miércoles, 26 de noviembre de 2025

Las felicitaciones navideñas

 

Los que pertenecemos a una de las tres categorías de la tercera edad y respondemos que nos encontramos bien a condición de no entrar en más detalles… los viejos, decía, tenemos la prerrogativa de reavivar la memoria histórica de uno de los rituales más tradicionales del eterno retorno: las felicitaciones navideñas.

Una de las formas ancestrales, sobre todo en las capitales de provincia pequeñas, Soria, Segovia, Huesca, Teruel, Cuenca, Ávila, era la visita de cortesía a los amigos de toda la vida. Días antes de Nochebuena nuestros padres nos vestían de punta en blanco, compraban una caja de bombones en la pastelería de la calle principal y a media tarde nos presentábamos en casa de Don Jacinto y Doña Guadalupe. Los hermanos temíamos las dos horas de estatuas sedentes, las tediosas preguntas de Don Jacinto sacadas de una vetusta cartilla de urbanidad y al abrazo del oso rebosante de carmín y perfume de doña Lupe al llegar y al despedirnos. Mañana vienen los de Auñón, recordó nuestra madre.

A los familiares de otra ciudad los llamábamos con los teléfonos negros de baquelita y disco de marcado. Primero había que contactar con la central telefónica provincial y pedir una conferencia. Tras una demora, a veces de horas por las fechas, te avisaban de la central que la línea estaba disponible. Había que hablar con cronómetro porque el precio del minuto era de oro.

Otra forma de felicitación eran las postales con belenes luminosos, árboles nevados o la estrella de los Magos; las más elegantes con motivos en relieve. En el dorso ocupaba más espacio la firma de padres, hijos y abuelos que el texto. Muchas se entregaban en Marzo con las vacaciones de Pascua en ciernes por los retrasos acumulados del reparto.

Con internet el correo analógico fue sustituido por el digital con la misma iconografía navideña. Pero pronto la técnica evolucionó. Había sitios web especializados en crear efectos especiales para que el destinatario, tras pichar el enlace, se quedara atónito ante la octava maravilla de fuegos artificiales, cascadas y apariciones. Fascinados por el invento, tras cambiar nombres y direcciones los reenviaban a golpe de clic a un sinnúmero de allegados, incluidos en la base piramidal los conocidos de tercera y cuarta. Con la irresistible ascensión del efecto rebote surgió un nuevo paradigma felicitario: la mensajería instantánea. Hay numerosas aplicaciones de mensajería, Telegram, Messenger, Snapchat, etc. pero sin duda la más popular es WhatsApp.

El problema de los whatsapps es que diluyen cualquier relación de empatía, de añorar los viejos tiempos y del sano cotilleo. Desaparecen esos signos de complicidad únicos que comparten emisor y receptor. Los mensajes se fabrican en serie por autores anónimos, como los chistes semanales en las oficinas de los setenta; o se copian los que circulan a granel por las redes o los que proceden de los continuos reenvíos de parientes, amigos o conocidos que por alguna razón les parecen originales y los ponen de nuevo en el aire. El resultado es un aluvión de imágenes y vídeos, a menudo los mismos de los pelmazos que te felicitan una y otra vez a partir de los que les llegan y despachan al por mayor. Las matracas se multiplican si estás suscrito a grupos. Si optas por responder puedes dedicar la tarde a los tópicos, emoticonos y emojis industriales. Enviar un whatsapp se convierte en un fin en sí mismo. Lo que importa no eres tú, sino el dudoso ingenio del mensaje. Se convierte en el rollo que no cesa. Puedes estar desayunando en año nuevo con la familia y estar todos enganchados al smartphone. La mezcla de sonidos es delirante, los móviles echan humo de mano en mano (mira este, mira aquel, mira el otro) o se los mandan entre ellos mientras se enfría el café, se quema la tostada y la mantequilla se derrite. Sólo se oyen politonos y refritos musicales de la Guerra de las Galaxias o la Quinta de Beethoven. Siempre me acuerdo de aquella viñeta en la que se veía el típico bar de pueblo lleno de paisanos de torrezno y porrón con un cartel sobre la barra que anunciaba alto y claro: No tenemos wifi, hablen entre ustedes.

Se vive la ilusión de “estar conectados” cuando en realidad cada cual está en su casa consumiendo imágenes sin dueño, aunque sea obligado el acuse de recibo. Tienes que corresponderle con otra ocurrencia o comentar las excelencias del recién llegado. Si no los lees o los borras o no contestas te considerarán un tipo raro, asocial. Cuando te encuentras con tus acosadores te lo echan en cara antes de felicitarte el año. La única excusa es proclamar tu escasa afición a la telefonía celular. En estos días conviene llevar encima tu antiguo Nokia que sólo sirve para llamar y recibir llamadas. Lo muestras orgulloso y al menos te considerarán un fósil pero no un apestado. Pasadas las fiestas todo se olvida. Cuando te los vuelvas a encontrar les muestras el móvil nuevo que te han echado los Reyes ¿Qué tono de llamada le has puesto, te preguntarán los adictos? Llámame a ver qué te parece… Al instante suena un señor don gato cantando con voz estentórea el sonsonete de los niños de San Ildefonso: Todos los años lo mismo, no me ha tocao una m…

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