El cine, como cualquier arte, consta de géneros y subgéneros.
Ahora bien, si preguntasen por el vértice de la pirámide, una mayoría aplastante diría que el western, es decir, el cine del Oeste.
Es evidente que el western incluye una variedad de tipos: clásico (el que realmente nos gusta), histórico (la epopeya de un país y otras aburridas glorias), uniformado (los casacas azules como pilares de la nación blanca, quizás negra, pero nunca roja), realista (los indios son los buenos), espagueti (mugre, moscas y ojos de acero), interdisciplinar (pastiche de retales cosidos sin hilo), metawestern (reflexión tediosa que se piensa a sí misma), serie B (Almería, polvo en el camino, pueblos de cartón y flores de cactus), crepuscular (actores jubilados, arruinados o enfermos de cáncer), tardío (los protagonistas son el coche de motor, el teléfono y la bombilla), reposiciones (recurso infalible para hacer taquilla y la inevitable traducción metafísica del original).
En este artículo, nos vamos a centrar en algunos rasgos típicos (no me atrevo a decir esenciales) de la sociedad y la cultura del cine del Oeste. Se trata, en el sentido menos agresivo de la expresión, de una sociología del western. Obviamente, no podemos convertir esta visión aligerada de sustancia en una casa de citas, por lo que evitaré cuidadosamente las referencias concretas (y los consiguientes créditos) a las innumerables películas, obras maestras, fiascos y otros fantasmas que pueblan los innumerables rincones de la memoria a largo plazo. Que cada cual recuerde los suyos.
¿A que les suena el siguiente cuadro?: una larga mesa de roble sin mantel. El padre, barbado en blanco y arrugas cinceladas, Moisés, preside el lar y agradece los alimentos que vamos a recibir. A su izquierda, la madre, abnegada y trasparente; la hermana mayor, soltera, reparte lentamente un migoso pan de hogaza. La pequeña trae de la candela las cazuelas con alubias y las bandejas de pollo. Los cuatro hermanos, a la derecha por orden de edad, piden vino cortésmente mientras aplazan sus pendencias… La cena es sagrada.
La sociedad del Oeste es la más patriarcal y machista de los tiempos modernos. Alguien dijo que el western es la sublimación de las fantasías eternas del varón. Su visión tradicional (petrificada, sin ambigüedades ni claroscuros) de la mujer, del matrimonio, de la familia o la sexualidad, proviene directamente del puritanismo calvinista y los excesos bíblicos que desembarcaron el día de acción de gracias en las costas de Nueva Inglaterra.
La moral dominante, el ethos del Oeste, no es menos contundente: los buenos son buenos sin mezcla de mal alguno y los malos lo son sin puertas ni rendijas. En las películas del Oeste el espectador no tiene dificultad para abarcar el paisaje moral y entender quién es quién. Blanco y negro; una antropología carente de grises, aunque intensamente protestante: el malvado pistolero, tras una vida dedicada al crimen y a grabar muescas en el colt, se arrepiente en el último momento con esa fe que mueve montañas ("Ten mucha fe y peca fuerte", decía Lutero) y se salva. Su cuerpo está lastrado de plomo, pero su alma vuela sin mancha: Dios, por un decreto misterioso, lo ha recibido en sus brazos. “Creo porque es absurdo”.
Lo bueno, pero ¿y lo justo?
El juez tarda siempre una semana en llegar a la ciudad polvorienta para sentar en el banquillo al forajido. ¡Una semana muy dura para el sheriff, si es honesto! El cacique al que besa las botas el presunto, el padre al que le puede la sangre del hijo, el honor de los hermanos, la banda de malhechores que comanda, los deudores indignados, las busconas que chulea, las víctimas estafadas, todos tratarán de sacarlo de la cárcel por las buenas al principio y siempre por las malas.
La ley de los jueces no es universal. El imperio de la ley es una conquista del Este y su honorable Constitución. En el Oeste cada juez tiene su propia versión de la justicia. Versión variable por el libre albedrío y las mudables circunstancias: la edad, el temperamento, los humores, los baches de la diligencia, los huevos con tocino de la fonda, la habitación del hotel, la charla del barbero, la estación del año… pueden desequilibrar, juntos o separados, la balanza del veredicto hacia las anchas llanuras o los rigores de la soga.
La justicia al oeste del Pecos no es algo que incumba al Estado. Las diferencias se arreglan entre privados: se empluma al tahúr, se azota al delincuente, se castra al violador, se expulsa a la adúltera, se lincha al cuatrero, se dispara al ladrón.
El paradigma de la justicia entre particulares es el duelo. El darwinismo social que rige la vida en el salvaje Oeste alcanza su punto culminante en el desafío a balazos por un elenco inagotable de causas: una mirada a destiempo, una palabra de más, un empujón en el baile, un asunto de faldas, la opinión sobre un caballo, una deuda impagada, el precio de una res… de ahí para arriba, desencadenan la libre competencia entre individuos por saber quién es más apto y cuál ha sido seleccionado para extinguirse. Desenfundar es competir. La ley del más rápido, del más fuerte, del más alto. El deporte nacional.
¿Y lo santo?
Todo el mundo en el Oeste cree en la religión verdadera. Allí no hay ateos o indiferentes; quizás algún pagano influido por la magia de los indios. El domingo por la mañana las gentes acuden al templo a renovar un pacto con Dios a tiempo parcial; y alguna tarde triste se acercan al camposanto a despedir al ausente y escuchar la voz tonante del pastor que desgrana sus vicios y virtudes.
Hay tres tipos de pastores:
El predicador tradicional que encuentra soluciones concluyentes en los textos revelados a cualquier situación que se presente. Un ejemplo notable de la confianza luterana en el libre examen.
El hombre de fe que ha sido pistolero. Caporal de mano férrea que arregla las congojas del rebaño de manera implacable, como actúa Yahvé con los que ignoran su alianza sagrada con los hombres.
El falso evangelista, borrachín y mujeriego, que se sirve del respeto que inspira la fe para consolar salazmente a las esposas cabizbajas, jóvenes despechadas, hijas inocentes…
No deja de sorprender que este repertorio de virtudes morales, legales y religiosas brote como el grano en una sociedad brutal donde la inmensa mayoría no sabe leer y cultiva la ignorancia. ¿Alguna vez se ha visto un rasgo de educación reglada en las cintas del Oeste? Sólo en raras ocasiones (pero gloriosas) una linda maestra se encarga de trasmitir su bondad (la auténtica educación en valores) a los niños y analfabetos del pueblo. Enseña en un local del municipio que antes era cuadra de pollinos. Un perchero dislocado, una mesa prestada a punta de pistola por el dueño del hotel, varios bancos de la antigua iglesia, una escupidera de estaño regalo del saloon, una pizarra con renglones borrados en la que leemos el comienzo de la Constitución de 1817: NOSOTROS, EL PUEBLO DE LOS ESTADOS UNIDOS…
La maestra y el médico, dos figuras entrañables. En ningún lugar tuvo más presencia la figura del médico rural que en el lejano Oeste. Esa figura honorable del galeno general, cuya sabiduría abarca cualquier enfermedad del cuerpo y del alma (aunque lo único que podemos alabar de su arte son los partos caseros y la extracción de balas). En cuanto se complica el diagnóstico ordena consultar al experto del Este. Lo sentimos levantarse en medio de la noche y conducir en la nevisca un viejo coche de varas para velar a una embarazada en ciernes. O improvisar un quirófano de urgencia en la sala de billar para salvar como sea (a veces sin cloroformo) al vaquero que han herido por la espalda. También cura con sabiduría mundana a los que sufren de imprudencia y vagan errantes por las aguas borrascosas de la vida.
Lo bueno, lo justo, lo santo, ¿lo útil?
¿Qué me dicen de la economía del lejano Oeste?
Los pueblos y ciudades, tal como aparecen en pantalla, no han superado la revolución neolítica. Agricultura y, sobre todo, ganadería: los cowboys y sus enemigos mortales, los pulgosos pastores de ovejas. Algo de la fiebre del oro, transporte de manufacturas, tráfico de armas con los indios, mucha economía sumergida y poco más. (Prometo dedicar una entrada monográfica al fascinante almacén mayorista de la plaza del pueblo y otra al Saloon: el corazón del alcohol, el juego, el sexo y la violencia).
Los bancos menores (no hablo del banco de El Paso) son simples locales vigilados donde las fuerzas productivas depositan sus rentas. No existen cestas surtidas ni fondos de pensiones. Tampoco hay rastro de piruetas financieras o inversiones de alto riesgo. El único peligro que corren los depósitos son las bandas de ladrones. Poca cosa, por tanto.
Completa la estructura social del western una fauna heterogénea de sujetos marginales y códigos subyacentes, como las novelas de Dickens. Un vasto cuadro de costumbres basado en la armonía de los contrarios, la diversidad de papeles y el horror al vacío: el impenetrable dueño de la forja, el parlero vendedor de crecepelo, el sombrío barman del bar, el jugador profesional que acude en la diligencia, la cantante con medias de malla rotas, la muñeca de ojos tristes y triste historia que contar, las matronas de la liga antialcohólica, indios, negros, mestizos, mexicanos…. completan un sistema coherente, acabado y completo.
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