domingo, 29 de mayo de 2011

Una boda gallega. Primera parte


Hace algunos años, Arturo, dueño de un próspero bar en Bayona, ese pueblo encantador a orillas del mar en la comarca de las Rías Baixas, me invitó a la boda de su hija.
Arturo vivía en Bayona y tenía en Nigrán una propiedad rural de más de mil metros cuadrados en la que se había construido una casa de dos plantas del estilo “población dispersa”, ese mosaico irregular de tejados que pinta inconfundible las suaves colinas del interior gallego.
¡Era una casa espléndida comparada con las madrigueras que habitamos en Madrid! La habitación más grande era la cocina, cerca de cuarenta metros cuadrados (no exagero). Sin duda un vestigio de las costumbres de sus ancestros: al amor de la lumbre, los celtas se reunían en un círculo mágico para descansar de las labores, compartir afectos, hablar de los ausentes, invocar a los dioses o restaurar los cuerpos.
(¡Aprendimos a vivir en la cocina!)

Durante diez veranos Arturo me alquiló su finca y nos hicimos amigos por esos lazos invisibles que proporcionan la distancia vital y los hábitos.

El apego a la tierra y a la propiedad familiar son dos rasgos que marcan la idiosincrasia del paisano que habita estas tierras generosas.
Un domingo del sexto año, después de la siesta, se acercó Arturo con su Citroën a la finca de Nigrán y lo aparcó delante de mi casa (que era la suya). Tras una bienvenida a la gallega (que incluye un repaso completo de nuestras andanzas desde la última vez que nos vimos), nos entregó las tarjetas de invitación a la boda de su hija Marta y Antonio, un funcionario del cuerpo de Correos.
Después me llevó a dar un paseo por los aledaños para mostrarme las muchas parcelas que había heredado de sus padres. Cada una en un sitio: esta aquí, esa allá, aquella se verá… 
Tras dar más vueltas que un tiovivo, de hollar angostos senderos, patear campos de maíz, evitar ortigas y zarzales, me dio a entender vagamente, como buen gallego, que estaba dispuesto a desprenderse de unos terrenos (que teníamos delante) a un precio razonable (¡y lo era, vive Dios!). Me dijo que la autovía del Oeste se terminaría en breve y después los terrenos valdrían el doble (lo cual resultó ser cierto).
Era imposible no darse por aludido.

- Lo cierto es que no sirvo para los negocios, aunque sean buenos y seguros, contraataqué. No puedo dormir por las noches. Te lo agradezco de corazón, Arturo, además ¿para qué quiero yo un sembrado (o algo parecido) a setecientos quilómetros de mis cuarteles de invierno?

Le dije que tenía ante sus narices a un irresponsable que tiraba el dinero en monsergas, como viajar por el mundo. Que pensaba ir en Septiembre a Nueva York, que mis ahorros dormían perezosos a la espera de absurdos caprichos. Lamentable, sin duda, pero no sabía hacerlo de otro modo.

- ¡Y tanto, me  dijo! Te vas a Nueva York, llegas, miras, vuelves y no tienes nada. Sin embargo, la tierra está siempre ahí, cuando te vas y cuando tornas; cuando estás y cuando no estás; cuando estés y cuando no estés (sentí un escalofrío). Siempre es la misma, para tus hijos y para los hijos de tus hijos (toda una muestra de filosofía eleática).

Sentí que mis argumentos, propicios a la finitud y al cambio, no servían de nada. Por respeto a la evidencia que tenía delante no le di más razones; además me hubiera considerado un chiflado (la idea sobrevolaba el éter) y peligraba el alquiler del próximo verano (la imagen de mi mujer repasando a diario el desliz selló mi boca).

Se estaba construyendo, prosiguió, otra casa-población-dispersa en sus minifundios y además quería comprar un adosado en Gondomar. Aunque era riquillo (cosa que negaba), necesitaba dinero para financiar sus proyectos monocordes. Le pregunté si se iba a mudar a Gondomar o quizás necesitaba las casas para alguno de sus hijos… ¿Para Marta, tal vez? Me dijo que ya se vería, lo primero era tenerlas y después pensar en ello (un caso admirable de voluntarismo). Como lo entendía pero no lo comprendía dejé que la conversación languideciera y girase por otros rumbos, por ejemplo, los preparativos de las nupcias de su hija.

En mitad del camino hicimos un alto en la venta de la fuente, famosa por las meriendas de los viernes. Ventilador en el techo, mostrador de aluminio, mesas de formica, sillas de plástico, televisión encendida, moscas por doquier… Desagradable. Pero podías salir a un amplio jardín tapiado, un antiguo corral de vacas con suelo de hierba segada, emparrado frondoso, mesas de piedra, bolos de palo y un juego de rana. Nos sentamos. Durante las dos horas siguientes, Arturo me contó la vida y milagros de la familia del novio (al que no tenía el gusto de conocer). Cuáles de sus parientes habían simpatizado con los rojos (tenían suerte de estar vivos, pensé). Quiénes habían emigrado a Alemania para conseguir un empleo y prosperar (más bien para no comer mondas de patata). Licinio, tío materno del chico, tras volver de Frankfort se había comprado en Vigo un piso en la Plaza de España y aparejado un dúplex en Cabo Silleiro (atufaba a polvo blanco). Dos hermanos paternos no se hablaban desde hacia quince años y andaban en pleitos por tres metros de una linde (en la Galicia profunda los abogados se hacen de oro). Un primo hermano se entendía con su cuñada mientras el marido miraba a la ría (¿con quién se entendería el complaciente cuñado?). También me habló de su hijo menor, Eusebio (un nombre muy poco celta) que se había matriculado en la facultad de Ciencias del Mar en Vigo. El mozo, para pagarse los estudios, se había enrolado en un pesquero de bajura dedicado a la sardina. Abrí los párpados. ¿Podía acompañarle un día de faena? (Prometía no molestar ni preguntar por las últimas causas).

- Imposible, me dijo tajante, no admiten turistas a bordo ni siquiera pagando y además parten al alba (se hubiera sorprendido de la hora a la que me levanto en Madrid para ir al trabajo).

Luego le tocó el turno a los achaques de su mujer (una enferma inimitable), el tiempo en Galicia (en cuanto pasan tres días sin lluvia los paisanos están desesperados), los incendios del verano, los acontecimientos del año…

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Hay varios tipos de boda (descartamos las que paga la prensa del corazón).
- La boda a hurtadillas en un rincón de provincias, sin fastos ni pitanza, como ocurre en la ópera de Cimarrosa Il matrimonio segretto.
- La boda en un juzgado del arrabal con almuerzo casero, al que sólo asisten los padres y padrinos, que a veces son los mismos.
- La boda de blanco en la iglesia y buffet elegante, acabas con más hambre que el galgo de un gitano.
- La boda catedralicia en restaurante de moda u hotel de postín. La carta rimbombante nunca responde a la calidad de unas viandas decepcionantes, recalentadas y en serie. 
- La boda gallega… Otro mundo, créanme, si es que todavía no lo saben por sí mismos. Trataré de probárselo.

Al salir de la venta me contó que llevaba diez años ahorrando para pagar los gastos del convite.
Sumaban aparte el traje de la novia, el mercedes negro, el trato con el parador de Bayona para celebrar la misa en su iglesia, las flores del altar, la alfombra del pasillo, la misa cantada por tres sacerdotes (imprescindible para calibrar el estatus de una boda), la banda de gaitas y otros mil detalles que no recuerdo.

Cerca de mi casa me anunció el programa completo de la boda:
- Romería temprana a la ermita de la Virgen del Carmen (Maria regina maris).
- Reunión de los invitados en la plaza mayor de Bayona.
- Tentempié en el bar de su propiedad.
- Misa solemne en la iglesia del parador. 
- Refrescos y almuerzo en un conocido restaurante.
- Baile con barra libre en la pista del local.
- Fin de fiesta, chocolate con churros y buñuelos.
- Adiós a los novios.  

Parecido a otras bodas, de acuerdo; pero al final de mi relato admitirán que no hablamos de lo mismo.

Cuando el sol se puso regresamos a la finca. En presencia de mi mujer, le di las gracias a Arturo por el detalle de habernos invitado a la boda de su hija el día de Santiago a la que asistiríamos encantados... Sin dejarme acabar la retahíla abrió su coche y antes de irse me espetó:

- Piénsatelo bien, todavía estás a tiempo de hacerte con las tierras.

Ana me miró horrorizada. Más tarde fue la primera en defender la tesis de la compraventa. No insistí. Afortunadamente se le olvidó en tres días (si hubiera insistido, hoy tendríamos unos pastos en Galicia con la cabra del vecino atada a una cuerda).

(Continuará)

domingo, 22 de mayo de 2011

Sociología del western


El cine, como cualquier arte, consta de géneros y subgéneros.
Ahora bien, si preguntasen por el vértice de la pirámide, una mayoría aplastante diría que el western, es decir, el cine del Oeste.
Es evidente que el western incluye una variedad de tipos: clásico (el que realmente nos gusta), histórico (la epopeya de un país y otras aburridas glorias), uniformado (los casacas azules como pilares de la nación blanca, quizás negra, pero nunca roja), realista (los indios son los buenos), espagueti (mugre, moscas y ojos de acero), interdisciplinar (pastiche de retales cosidos sin hilo), metawestern (reflexión tediosa que se piensa a sí misma), serie B (Almería, polvo en el camino, pueblos de cartón y flores de cactus), crepuscular (actores jubilados, arruinados o enfermos de cáncer), tardío (los protagonistas son el coche de motor, el teléfono y la bombilla), reposiciones (recurso infalible para hacer taquilla y la inevitable traducción metafísica del original).
En este artículo, nos vamos a centrar en algunos rasgos típicos (no me atrevo a decir esenciales) de la sociedad y la cultura del cine del Oeste. Se trata, en el sentido menos agresivo de la expresión, de una sociología del western. Obviamente, no podemos convertir esta visión aligerada de sustancia en una casa de citas, por lo que evitaré cuidadosamente las referencias concretas (y los consiguientes créditos) a las innumerables películas, obras maestras, fiascos y otros fantasmas que pueblan los innumerables rincones de la memoria a largo plazo. Que cada cual recuerde los suyos.
¿A que les suena el siguiente cuadro?: una larga mesa de roble sin mantel. El padre, barbado en blanco y arrugas cinceladas, Moisés, preside el lar y agradece los alimentos que vamos a recibir. A su izquierda, la madre, abnegada y trasparente; la hermana mayor, soltera, reparte lentamente un migoso pan de hogaza. La pequeña trae de la candela las cazuelas con alubias y las bandejas de pollo. Los cuatro hermanos, a la derecha por orden de edad, piden vino cortésmente mientras aplazan sus pendencias… La cena es sagrada.
La sociedad del Oeste es la más patriarcal y machista de los tiempos modernos. Alguien dijo que el western es la sublimación de las fantasías eternas del varón. Su visión tradicional (petrificada, sin ambigüedades ni claroscuros) de la mujer, del matrimonio, de la familia o la sexualidad, proviene directamente del puritanismo calvinista y los excesos bíblicos que desembarcaron el día de acción de gracias en las costas de Nueva Inglaterra.
La moral dominante, el ethos del Oeste, no es menos contundente: los buenos son buenos sin mezcla de mal alguno y los malos lo son sin puertas ni rendijas. En las películas del Oeste el espectador no tiene dificultad para abarcar el paisaje moral y entender quién es quién. Blanco y negro; una antropología carente de grises, aunque intensamente protestante: el malvado pistolero, tras una vida dedicada al crimen y a grabar muescas en el colt, se arrepiente en el último momento con esa fe que mueve montañas ("Ten mucha fe y peca fuerte", decía Lutero) y se salva. Su cuerpo está lastrado de plomo, pero su alma vuela sin mancha: Dios, por un decreto misterioso, lo ha recibido en sus brazos. “Creo porque es absurdo”.
Lo bueno, pero ¿y lo justo?
El juez tarda siempre una semana en llegar a la ciudad polvorienta  para sentar en el banquillo al forajido. ¡Una semana muy dura para el sheriff, si es honesto! El cacique al que besa las botas el presunto, el padre al que le puede la sangre del hijo, el honor de los hermanos, la banda de malhechores que comanda, los deudores indignados, las busconas que chulea, las víctimas estafadas, todos tratarán de sacarlo de la cárcel por las buenas al principio y siempre por las malas.
La ley de los jueces no es universal. El imperio de la ley es una conquista del Este y su honorable Constitución. En el Oeste cada juez tiene su propia versión de la justicia. Versión variable por el libre albedrío y las mudables circunstancias: la edad, el temperamento, los humores, los baches de la diligencia, los huevos con tocino de la fonda, la habitación del hotel, la charla del barbero, la estación del año… pueden desequilibrar, juntos o separados, la balanza del veredicto hacia las anchas llanuras o los rigores de la soga.
La justicia al oeste del Pecos no es algo que incumba al Estado. Las diferencias se arreglan entre privados: se empluma al tahúr, se azota al delincuente, se castra al violador, se expulsa a la adúltera, se lincha al cuatrero, se dispara al ladrón.
El paradigma de la justicia entre particulares es el duelo. El darwinismo social que rige la vida en el salvaje Oeste alcanza su punto culminante en el desafío a balazos por un elenco inagotable de causas: una mirada a destiempo, una palabra de más, un empujón en el baile, un asunto de faldas, la opinión sobre un caballo, una deuda impagada, el precio de una res… de ahí para arriba, desencadenan la libre competencia entre individuos por saber quién es más apto y cuál ha sido seleccionado para extinguirse. Desenfundar es competir. La ley del más rápido, del más fuerte, del más alto. El deporte nacional.
¿Y lo santo?
Todo el mundo en el Oeste cree en la religión verdadera. Allí no hay ateos o indiferentes; quizás algún pagano influido por la magia de los indios. El domingo por la mañana las gentes acuden al templo a renovar un pacto con Dios a tiempo parcial; y alguna tarde triste se acercan al camposanto a despedir al ausente y escuchar la voz tonante del pastor que desgrana sus vicios y virtudes.
Hay tres tipos de pastores:
El predicador tradicional que encuentra soluciones concluyentes en los textos revelados a cualquier situación que se presente. Un ejemplo notable de la confianza luterana en el libre examen.
El hombre de fe que ha sido pistolero. Caporal de mano férrea que arregla las congojas del rebaño de manera implacable, como actúa Yahvé con los que ignoran su alianza sagrada con los hombres.
El falso evangelista, borrachín y mujeriego, que se sirve del respeto que inspira la fe para consolar salazmente a las esposas cabizbajas, jóvenes despechadas, hijas inocentes…
No deja de sorprender que este repertorio de virtudes morales, legales y religiosas brote como el grano en una sociedad brutal donde la inmensa mayoría no sabe leer y cultiva la ignorancia. ¿Alguna vez se ha visto un rasgo de educación reglada en las cintas del Oeste? Sólo en raras ocasiones (pero gloriosas) una linda maestra se encarga de trasmitir su bondad (la auténtica educación en valores) a los niños y analfabetos del pueblo. Enseña en un local del municipio que antes era cuadra de pollinos. Un perchero dislocado, una mesa prestada a punta de pistola por el dueño del hotel, varios bancos de la antigua iglesia, una escupidera de estaño regalo del saloon, una pizarra con renglones borrados en la que leemos el comienzo de la Constitución de 1817: NOSOTROS, EL PUEBLO DE LOS ESTADOS UNIDOS…
La maestra y el médico, dos figuras entrañables. En ningún lugar tuvo más presencia la figura del médico rural que en el lejano Oeste. Esa figura honorable del galeno general, cuya sabiduría abarca cualquier enfermedad del cuerpo y del alma (aunque lo único que podemos alabar de su arte son los partos caseros y la extracción de balas). En cuanto se complica el diagnóstico ordena consultar al experto del Este. Lo sentimos levantarse en medio de la noche y conducir en la nevisca un viejo coche de varas para velar a una embarazada en ciernes. O improvisar un quirófano de urgencia en la sala de billar para salvar como sea (a veces sin cloroformo) al vaquero que han herido por la espalda. También cura con sabiduría mundana a los que sufren de imprudencia y vagan errantes por las aguas borrascosas de la vida.
Lo bueno, lo justo, lo santo, ¿lo útil?
¿Qué me dicen de la economía del lejano Oeste?
Los pueblos y ciudades, tal como aparecen en pantalla, no han superado la revolución neolítica. Agricultura y, sobre todo, ganadería: los cowboys y sus enemigos mortales, los pulgosos pastores de ovejas. Algo de la fiebre del oro, transporte de manufacturas, tráfico de armas con los indios, mucha economía sumergida y poco más. (Prometo dedicar una entrada monográfica al fascinante almacén mayorista de la plaza del pueblo y otra al Saloon: el corazón del alcohol, el juego, el sexo y la violencia).  
Los bancos menores (no hablo del banco de El Paso) son simples locales vigilados donde las fuerzas productivas depositan sus rentas. No existen cestas surtidas ni fondos de pensiones. Tampoco hay rastro de piruetas financieras o inversiones de alto riesgo. El único peligro que corren los depósitos son las bandas de ladrones. Poca cosa, por tanto.
Completa la estructura social del western una fauna heterogénea de sujetos marginales y códigos subyacentes, como las novelas de Dickens. Un vasto cuadro de costumbres basado en la armonía de los contrarios, la diversidad de papeles y el horror al vacío: el impenetrable dueño de la forja, el parlero vendedor de crecepelo, el sombrío barman del bar, el jugador profesional que acude en la diligencia, la cantante con medias de malla rotas, la muñeca de ojos tristes y triste historia que contar, las matronas de la liga antialcohólica, indios, negros, mestizos, mexicanos…. completan un sistema coherente, acabado y completo.

lunes, 16 de mayo de 2011

Teología minimalista



La sencillez de la forma no implica la simplicidad de su experiencia.
Robert Morris

Walter de María fue durante los años sesenta uno de los más activos representantes de la pintura terrestre o Land Art. En su obra Gothic shaped drawing (pintura de estilo gótico), papel en marco de metal de 62 x 35 cm, mantiene los principios de esta espléndida corriente naturalista. El Land art es un arte de exteriores, de grandes temas y sugerencias cósmicas y, aunque la intención de esta obra está lejos del arte terrestre, los temas, en el fondo, son los mismos.

La referencia iconográfica del cuadro nos traslada a un espacio arquitectónico vacío, cuya no existencia física es el punto de partida de una experiencia estética que invita (y obliga) a desplegar al máximo las capacidades de interpretación.

Se trata de una lámina rectangular de papel blanco, suavemente oscurecido por el tiempo, con las esquinas superiores apuntadas (no he encontrado imágenes de más calidad).

El primer logro de la obra es su capacidad de tensar, desde la simplicidad formal, la atención del espectador.

Gothic shaped drawing recuerda a un jeroglífico de Ocón de Oro, como los que aparecen en la última página del suplemento dominical. Lo fácil es eludir el problema y doblar la prensa, lo que convierte por inversión a la obra de Maria en un reto al ingenio y un enigma estimulante.

La única pista segura es el título. Se trata de una representación esquemática (minimalista) de un arco ojival, cuyos orígenes hay que situarlos en el arte medieval. Por continuidad, nos desplazamos al significado espiritual de la arquitectura gótica (donde, como sabemos, el arco ojival fue un elemento predominante).

El blanco puro del interior del arco es un símbolo de la iluminación que inunda las naves de las catedrales góticas, un elemento religioso que dota a los ambientes de una atmósfera especial, acorde con el sentimiento místico y la disposición del alma a la unión con Dios. Como el propio de Maria admitió, la obra es una investigación abierta sobre la noción de lo sublime.

También debe ser comprendida como una elipsis buscada, una ausencia consciente de signos visuales y, por tanto, lingüísticos, que invita a pensar en la categoría teológica de lo inefable, es decir, aquello que no puede ser dicho (ni representado) por estar más allá de los límites de la percepción, el pensamiento y el lenguaje.

Otro elemento que impregna el cuadro es el efecto alusivo del blanco-opaco que nos hace preguntarnos si hay algo detrás del espacio visual. La intuición del reverso supone seguramente una referencia hermética a los dos temas centrales de la experiencia religiosa: el misterio del más allá y la superación de la finitud.

La composición apunta por analogía al atributo primordial de Dios: la simplicidad (también el primer supuesto estético del minimalismo). Sólo lo simple es inmutable, pues al carecer de partes no está sujeto al ciclo material del nacimiento y de la muerte. El término "espíritu" es el único que puede nombrar lo que pensamos más allá del espacio y del tiempo. Lo simple permanece siempre idéntico a sí mismo: Yo soy el que soy, dice Dios a Moisés ante al zarza ardiente, un ser espiritual, a la vez simple e infinito, cuyo esencia consiste en existir.  

Por último, la contemplación de la obra de Maria es inseparable de una sensación inquietante de silencio, algo que muestra dos direcciones complementarias: el recogimiento interior como condición de lo santo y la actitud comedida del hombre ante el sentido del mundo, esto último expresado por Wittgenstein en la proposición final del Tractatus: De lo que no se puede hablar, lo mejor es callarse.

domingo, 8 de mayo de 2011

Ajedrez


Hace océanos de tiempo, cuando mi hijo Nacho era estudiante de cuarto de la ESO, llegó una tarde del colegio con un grueso tomo que dejó sobre la mesa del salón antes de iniciar el ritual de la merienda. El ejemplar se titulaba “Finales de torres y peones”. 

- ¿De dónde has sacado esta joya?, le dije cuando volvió rumbo a la nevera.
- Me lo ha prestado mi monitor de ajedrez, dijo sin detenerse (ignoraba que tuviera “monitor de ajedrez”).

De vuelta, provisto de un yogurt de vainilla y un bocadillo enorme, le espeté de nuevo:
- ¿Para qué te lo ha prestado exactamente?
- Para que pueda mejorar mi juego.

He sido y soy un padre tolerante pero también inflexible cuando lo requieren ciertas situaciones.

- Lo que tienes que hacer es mejorar tus notas de historia y biología. Devuelve el libro de mi parte y olvídate de los finales de torres y peones. Si quieres ir a jugar los sábados por la mañana, vale, pero ahí termina tu formación ajedrecística.
El monitor, desairado, anunció que para asistir a las sesiones sabatinas era imprescindible embutirse varios tomos. Otra opción era apuntarlo al coro del colegio, lo que aceptó sin rechistar con ánimo impecable de sabio estoico…

Para saber qué campeón se perdía el mundo le invité conciliador a jugar una partida el viernes por la noche. Le gané las dos primeras. A partir de la tercera (y los siguientes viernes), en menos de veinte minutos me quedé sin piezas y
 dignidad. No lo hacía del todo mal. Culpable de autoridad dolosa, me consolé pensando lo listo que era, pero no cedí ni un ápice en mis principios pedagógicos. Ahora practica el tenis, el fútbol y el golf. Deportes al aire libre.      

Lo que no le dejé hacer a mi hijo, sin embargo, lo hice yo cuando fui profesor en el Instituto Alfonso VIII de Cuenca (el único centro de enseñanza que ha sido mi patria y morada). También los sábados a las once de la mañana quedábamos en un aula pertrechada con Don Fernando M., entonces compañero y años antes temido profesor de matemáticas. Delante del tablero nos hipnotizaba con los pases lentos de sus manos blancas y pequeñas. Félix S., campeón juvenil de Castilla-la Mancha, alumno mío de COU, salpimentaba con sus partidas aplastantes el final de la jornada, un mosaico de luz y de sombras. Sólo conseguí ganarle una vez, justo antes de los exámenes finales.

Nunca fui buen jugador, entre otras cosas por mi tendencia al despiste monumental, aunque siempre me he tenido por un degustador aceptable de partidas magistrales. De soltero, no podía irme a la cama sin sentarme un rato delante del tablero y reproducir una partida entre grandes maestros. Ya no lo hago. Es sorprendente que el ajedrez, una vez que lo arrinconas, no deja secuelas en tu vida. Lo olvidas y a otra cosa, sin añoranzas ni obsesiones.  

Como jugador lo más que hice fue perder un tiempo precioso (nunca mejor dicho) en las inmensas tardes de la primavera conquense. Varios amigos quedábamos en la casa de mi colega Alberto V., situada en la parte alta de la ciudad, en el punto más cercano entre las hoces del Júcar y del Huécar: se ve la segunda por el balcón de la fachada y la primera por las ventanas de atrás. Envueltos en humo, luz de flexo, música barroca y taponcillos de coñac, asumíamos el papel dialéctico de las autoconciencias hegelianas, ansiosas por reconocerse en el espejo quebrado del otro. No puedo entender lo imposible que me resultaría hacer ahora algo semejante.  

Conozco a un fuerte aficionado que pertenece a una veterana asociación de ajedrecistas madrileños. Me invitó hace un par de años a una sesión de simultáneas en la que participaba Alexéi Dmítrievich Shírov (nacionalizado español en 1996), gran maestro y escritor de ajedrez. Al finalizar la demostración (ganó todas, menos unas tablas con mi amigo) me lo presentó, ocasión que aproveché para preguntarle algo que me daba vueltas en la cabeza desde que leí el libro de Víktor Korchnói  Chess is My Life. El apodado “Víctor el terrible” matiza en su autobiografía que había dedicado su vida al ajedrez, pero que en ningún caso el ajedrez era la vida, ni servía para la vida en sus múltiples facetas.

Le pregunté a Shirov, tras disculparme por mi curiosidad, si, en su opinión, el ajedrez servía para desarrollar la inteligencia en general o sólo la inteligencia para el ajedrez.
Por la rapidez con que contestó me dio la impresión de que no era la primera vez que le sacaban el tema. 

- Hay muchas etapas, dijo, en la vida de un ajedrecista: el principiante destacado, el aficionado de renombre, el maestro nacional, el gran maestro internacional, más otras fases graduales o intermedias. Es similar a los treinta y tres grados de la masonería. Durante un buen número de peldaños es posible que el ajedrez desarrolle la inteligencia para la vida, pero a partir de un cierto punto sólo desarrolla la inteligencia para el juego (¡brillante movimiento!).   

Un ejemplo de esta escalera de Jacob fue la reacción de Shirov, durante la sesión, al error fatal (propio de un mal jugador de casino) de uno de sus oponentes. Hasta yo mismo advertí que el falso movimiento propiciaba un sencillo mate en tres jugadas. Shirov pensó más de lo normal sospechando la celada; no entendía un lance que no existía para su juego, su cabeza tuvo que retroceder eras en segundos, se quedó atónito… finalmente, se encogió de hombros, le explicó cómicamente el mate a su rival, le dio la mano y le firmó la planilla a modo de autógrafo.

Los ajedrecistas tienen fama de gente rara y faltos de cordura. Recuerdo un par de relatos en los que el personaje principal es un jugador. El más conocido es la Novela del ajedrez de Stefan Zweig, el otro La defensa de Vladimir Nabokov. Más que recomendables. El protagonista de Zweig desarrolla una invencible neurosis reactiva y el de Nabokov una esquizofrenia que lo lleva al suicidio…

También Shirov nos contó (ante este nuevo tópico que desperté con aprensión) que el actual ajedrecista de élite tiene, en periodos de competición, una preparación muy completa: ejercicio físico (tablas de gimnasia, pesas, natación y tenis), psicólogo especializado, sofrólogo (no se qué es exactamente), entrenador personal, grupo de analistas, equipo informático, horas programadas de ocio, etc. Por supuesto guardé un exquisito silencio, pero no me convenció que tal parafernalia fuera un escudo protector contra el síndrome de Ruy López (más bien todo lo contrario).

El ajedrecista más grande de todos los tiempos, el genial Bobby Fisher (1943-2008), al que no me imagino inclinado a tales prácticas, campeón mundial entre 1972 y 1975, no fue precisamente un ejemplo de equilibrio físico y mental. Al contrario que su juego: los diagramas de sus partidas son representaciones bellas en sí mismas, como las partituras de Mozart o los mapas de los bosques canadienses. Cuando todo en la partida parece latente y en calma, Fisher crea desde la nada esa jugada admirable (¡¡¡) que hace temblar el tablero, como el allegro vivace de la sinfonía Júpiter o el viento repentino que agita la superficie de los arces; ese movimiento exacto, único, que Dios mismo hubiera firmado en esa mesa y ante ese rival. 

Reproducir las partidas de Fisher de la mano de algún especialista que lo admire, como Pablo Morán, es contemplar el ajedrez desde sus más altas cumbres. Sólo otro campeón del mundo, José Raúl Capablanca, alcanzó la sencillez y profundidad del gran maestro norteamericano. Bello y verdadero. Falleció el 18 de enero de 2008 a los 64 años (las casillas que tiene el tablero de ajedrez) en Reikiavik (Islandia) a causa de una enfermedad renal. 

Jorge Luis Borges dedicó dos hermosos (y conocidos) sonetos a este juego mayor, síntesis perfecta de la ciencia y el arte, las dos expresiones más logradas del espíritu humano. 

Ajedrez

En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.

Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.

Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.

En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.

II

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.

No saben que la mano señalada 
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?

lunes, 25 de abril de 2011

Caspar David Friedrich, El viajero contemplando un mar de nubes


El renombrado cuadro del pintor alemán Caspar David Friedrich (1774-1840) El viajero contemplando un mar de nubes está fechado en 1818. Se trata de un óleo que mide 74,8 centímetros de alto por 94,8 centímetros de ancho y se conserva en el Kunsthalle de Hamburgo (Alemania).

La obra contiene dos elementos contrapuestos de cuya armonía surge su belleza plástica y su verdad conceptual: son la realidad objetiva, universal de la naturaleza, y las reflexiones y sentimientos del personaje que la contempla; con este último, por contigüidad espacial y continuidad psicológica, se identifica el espectador. Muestra un grandioso paisaje de montaña al atardecer, un entorno de amplios horizontes y espacios luminosos visto desde el saliente de unas masas rocosas. Por debajo se contemplan las nubes y los bancos de niebla que envuelven el abrupto paraje. El lugar es, según parece, un hermoso valle de la Suiza sajona. Un caminante, de espaldas, vestido con un traje alemán tradicional, apoyado en su bastón, ha hecho un alto en el camino y observa ensimismado la vasta extensión natural que se muestra a sus sentidos.

Friedrich fue, además de pintor, filósofo. Se ha identificado la dualidad naturaleza-hombre de sus composiciones paisajísticas (un motivo recurrente) con la contraposición simbólica, arquetípica, entre el cuerpo y alma, lo terreno y lo espiritual, el reino de la necesidad y el reino de la libertad. Esta contraposición, buscada expresamente en la obra, también puede ser interpretada con total corrección en términos de la filosofía romántica postkantiana: el yo y el no-yo del sistema idealista de Fichte o la naturaleza y el espíritu en la filosofía de Hegel.

El cuadro está penetrado por la categoría estética de lo sublime, desarrollada, entre otros, por la filosofía del arte de importantes pensadores (Burke, Kant, Schopenhauer) y escritores (Victor Hugo o Lord Byron); se trata de un sentimiento extremo, distinto a la belleza, en el que los afectos y las facultades del hombre se tensan hasta el límite de sus posibilidades y finalmente, o bien se anonadan en un éxtasis intenso pero improductivo o bien se alimentan del fuego sagrado de las “verdades eternas”.

¿Quién es el caminante y en qué está pensando? Algunas expertas interpretaciones, basadas en la biografía del artista, lo identifican con un combatiente caído durante las guerras napoleónicas. La guerra de liberación alemana contra Napoleón culminó con la Batalla de las Naciones en Leipzig en 1813. Al año siguiente, Friedrich participa en una exposición conmemorativa de la victoria con su obra El cazador en el bosque. El sentido del cuadro, en esta visión preñada de nacionalismo (y, por tanto, de ideología alemana) se convierte en un homenaje al honor militar y al amor a la patria.

Otra interpretación, posiblemente más certera, en todo caso más sugerente, lo identifica con el propio autor y, por extensión, con el anónimo espectador, símbolo de los atributos del hombre. En esta versión hay que imaginarse, a partir del aura de misticismo que rodea la obra, que el caminante (la vida no es sino un viaje) reflexiona sobre la idea panteísta de un Dios infinito que está en todos los seres, consecuencia de su amor por existir, y del cual la naturaleza y el hombre son dos de sus innumerables máscaras. Pero esta posición panteísta no supone un final o cierre del sistema (al estilo de Spinoza), sino el inicio de una interminable reflexión dialéctica (al estilo de Hegel) cuyo punto de partida son las contraposiciones entre el hombre, la naturaleza y Dios. Las obras de Friedrich no son meras representaciones paisajistas, sino profundas especulaciones metafísicas que sólo el sentimiento de la naturaleza puede poner en movimiento.

Para terminar, es demasiado tópica la visión del cuadro como un símbolo de la insignificancia del hombre frente a la inmensidad del cosmos. El protagonista domina el paisaje en primer plano; la idea de dominio se acentúa con su situación en el centro y su postura imponente con el cielo a sus pies; el tamaño relativo de la figura es equiparable al de las cumbres del fondo... Es notable que el cuadro fuera utilizado como portada del libro de Dumas El Conde de Montecristo, uno de los personajes más dominantes de la literatura universal.

sábado, 23 de abril de 2011

Gheisas


Las primeras fotografías fueron hechas en 1827 por el científico francés Nicéphore Niépce. Unos años después el pintor francés Louis Jacques Mandé Daguerre realizó fotografías en planchas recubiertas con una capa sensible a la luz de yoduro de plata: el daguerrotipo. En 1861, el físico británico James Clerk Maxwell logró con éxito la primera fotografía en color. Pero la fijación permanente, resistente y flexible de la imagen se logró en 1869 con la invención del celuloide. Hacia fines del siglo XIX los materiales fotográficos fueron fabricados a escala comercial y la fotografía fue incluida como un nuevo género en la división general de las artes.
La excelente fotografía del artista japonés Kusakabe Kimbei, Gheisas (c. 1885) es un ejemplo notable de esa armonía de los contrarios que constituye en ocasiones la esencia del arte. La composición refleja admirablemente el equilibrio entre el elemento apolíneo y dionisíaco, sensual e intelectual, logrado en gran medida por lo acertado de la elección.
En primer lugar, hay que conocer la legendaria figura del la gheisa y su forma de vida, muy superior al de la prostituta occidental. De hecho, las gheisas en la actualidad prácticamente han desaparecido. Tampoco en Japón hay que confundir a las gheisas con las cortesanas o profesionales del sexo. En el siglo XIX, cuando fue tomada la fotografía, las gheisas eran especialistas del entretenimiento destinadas a satisfacer los refinados deseos de las clases altas; recibían una esmerada educación tanto en su lenguaje como en el modo de vida de la sociedad japonesa y disponían para complacer a sus clientes de un amplio repertorio de habilidades, como la música, la danza o la narración. Una gheisa es una artista que baila, toca un instrumento o narra una historia para esparcimiento de los hombres. Las relaciones sexuales no eran el objetivo prioritario de su actividad, aunque, por supuesto, no eran descartables. La gheisa representa, en resumen, la unidad oriental entre la espiritualidad del alma y la belleza del cuerpo.
La fotografía de Kimbey es una composición vertical, sin que su puesta en escena refleje jerarquía. Cuatro atractivas jóvenes muestran sus encantos tras despojarse de la mitad del vestido. Se encuentran, sin duda, en el salón principal de la casa donde reciben a sus acomodados clientes.
A pesar del clima erótico que trasmite, recuerda formalmente un retrato convencional de familia e incluso a un grupo de altos cargos posando para la prensa.
Las tres gheisas forman una perfecta simetría cuyo eje son los pechos de la que está en el centro. La cuarta rompe con los efectos de una figura demasiado evidente. Por lo demás, cada uno de los rostros refleja una personalidad única que invita a soñar por separado con la promesa de un mundo de placeres sensibles e intelectuales.
Pero la fotografía es también un alegato contra la asignación de los papeles sexuales en la cultura japonesa. La composición no tiene nada de natural en relación con la época. No se trata de un mero informe social en el que el ojo del artista se distancia para presentar los hechos. Las gheisas que vemos no son reales. La composición no es una escena histórica sino psicológica y moral. La desnudez impuesta es una anticipación de los tristes pensamientos que se ocultan tras los rostros de las jóvenes. Una por una podemos descifrar la incertidumbre, la humillación, la resignación, el desamparo y también la cohesión del grupo como un bálsamo para sus vidas. Al contemplar con atención la escena, un sentimiento buscado de ternura y compasión inunda al espectador. La mirada de Kimbei no es descriptiva sino crítica y, sobre todo, intensamente emocional.

martes, 19 de abril de 2011

Tres cuentos de terror 3. Shalken el pintor


Resulta paradigmático del estado de ánimo sobrecogedor y morboso que causa la influencia del infausto, el relato titulado Un extraño suceso en la vida de Schalken el pintor, escrita por uno de los maestros del género, el irlandés Sheridan Le Fanu (1814-1873).

La narración se sitúa en la llamada "Edad de oro de los Países Bajos", a finales del siglo XVII, un periodo de gran prosperidad económica que supuso el ascenso social de la burguesía holandesa (retratada en grupo, en familia o individualmente por Frans Hals). El relato de Le Fanu es, en el fondo, una alegoría del afán de lucro, la avaricia, la posición de clase y sus nefastas consecuencias.
El narrador ha conocido los “curiosos hechos” a través de un amigo íntimo, capitán del ejército holandés y hombre poco propenso a dar pábulo a chismes fantasmales. Todo comienza por la atracción irresistible que le produce la visión de un cuadro que el capitán Vandael heredó de su padre y este, a su vez, de Shalken, un pintor de notables cualidades, quien vivió y representó en el lienzo una parte del drama.

- Hay cuadros - dije a mi amigo-, que le dan a uno, no sé por qué, la impresión de que representan no sólo las meras formas ideales que hayan cruzado por la imaginación del artista, sino escenas, caras y situaciones que han tenido algún día existencia real. Cuando miro ese cuadro tengo la certeza de que estoy contemplando la representación de una realidad.
Vandael sonrió, y, fijando su vista en la pintura, musitó:
- Su fantasía no le engaña, mi buen amigo, pues ese cuadro es testimonio, y creo que muy fiel, de un suceso notable y misterioso.

Shalken, un aprendiz aventajado del “inmortal Gerard Dow” (quizás un remedo de Rembrandt), “estaba tan enamorado como puede estarlo un holandés” de la adorable sobrina y pupila del maestro, Rose Velderkaust, amor al que la joven corresponde con similar afecto. Sin embargo, Shalken decide no solicitar su mano hasta haber alcanzado fama y fortuna, y ser entonces aceptado por el tutor de Rose como un pretendiente a la altura de las circunstancias.
Sin embargo, quien se presenta de improviso en el taller del tutor y solicita la mano de la joven es un turbio personaje, una sombra con visos de caballero que se hace llamar Minheer Vanderhausen de Rotterdam, quien a cambio del contrato matrimonial ofrece abundante oro, joyas, ropas y una cuantiosa dote. Su llegada es espectral, su presencia oblicua (oculta su rostro bajo un elegante sombrero de ala ancha), su apariencia blasfema, sus palabras heladas, su salida un misterio…

El tutor, deslumbrado por el brillo del metal, las gemas, la seda y los billetes de banco, tras ciertas dudas iniciales fundadas en la “aparente inclinación de los amantes”, pone en su sitio a los sentimientos y acaba por aceptar el ventajoso trato.
El novio comparece de nuevo durante la ceremonia de la firma del acuerdo en la casa del tutor, y, esta vez sí, todos pueden contemplar su rostro. La descripción del aspecto de Minheer Vanderhausen es decididamente magistral (sin duda una de las representaciones literarias más logradas del maligno).

Una masa de cabellos grises le descendía en largas mechas y sus extremos descansaban sobre los pliegues de una gola almidonada que le ocultaba totalmente el cuello. Hasta aquí todo iba bien; ¡pero la cara…! Toda la carne del rostro tenía ese color azulado, plomizo, que a veces se produce por acción de medicinas metálicas administradas en excesiva cantidad, los ojos eran enormes, y lo blanco aparecía tanto por arriba como por debajo del iris, lo que le daba una expresión de locura aumentada por su fijeza vítrea. La nariz no era notable, pero la boca estaba considerablemente retorcida por uno de sus lados, donde se abría con objeto de dar salida a dos largos, descoloridos colmillos de bestia que se proyectaban desde la mandíbula superior hasta por muy por debajo del labio inferior. El color de los labios mantenía su habitual relación con el de la cara y era, por consiguiente, casi negro; y ciertamente, apenas se podía concebir tal cúmulo de horrores sino en el cadáver de algún atroz malhechor que hubiese colgado largo tiempo, ennegreciéndose, de la horca, hasta haberse convertido al cabo en morada de un demonio, espantoso objeto de posesión satánica. Era muy notorio que el importante forastero procuraba que su carne se viese lo menos posible, por lo que durante su visita, no se quitó ni una vez los guantes. Habiendo permanecido durante unos momentos ante la puerta, Gerard Douw consiguió al fin hallar ánimo y aliento para darle la bienvenida, y, con una muda inclinación de cabeza, el forastero entró en la habitación. Había algo indescriptiblemente extraño e incluso horrible en sus movimientos, algo indefinible, pero antinatural, inhumano, como si sus miembros fuesen guiados y dirigidos por un espíritu no habituado a manejar la maquinaria del cuerpo.

El demonio de Le Fanu arrastrará a los personajes del cuento a su ruina del modo más cruel, envueltos en un torbellino de desdichas.
En primera lugar, perderá a la joven sobrina, a la que la ambición del tutor la convierte en víctima de un destino insoportable. El contenido del relato de Le Fanu es resueltamente protestante (la joven se condena sin otro argumento teológico que la culpa del otro y la predestinación). Hay que aceptar la perdición de Rose como un decreto misterioso pero consentido por Dios; su desamparo simboliza la imposibilidad de comprender los designios de la providencia y sus renglones torcidos. El caso de Schalken el pintor –que ni siquiera tiene un final feliz- recuerda la inaudita complacencia de Dios con el demonio en el relato bíblico de la destrucción de Job y su familia (pintada una y otra vez por William Blake).
Sin duda, la naturalidad con que el autor presenta la inconsistencia religiosa y moral de los hechos obedece a la férrea situación de dependencia jurídica de la mujer durante la época en que sucede la historia y también en la que fue escrita.
En segundo lugar, la desdicha alcanza al joven enamorado, que se ve privado cruelmente de su amada y sus honestas ilusiones. Su falta grave, que aprovecha hábilmente el oscuro, consiste en aceptar resignado las absurdas convenciones de la época sobre el amor y el matrimonio.
Finalmente alcanza al tutor, Gerard Dow (un reflejo de las desgracias familiares de Rembrandt), quien sufrirá lo indecible al comprender las consecuencias de los actos avarientos que por dos veces hundirán a su pupila.
Como una invitación a su inaplazable lectura, no desvelamos más detalles de las nupcias funestas de la bella y la bestia, la escalofriante huída de Rose y el retorno a la casa de su tío, su caída mortal y su aparición final en forma de espectro vaporoso ante su antiguo amor.
El cuadro al que nos hemos referido representa precisamente la última escena del extraño suceso en la vida de Shalken el pintor…