acaben con la humanidad? Lo niego sin fisuras, respondió. Ahora y siempre serán fantasías narrativas o cinematográficas. Lo mismo que la colonización de otros mundos. Miren las increíbles imágenes del Telescopio Espacial James Webb y piensen en el mítico tema del grupo Siniestro Total: Lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible.

miércoles, 31 de agosto de 2022

El coronel Abengoa. La familia se sienta a la mesa

 

La siguiente cita con el coronel Carlos Abengoa fue en la cafetería del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza. Le recordé (no era necesario) el tema de nuestra anterior conversación en El Ateneo, a saber, los efectos negativos de la tecnociencia en las instituciones sociales. En el fondo una broma dialéctica, una especie de espejo curvo en el que se deforma la idea ilustrada del progreso indefinido del conocimiento experimental y sus consecuencias.

Piense usted, retomó el hilo don Carlos, en la más básica de las instituciones: la familia. Recuerde, por ejemplo, el ritual de la comida. Recurro a la historia por defecto profesional. En la familia clásica de los años sesenta (analógica sugerí y al coronel asintió) el padre se sentaba a las dos en pijama y zapatillas detrás de la prensa, el Ya o el ABC, el ama de casa servía la sopa de Gallina Blanca con fideos gruesos y huevo escalfado o las croquetas de cocido mientras los hijos se daban toñas invisibles y patadas debajo de la mesa. El cabeza de familia doblaba indolente el periódico y se unía al concierto familiar más o menos armónico según el día. Le toca a la pequeña: el niño Jesús que nació en Belén bendiga esta mesa y a nosotros también (risas contenidas). Si eran más de cuatro retoños (lo normal entonces) y se alborotaba el gallinero, el padre repartía estopa sin discriminación de género. De segundo, el filete más grande se lo adjudicaban al varón primogénito y por orden de la señora madre no se encendía la televisión (la única pantalla de la casa excepto las de las lámparas) hasta que comenzaba el telediario. Después se iniciaba una conversación asimétrica a tres o más bandas. Si el abuelo vivía con ellos, canto gregoriano. ¿Vais a misa los domingos, os confesáis, comulgáis a menudo? El padre frunce el ceño porque sabe que también va por él. El perro, el único de la familia no sometido al régimen disciplinario, da la murga alrededor de la mesa petitoria si es que no pone las patas en el hule y saca la lengua a pasear. El que decía “esto no me gusta” repetía en la cena.

A partir de los noventa, con la incorporación de la mujer al mercado de trabajo se impone un modelo familiar radicalmente distinto. Sigamos con el ejemplo, anunció Abengoa. La madre se lleva la comida en un táper hermético y termo o come en la cafetería de la empresa o se premia los viernes con el menú del día de un restaurante del barrio. Los hijos, que ya son dos, se apuntan al comedor del colegio y el padre, que trabaja cerca, vuelve a casa un par de horas para despachar unos macarrones con tomate de lata y una pechuga de pollo a la plancha que le ha preparado la asistenta. Cabezada y al despacho. Por esas fechas, le dije al coronel, Microsoft lanzó su primera versión del entorno Windows. Los primeros paleo ordenadores comenzaron a utilizarlo en todos los rincones del planeta. En 1991 se anunció públicamente la World Wide Web, un año después había un millón de computadoras conectadas a la red. Siete años más tarde nació Google (todavía sin posición dominante); Facebook se creó en 2004. En ese momento Internet contaba con mil millones de usuarios.

La tercera versión de la familia es la digital. Viven en una casa inteligente en la que hasta la cisterna del retrete está conectada a la fibra óptica. Avisos, pitidos y melodías se suceden de la mañana a la noche. Se le ha olvidado conectar la alarma, el besugo está en su punto, ¿Desea que la cadena le ponga música Reggaeton? La comida dominical se parece al silencio sinfónico de la nieve. El padre revisa en el iPhone los correos del trabajo y los contesta mientras se enfrían las chuletas de cordero. La madre con el IPad engulle a la vez las chuletas y los chismes del Hola. El hijo, con el miniportátil Samsung en las rodillas, chatea con sus amigos en tres redes sociales. Por no hablar del teletrabajo y de los tele deberes del cole, intervine. Si el pobre abuelo viviera clamaría con razón: ¡en esta casa sobra el wifi, hablad entre vosotros, tirad esa basura, creced y multiplicaos!

lunes, 29 de agosto de 2022

Big Data I


Junto a términos y expresiones actuales de moda que ocupan un lugar privilegiado en los medios, las redes, la calle, la casa, como “populismo”, “posverdad”, el horrible galicismo “poner en valor”, “postureo” o “posicionamiento”, hay otro que empieza a ascender con fuerza en la escala social: me refiero al término “big data”.
Sin entrar en grandes detalles –es un mundo impenetrable-, el término se refiere a la acumulación de datos masivos como resultado de la utilización de las nuevas tecnologías de la comunicación y la información. Estas galaxias digitales que se acumulan en las bases de datos de sectores públicos o privados proceden de innumerables fuentes y tienen diversos usos. Los podemos clasificar en diversas categorías:
Personales: llamadas telefónicas, e-mails, WhatsApp, comentarios en las redes sociales, entradas de blog o simplemente los rastros de nuestra navegación por internet.
Transaccionales: resultado de nuestras operaciones bancarias, rutinas comerciales (consumadas o no), compra de bases de datos por empresas de todo tipo, por ejemplo operadoras telefónicas o seguros privados, consultas reiteradas a sitios web, etc.
Demográficas: basadas en el sondeo direccional de los gustos y preferencias de una población desde parámetros como el sexo, la edad, la ciudad o el país.
Tecnocientíficas: generadas por la constante renovación de los aparatos dotados de sensores físicos o químicos, geográficos, térmicos o biométricos.
Intrusivas: relativas al seguimiento de la actividad de la vida privada de los individuos –incluso la de altos cargos de la administración de otros países- destinadas, en principio, a garantizar la seguridad interior y exterior, la defensa frente a enemigos potenciales y los intereses nacionales.
Esto supone que un ejército de potentes máquinas, robots de búsqueda, sofisticados programas de análisis y cualificados especialistas se dedican a dar orden, significado y finalidad a los big data. Su utilización primaria parece clara: la lucha contra el terrorismo y el crimen organizado, el espionaje industrial y militar, la obtención de información privilegiada en sectores sensibles como la investigación, la planificación estratégica de las entidades financieras o industriales, la construcción de proyectos de marketing y distribución de la publicidad o la previsión de los objetivos políticos de las cúpulas dirigentes a nivel nacional e internacional… Dicho con otras palabras, los big data son una cuestión esencial para el desarrollo y la supervivencia del sistema. Al final, todo es capitalismo. Variantes ideológicas del capitalismo hay muchas; es economía política en función de tales variantes (desde la socialdemocracia de izquierdas hasta los populismos conservadores de extrema derecha), pero lo cierto es que no tenemos otro modelo alternativo y las propuestas antisistema cuando tocan poder juegan al mismo juego (entre ruidosas protestas, eso sí). Esto suena políticamente incorrecto pero es lo que hay.     
La pregunta es cuál es la repercusión que tiene el uso de los big data en el ciudadano medio. Es decir en el 99,9% de los individuos del ancho mundo. Me considero ciudadano europeo de a pie y mis respuestas por categorías a las repercusiones negativas que tienen en mí los big data serían las siguientes:   
En cuanto a la personal, lo que digo por teléfono, guasapeo, mis comentarios en Facebook mis entradas en el blog y mis búsquedas en Google me parece que son inocuas. Por eso no me crean ninguna molestia: a veces me llega propaganda de hoteles, restaurantes, vuelos, ropa u otros sitios que frecuento en la red; si no me interesa que sigan llegando borro mi historial de navegación en el buscador y se acabó.
La transaccional, la relativa a mis operaciones bancarias, a lo más que ha dado lugar es a llamadas de amables señoritas para informarme de las excelencias de sus productos, supongo que para colocármelos porque antes de que terminen les he dicho amablemente hola y adiós. A una operadora de telecomunicaciones que me llamó tres veces en una semana a la hora de la siesta, le dije que no se molestara más porque no tenía teléfono (lo cual no le impidió seguir con su rollo por lo que la colgué con un afable hasta luego Lucas). Otras veces digo con voz estresada que estoy reunido por las mañanas (o por las tardes) y no puedo atender a nadie en esos horarios de trabajo.
De la demográfica solo me entero (y lo considero muy positivo) cuando quiero saber el tiempo que va a hacer o los niveles de contaminación atmosférica. También cómo está el tráfico, mi curva de peso o los quilómetros que he andado esta semana. Por lo demás mis gustos y preferencias son tan erráticos y de tan amplio espectro que dudo que resulten operativos a la hora de clasificarlos en patrones de big data. O sea, inservibles.
En cuanto a las intrusivas, a no ser que alguien tenga interés por enfocar el satélite a la frutería donde compro mis judías verdes favoritas, siga por GPS mis hábitos evacuatorios o anote mi recorrido al gimnasio un par de veces por semana soy más inocente que un corderillo lechal triscando en la pradera.

viernes, 26 de agosto de 2022

El coronel Abengoa. Técnica y tecnología

 

Hace tiempo sostuve unas conversaciones intermitentes con mi buen amigo el coronel Carlos Abengoa, hombre solitario, soltero profesional, misántropo sin malicia y militar ilustrado hasta donde alcanzo, pues es poco dado a confidencias personales y mi trato con él se reduce a unas breves estancias periódicas en un país de África Ecuatorial al que fui por razones profesionales. Nos presentaron durante una cena de cortesía que ofreció el embajador español en su residencia oficial al equipo de la Agencia de Cooperación Internacional (del que yo formaba parte) junto a otros miembros de la comunidad educativa; entre ellos, el coronel Abengoa, profesor titular de historia contemporánea en la extensión de la UNED de… Nuestra misión era asesorar a nuestros colegas africanos sobre el diseño curricular de las asignaturas de Bachillerato y la elaboración de los correspondientes libros de texto. Durante la cena el embajador se sintió obligado a disertar sobre las diferencias entre los rasgos culturales del país africano y el nuestro adobadas con anécdotas diplomáticas de perfil plano. En lugar de prestar atención y desconectar, algunos pelotaris avivaron con sus preguntas la hoguera de las vanidades. Un bostezo mal reprimido por mi parte, cuando un impecable mayordomo autóctono con uniforme de gala y guantes blancos retiró el segundo plato, fue la señal de nuestra futura amistad. Tras la cena nos dispersamos por la amplia residencia en grupos heterogéneos mientras el anfitrión seguía dando la matraca al representante de la Alta Inspección y al Agregado Cultural de la embajada. Algo achispados esa misma noche discutimos sobre la existencia de leyes históricas según el marxismo y otras teorías escatológicas. Siguiendo instrucciones muy precisas de las autoridades educativas españolas evitamos cualquier alusión crítica al país que solicitaba nuestra colaboración. Sobre todo, políticas. Sólo un detalle. La primera reunión oficial con las autoridades educativas fue peculiar. En la mesa presidencial estaba el gobierno al completo, incluido algún general con sable y colección de medallas. Durante los obligados discursos no dejaron de sonar los móviles de los profesores nativos sin que nadie se inmutara. Un rasgo cultural que el embajador, según parece, se olvidó de comentar. Luego me explicaron que era un símbolo de estatus y con algo más de malicia que era muy probable que se llamaran entre ellos. Quedamos Abengoa y yo con frecuencia en la Casa de España al amor del aire acondicionado y al buen trato del jefe de camareros, un simpático gaditano con buena mano para los cocteles étnicos. En nuestras charlas buscamos un terreno común lo que me dio la oportunidad de conocer sus ideas sobre filosofía de la historia. La primera era que el poder político está subordinado al poder económico, pero ambos, en última instancia, se sustentan en el poder militar. Resumí sus argumentos en una entrada de mi blog titulada C’est la guerre!

Ahora, jubilado, el coronel, nacido en Mondragón, ha vuelto del continente africano a su tierra de adopción, Madrid, donde tuvimos oportunidad de reanudar nuestras charlas sobre ochenta y tres diversas cuestiones, como reza (nunca mejor dicho) el título del opúsculo de San Agustín, casi todas, en la cafetería del Ateneo de Madrid. Un sitio que, por alguna razón, le inspira especialmente. Fui socio antes de mi aventura ecuatorial, ahora me he reenganchado, sentenció sin más. Entre todas, por su continuidad con la tesis antes expuesta, me resultó especialmente lúcida su nueva versión del motor de la historia. Voy a tratar de recordarla lo más fielmente posible.

El término “técnica”, comenzó Don Carlos tras apurar el primer sorbo del gin-tonic, procede, como es sabido del griego tékhne, que significa arte u oficio, industria o habilidad para hacer algo. La especie humana apareció gracias a la técnica y será la técnica la que hará que desaparezcamos de la Tierra, no lo dude (siempre nos tratamos de usted, una de las pocas formas de preservar la amistad entre adultos). Como sabe, el conocimiento técnico es el más antiguo en la evolución biológica y cultural del ser humano. Sin la técnica, sin la utilización, primero, y la posterior fabricación de instrumentos y herramientas no hubieran sido posible los procesos de hominización y humanización. La gran ventaja de la técnica frente a otros estadios iniciales del conocimiento como el mito, la magia, la religión o el arte cavernario fue que se trataba de un saber de control y dominio real de la naturaleza y la sociedad (no imaginario, simbólico, ornamental o propiciatorio). Era un saber efectivo, reglado, público, especializado, predictivo, revisable. La gran revolución neolítica hace nueve mil años fue posible por la implementación de nuevas técnicas aplicadas a la agricultura y la ganadería. Asimismo, el descubrimiento de nuevos materiales hizo posible el paso de la prehistoria a la historia con el surgimiento de las primeras civilizaciones: Asiria, Mesopotamia, Egipto y Persia.

Lo segundo, prosiguió, el final de la especie humana, un problema especulativo, distópico pero fundado, tiene su punto de partida en la gran Revolución científica del Renacimiento que culmina con la obra de Newton a finales del siglo XVIII cuando la antigua técnica basada en reglas de tanteo y eficacia se transforma en tecnología, es decir, en un saber con soporte científico: la tecnociencia. Se puede afirmar que el resto de las instituciones que configuran el desarrollo de las civilizaciones, la economía, la política, las fuerzas armadas, la familia, el sistema educativo, la moral, la religión, la medicina e incluso el deporte dependen directamente de la tecnociencia como el factor subyacente del proceso histórico. No se trata, prosiguió Abengoa, de un planteamiento reduccionista sino transversal. Podemos afirmar que la tecnociencia atraviesa y da sentido al resto de los factores de la historia. Sería interesante explicar la relación de dependencia de cada una de las instituciones con el factor central que las transforma. Le invito a intentarlo con cualquiera de ellas, por ejemplo, la familia, la economía, las fuerzas armadas o el deporte. En cualquier caso, esta idea surge con la famosa Encyclopédie, ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers (“Enciclopedia, o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios”) editada entre los años 1751 y 1772 en Francia bajo la dirección de Denis Diderot y Jean le Rond d'Alembert. Su adquisición por la Real Academia Española de la Lengua ha sido admirablemente novelada por Arturo Pérez Reverte en su obra Hombres buenos. Se la recomiendo (la conozco le dije). Por cierto, y lo digo como elogio Don Carlos, me recuerda usted mucho al personaje central de la novela, el almirante don Pedro Zárate. Prosiguió sin inmutarse: la tecnociencia como factor central sobre el cual pivotan el resto de los pilares de la evolución histórica puede ser entendida a partes iguales como esperanza de futuro y amenaza de extinción. Como propone el consabido tópico, la tecnología no es en sí misma buena o mala, todo depende del uso que hagamos de ella. Me gustaría que nos fijáramos ahora en la segunda acepción, justamente la contraria al espíritu de la Enciclopedia y a la idea ilustrada de progreso. En tal caso podemos intentar un breve esbozo de la presencia negativa de la tecnociencia en algunas de las instituciones citadas. Es decir, del mal uso y sus consecuencias.

(Continuará)

domingo, 21 de agosto de 2022

El coronel Abengoa. C'est la guerre!

 

A lo largo de mis conversaciones con el coronel Abengoa, buen amigo y profesor asociado de historia en la extensión de la UNED de… al que traté durante mis desplazamientos profesionales a un país africano por encargo de la Agencia de Cooperación Internacional, tuve la oportunidad de conocer sus firmes ideas sobre filosofía de la historia. En las prolongadas tardes tropicales, después de la siesta, sentados en los mullidos sillones de piel de la Casa de España, al amor del aire acondicionado, me las fue desgranando al modo de la dialéctica socrática (yo hacía el papel del sofista perdedor).

La primera era que el poder político está subordinado al poder económico, pero ambos, en última instancia, se sustentan en el poder militar. A pesar de tratarse de una evidencia, de una certeza inmediata que, en el fondo todos compartimos sean cuales sean nuestras creencias éticas, políticas, estéticas o teológicas, nos olvidamos de su abrumadora verdad. Me comentaba el coronel que la historia no es una ciencia en sentido riguroso (por supuesto), tampoco la filosofía y mucho menos la filosofía de la historia. Decía que la historia era poliédrica, otra evidencia, que tenía muchas caras puesto que, después de todo, la historia es, a escala humana, la totalidad de lo real. Un aguerrido historicista con galones. Tras pedir el segundo gin-tonic, me permití completar el argumento: hay una historia biográfica como la Historia de mi vida de Giacomo Casanova, las Memorias de ultratumba de François-René de Chateaubriand o Las Memorias de Winston Churchill; o una intrahistoria, como los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós; o la historia contada desde los grandes dirigentes de la Humanidad, Pericles, César, Carlomagno, Napoleón, Abraham Lincoln… o desde los grandes genios y los descubrimientos cruciales (mi preferido siempre ha sido Alexander Fleming); o la historia desde la economía política, al modo marxista; o desde los “hechos y las fechas”, le tópica lista de los reyes godos, como hace la historia positivista; o una mezcla de todas que recuerda a la miel multifloral. Pero la más convincente, según mi amigo, era la historia militar. Llegados a este punto, dedicamos varias tardes a repasar los principales acontecimientos bélicos que han marcado el devenir de la historia: el probable genocidio de los neandertales a manos de las violentas hordas de cromañones, las Guerras Médicas, las Guerras de Religión, La Revolución Francesa, el Octubre rojo, la inagotable Segunda Guerra Mundial, el atentado contra las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001. Nos detuvimos porque seguir suponía pedir el tercer gin-tonic y nos gustaba plantarnos.

Al día siguiente, cuando saqué el tema, descartó sin miramientos la pretensión kantiana, expuesta en su obra La paz perpetua, de que “Los Ejércitos permanentes deberán desaparecer por completo con el tiempo”, porque el estado de guerra explícito o implícito, manifiesto o latente es una constante en la cualquier época y civilización. Y la utopía de una confederación planetaria bajo un mando único sólo se da en la saga de La Guerra de las Galaxias o en Star Trek. También en la estupenda novela de ciencia ficción Dune.

Prosiguió el coronel Abengoa: La confrontación violenta es una actividad consustancial al ser humano. Sigmund Freud distinguió dos instintos básicos, Eros o instintos de vida y Tanatos o instintos de muerte. Estos últimos generan pulsiones destructivas hacia el propio sujeto o hacia el exterior. Se ha cuestionado el carácter innato de los instintos tanáticos, que serían más bien adquiridos socialmente; lo cierto es que la agresividad, invocada o no invocada, siempre comparece. Según Rousseau y Abengoa, nacemos perfectos. El único bien, lo único bueno sin condiciones en este mundo es un recién nacido. La verdad absoluta, recuerda Nietzsche, es un niño. Las primeras formas de malestar cultural que imponemos al neonato son tratar de que coma o duerma a ciertas horas. Ambas represiones constituyen el punto cero, el Big Bang, el átomo primigenio de la inexorable guerra. Fascinante.

El coronel recomendaba el libro del historiador británico Ian Morris Guerra ¿Para qué sirve? cuya tesis es que la guerra es la clave principal del progreso humano: que los saltos cualitativos hacia nuevas formas de civilización tienen siempre su origen en la guerra. Eso sin contar que el propio Internet, los avances en navegación marítima y aeronáutica, los ordenadores más potentes y otras tecnologías electrónicas, la inteligencia artificial, la investigación médica se crearon para aumentar la capacidad operativa de los ejércitos. El pacifismo, la interculturalidad o las consideraciones sobre las condiciones de una guerra justa (desde San Agustín a John Rawls) son interpretaciones idealistas, éticas, sobre cómo debería ser el mundo, no sobre cómo es realmente. Discutible, contrataqué: ¿La Guerra Civil española?

Lo cierto, dijo, es que la carrera de armamentos, la carrera por el poder político y económico, solo se ha detenido en los despachos de la diplomacia. Comisiones de burócratas bien pagados (y alimentados) firman acuerdos, resoluciones y tratados de paz que al final son papel mojado. Las grandes potencias fabrican ingenios cada vez más sofisticados: (aviones indetectables, drones de ataque, satélites omniscientes, anti, contra, recontra misiles, robots soldados) y venden los excedentes desmochados al resto del mundo. Sin olvidarnos de las armas biológicas creadas en laboratorios secretos de ingeniería genética. Algunas teorías conspirativas sugieren que la actual pandemia pudiera ser la Tercera guerra mundial. Es cierto que las armas termonucleares han evitado la única madre de todas las batallas, el holocausto y el final de la especie; pero la guerra se ha trasladado a otro escenario: La Red. Por ejemplo, los devastadores ciberataques a sectores estratégicos de un país; asimismo, las agencias nacionales monitorizan, recopilan y procesan infinitos datos para fines de inteligencia y contrainteligencia. O sea, el espionaje a todos los niveles: pero no sólo de las comunicaciones de los líderes o facciones que suponen un peligro real o imaginario para la seguridad del Estado; se ha llegado a intervenir los teléfonos de altos dirigentes de países aliados. Por no hablar del espionaje industrial y financiero. La información es poder; también la desinformación: decía un conocido sociólogo que la nube tóxica es un arma cargada de futuro. Las redes sociales mediante oscuros algoritmos (otra palabra de moda) conocen, orientan y manipulan la opinión pública con fines comerciales y políticos. Brillante.

Regreso a la historia: El único problema que preocupaba seriamente a Luis XIV, el rey absoluto por excelencia, era el control de la información; disponía de una policía secreta implacable, una red de espías que abarcaba todo el territorio, un número de asesores y consejeros desmedido, confidentes, delatores, soplones, chivatos… Aun así, reprochaba a sus ministros que nunca se enteraba de nada interesante. Un friki, como el coronel Abengoa.