lunes, 8 de octubre de 2018

Sic et non. Bebés a la carta


SIC. Los avances científicos acaban siempre por prevalecer por lo que es inútil oponerse a sus conquistas. La fecundación in vitro a la carta será una práctica universal en el futuro. Permite elegir el sexo y el número, uno o dos (mellizos o gemelos) de los hijos deseados. Nos referimos aquí, lo mismo que en la fecundación in vitro convencional, tanto a parejas potencialmente fértiles (personas que eligen por elegir) como a parejas que no pueden tener hijos o bien porque la mujer ha alcanzado la menopausia o bien porque el varón tiene un bajo recuento o baja movilidad de los espermatozoides, o por otras causas en ambos casos. Actualmente la fecundación in vitro a la carta está prohibida en todos los países europeos pero no en Estados Unidos, entre otros. La Ley de Reproducción Humana española de 2006 solo permite seleccionar el sexo del embrión con fines terapéuticos, es decir, para evitar enfermedades como la hemofilia o la distrofia muscular entre otras muchas. Por otra parte, según los datos de Asociación Nacional de Clínicas de Reproducción Asistida (ANACER), la demanda de bebés a la carta es cada vez mayor.

NON. Los avances científicos pueden tener usos contrarios a la ética. La fecundación a la carta, aducen algunos científicos detractores, es una forma de fertilización artificial cuyas consecuencias no se conocen a fondo. Todavía no se pueden predecir los efectos negativos, físicos y mentales, que pueden aparecer a lo largo de la vida de las personas concebidas mediante este procedimiento no natural, sobre todo en las parejas no fértiles por la edad u otros motivos. Además, a medio y largo plazo es un camino que puede conducir a la generalización de la eugenesia, es decir a la selección genética de los humanos con fines muy diversos: niñas o niños de ojos azules, pelo rubio y de alta estatura. ¿Les suena? Más adelante las técnicas de manipulación genética podrían usarse para fines más inconfesables, abiertamente contrarios a los derechos humanos. Hemos de recordar una vez más la utopía negativa de Aldous Huxley, un mundo feliz.

SIC. Los tratamientos a la carta no son baratos, en torno a treinta mil dólares, aunque no suponen un desembolso desorbitado para una decisión de tal trascendencia. Es, más o menos, el precio de los coches que habitualmente adquiere la clase media. El principal inconveniente es que tienes que viajar fuera de Europa (Estados Unidos, México, Panamá, Chipre, República Checa, Tailandia, Nigeria o Jordania) con los abultados gastos que esto supone. Las clínicas europeas de reproducción asistida han tomado todo tipo de iniciativas para legalizar esta práctica que, dicho sea de paso, les supondría un negocio redondo.

NON. La mayoría de las clases populares quedarían excluidas del procedimiento. Lo que no dicen las clínicas es que no siempre el tratamiento termina con éxito. Las actuales técnicas de diagnóstico genético preimplantacional (DGP) para la fecundación in vitro (en general) no son exactas en la predicción de la viabilidad del proceso, sobre todo en los casos más problemáticos. Hay parejas que tienen que repetirlo varias veces sin que la clínica se comprometa a un final feliz ni a un precio cerrado en caso de fracaso. Cada vez que se repite el intento hay que pagar una cantidad igual a la inicial.

SIC. Las clínicas de reproducción asistida a la carta (como las convencionales) disponen de un banco de óvulos y espermatozoides procedente de donantes anónimos a disposición de las parejas no fértiles para que puedan elegir la modalidad de filiación que deseen.

NON. No existe un control normativo sobre los donantes. En España una misma persona puede donar óvulos o esperma hasta seis veces en una misma clínica. Multiplicado por el número de clínicas que hay en cada gran ciudad el número se dispara. Podría darse el caso de dos familias del mismo inmueble o barrio (aunque sería raro, por supuesto) que tuvieran hijos a la carta hermanos de padre o madre o de ambos. Más oscuridad. 

SIC. Rechazar esta técnica se basa en prejuicios ideológicos, seudomorales o religiosos: se ha considerado secularmente que los padres deben siempre aceptar a los hijos tal y como sean y vengan porque es “lo natural”. Lo contrario es seleccionar embriones por caprichos personales sin “razones científicas” o como mínimo inciertas. La misión de las clínicas in vitro es que las parejas con problemas de fertilidad tengan hijos sin más. Pero esto tiene más que ver con una actitud tradicional y obsoleta que con argumentos racionales.

NON. La elección  de sexo en la fecundación a la carta pueda alterar la proporción de varones y hembras. Puesto que la mayoría de las culturas tienen una organización familiar patriarcal (posición predominante o empoderamiento del esposo frente a la esposa) y patrilineal (la herencia en sus distintas modalidades se origina en la línea paterna: los hijos heredan del padre el apellido, los bienes, los títulos o la nacionalidad), o sea, culturas machistas, la tendencia podría ser discriminatoria a favor de los varones, lo cual a medio plazo podría desequilibrar la población y ser perjudicial para la sociedad; podría implicar, en el peor de los casos, medidas totalitarias de control de la natalidad para “corregir las variaciones demográficas disfuncionales”.

SIC
Se trata exclusivamente de un ejercicio de libertad compartida que la ley debe proteger y garantizar.

NON. Algunos especialistas en fecundación in vitro han advertido sobre el perfil de los padres que requieren este procedimiento: mayores de cuarenta y dos años o más jóvenes pero con un amplio historial de abortos o patologías graves. Con frecuencia el resultado es el nacimiento de bebés prematuros, con enfermedades congénitas o síndromes genéticos. El caso más flagrante, ampliamente comentado, es el de una mujer que padecía un cáncer avanzado con una esperanza de vida de tres años que se empeñó en tener un hijo antes de morir. Además, todo tiene su edad: parejas en edad madura tendrían por sí mismas muchas dificultades para atender bien a sus hijos. Es conocido el caso de unos padres italianos que han perdido judicialmente la patria potestad por denuncias vecinales por desatención manifiesta y continua. ¡Pobres niños! 

SIC. Pueden recurrir con todos los derechos a esta técnica (sea convencional o a la carta) las parejas de lesbianas.

NON. No se conoce bien la adecuación de los roles maternos y paternos en la crianza del bebé en las parejas de lesbianas y aún menos en las sucesivas etapas de la evolución del niño al adulto. 

sábado, 8 de septiembre de 2018

Deber y felicidad



Hace años en este blog me referí a la primera triada (y clave de bóveda) de la filosofía kantiana: los tres sujetos kantianos, a saber, el sujeto empírico o psicológico, el sujeto lógico o trascendental y el sujeto metafísico o alma. Tres en uno, como el lubricante que todo lo arregla o el misterio de la trinidad divina. Una construcción especulativa magistral. Con razón afirmaba Borges que la filosofía es una rama inestimable de la literatura fantástica, tanto en su consideración sistemática (Leibniz, Berkeley, Spinoza o el mismo Kant) como en su versión fragmentaria, es decir, en forma de fuente de problemas (el doble, el tiempo, la memoria, el azar, la identidad personal) que son aprovechados ávidamente por todos los géneros literarios.
Ahora quiero referirme a la segunda de las triadas kantianas que sustentan su filosofía práctica y dan lugar a otro notable ejercicio especulativo y, sobre todo, a una fuente ilimitada de sinergias literarias y cinematográficas: los tres imperativos morales que dirigen nuestra acción.

- Contrarios al deber (“Engaño a mi esposa con otras porque me apetece divertirme y sólo se vive una vez”). Son normas propias de las éticas materiales (por ejemplo, el hedonismo).

- Conformes al deber (“No engaño a mi esposa con otras porque puede divorciarse y perjudicar a mis hijos, a mi consideración social y a mi trabajo”). Son normas propias de las éticas materiales (por ejemplo, el utilitarismo).

- Por sentido del deber (“Soy siempre fiel y leal con mi esposa porque como persona casada es mi obligación sin más”). Son propias de una ética formal.

En este último caso, cuando se actúa por imperativos de “deber puros”, la voluntad se somete a una ley moral (universal y necesaria) no por placer o utilidad u otros motivos relacionados con la felicidad, sino por acuerdo con su propia ley dictada exclusivamente por el sentido del deber. Según Kant, solamente estos imperativos tienen valor o mérito moral absoluto.
Una voluntad que actúa por puro sentido del deber orienta sus acciones mediante imperativos categóricos, cuya fórmula más general es: “Se debe hacer X siempre y sin condiciones”. Con palabras de Kant: obra según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se convierta en una ley universal. Ahora bien, el propio Kant advirtió del carácter imposible (o no verificable) de estos imperativos.

En cambio, el único problema que no necesita solución es, sin duda alguna el de cómo sea posible el imperativo de la moralidad {categórico}, porque este no es hipotético y, por lo tanto, la necesidad representada objetivamente no puede asentarse en ninguna suposición previa, como en los imperativos categóricos. Sólo que no debe perderse de vista que no existe ejemplo alguno y, por lo tanto, manera alguna de decidir empíricamente si hay semejante imperativo {categórico}; es preciso recelar siempre de que todos los que parecen categóricos puedan ser ocultamente hipotéticos. Así, por ejemplo, cuando se dice: "no debes prometer falsamente", y se admite que la necesidad de tal omisión no es un mero consejo encaminado a evitar un mal mayor, como sería si dijese: "no debes prometer falsamente, no vayas a perder tu crédito al ser descubierto", sino que se afirma que una acción de esta especie tiene que considerarse como mala en sí misma, entonces es categórico el imperativo de la prohibición. Pero no se puede en ningún ejemplo mostrar con seguridad que la voluntad aquí se determina sin ningún otro motor y sólo por la ley, aunque así lo parezca; pues siempre es posible que en secreto tenga influjo sobre la voluntad el temor de la vergüenza o acaso también el recelo oscuro de otros peligros. ¿Quién puede demostrar la no existencia de una causa, por la experiencia, cuando esta no nos enseña nada más sino que no percibimos la tal causa? De esta causa, empero, el llamado imperativo moral, que aparece como tal imperativo categórico e incondicionado, no sería en realidad sino un precepto pragmático, que nos hace atender a nuestro provecho y nos enseña solamente a tenerlo en cuenta.
KANT, Crítica de la razón práctica.

No se puede contar mejor. O dicho con palabras de un ilustre kantiano español, Manuel García Morente:

Si el hombre pudiera por los medios que sea, de la educación de la pedagogía, o como fuera, purificar cada vez más su voluntad en el sentido de que esa voluntad pura y libre dependa solo de la ley moral; si el hombre va poniéndose  cada vez más, sujetando y dominando la voluntad psicológica y empíricamente determinada; al cabo de esta tarea tendríamos realizado un ideal; tendríamos un ideal cumplido. Se habría cumplido el ideal de lo que Kant llama la santidad. Llama Kant santo, a un hombre que ha dominado por completo, aquí, en la experiencia, toda determinación moral oriunda de los fenómenos concretos, físicos o psicológicos para sujetarlos a la ley moral.

Lo cierto es que no deja de ser un ideal y que la santidad es una condición transmundana por lo que tales imperativos no están al alcance del ser humano. El propio Jesucristo en tanto que hombre se entrega al sacrificio de la cruz por obediencia a Dios, su padre, tal y como aparece en el episodio evangélico de la oración en el Huerto de los Olivos: Padre, si quieres, aparta de mí ese cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya. Los frailes o monjas de clausura llevan una vida entera de sacrificio y oración porque esperan obtener la salvación eterna. Es el mismo caso de los mártires por la fe en el primitivo cristianismo: más allá del dolor está el goce en la contemplación de Dios. Los participantes en una ONG humanitaria y, con frecuencia peligrosa, como Médicos sin Fronteras o los antiguos misioneros que arriesgaban sus vidas en tierras lejanas por predicar la fe cristiana, actúan así porque les realiza, les gusta o les salva. Los testigos de Jehová consideran que es un imperativo de deber no transfundir sangre a sus fieles aunque peligre la vida del paciente… porque lo dice su forma de entender la religión.
La moralidad no puede traspasar el amplio círculo de las normas contra o conforme al deber. Por consiguiente, actuamos siempre mediante imperativos hipotéticos, o sea, normas limitadas, sometidas a una condición que las hace válidas. Su forma general sería: “Si quieres conseguir Y, debes hacer X”. El deber existe en toda acción moral, como afirma la forma de ambos imperativos, pero siempre podemos rastrear en los categóricos la condición manifiesta o latente próxima o lejana, expresa u oculta de la felicidad, la utilidad, el placer, la paz interior, la salvación, el conocimiento, la autorrealización, el interés o el beneficio, la riqueza, el poder o la fama que los determina en última instancia. En mi opinión, con la definición de una voluntad pura, Kant no pretende tanto mostrar cómo debe ser el hombre sino cómo es realmente y preparar el tránsito de la ética  la religión.
Analicemos algunos ejemplos peliagudos. Imperativos categóricos como “Se debe respetar la vida humana siempre”, “No se debe mentir nunca” o “Hay que respetar sin excepciones las opiniones de los demás” tienen evidentes excepciones: es moralmente legítima la defensa propia, sin entrar en los supuestos morales y legales de la interrupción artificial del embarazo, la guerra justa o no poner en peligro la vida de la madre en el parto; igualmente, parece conforme al deber dar información tranquilizadora (aunque falsa) a enfermos terminales o proporcionar datos falsos a un grupo terrorista o a un ciberdelincuente; también es una obligación moral rechazar opiniones racistas, ideas delirantes sobre el hombre o teorías y prácticas anticientíficas… No todas las opiniones, ideas o ideologías son respetables. Por tanto, no son leyes morales universales y necesarias. Si aun así se insiste en su universalidad, automáticamente se convierten en normas contrarias al deber. Otro caso: la conducta única del héroe que en un acto supremo entrega su vida para salvar la de sus semejantes, es encomiable en grado sumo pero no universalizable. Normas, asimismo, “Hay que vengar siempre las ofensas recibidas” o “Se debe buscar el beneficio propio sin condiciones” no son generalizables al hacer imposible la vida social, nos harían volver a un descontrolado estado de naturaleza incompatible con la sociedad civil.  
Aparece con una notoria frecuencia en las noticias que un probo ciudadano ha devuelto un maletín extraviado con un montón de euros en efectivo o un talón al portador por una suma importante extraviado en el banco de un parque o un anillo de brillantes perdido en el ascensor. En realidad, esa excelente persona ha actuado por sentido del deber pero no puro sino condicionado. Ha actuado conforme al deber: por ejemplo porque no podría dormir ni vivir en paz consigo mismo si se quedara con el dinero o la joya. O porque su esposa o sus hijos lo va a censurar y considerar poco menos que un delincuente. O porque intuye que antes o después se va a descubrir el pastel y puede tener problemas con la justicia. ¿Cuánto hay en su decisión de deber y cuánto de motivos empíricos? ¿Mitad y mitad? No lo creo. Si deber y felicidad fuera las coordenadas cartesianas de la acción moral resultaría sorprendente la ecuación final de nuestras decisiones. Deber y felicidad transitan por separado aunque pueden a veces encontrarse de manera más o menos confusa, hipócrita o  disimulada. El ser humano es lo que es por lo que no puede superar los amplios límites (eso sí) de la estructura felicitaria de la moral. La síntesis perfecta entre virtud y felicidad solo puede alcanzarse fuera del mundo. De ahí la tercera triada kantiana: los tres postulados de la razón práctica (la libertad de la voluntad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios) y el consiguiente tránsito de la moral a la religión: Pero esto ya es otro tema.

lunes, 13 de agosto de 2018

Robótica y sexo


Océanos de tinta se han vertido sobre Internet y la realidad virtual, Telépolis, la galaxia digital o “el cuarto mundo de Popper” hasta el punto de que esa realidad paralela cobra cada vez más relevancia en todos los ámbitos del ser (la expresión realidad objetiva ha llegado a tornarse equívoca). El dinero y la prensa ambos de papel tienen los días contados. La banca digital y el comercio electrónico están cada vez más extendidos. La telemática educativa, médica y el teletrabajo son recursos (¿avances?) irreversibles. Los grupos, reuniones y congresos alrededor del plasma sustituyen en muchos casos a los costosos viajes internacionales (¡tres hurras por el ahorro público y privado!). En la actualidad las guerras entre las grandes potencias se libran en Telépolis. Eso incluye el control masivo de datos, la piratería informática, el espionaje industrial, el rastreo de información privilegiada o el uso masivo de las redes sociales para difundir informaciones teledirigidas con muy diversos fines, por ejemplo, políticos o económicos: es el caso de las fake news… 
¿Y qué me cuentan de la robótica, heredera directa de la cibernética? La "ciencia cognitiva" imaginó a finales del siglo XX un modelo del hombre basado en la analogía con la computadora. La mente es una computadora de propósito universal y la actividad mental procesamiento de la información. Como metáfora no está mal. El cerebro es el hardware o soporte físico de la mente y los procesos cognitivos el software o soporte lógico.  En este punto proliferaron las teorías alternativas que se fueron desinflando: monistas, cognitivistas, conexionistas, etc. Cuanto más sugerentes menos contrastadas. El cerebro, el órgano del conocimiento, es tan complejo que no se conoce a sí mismo. 
Posteriormente la neurociencia y la inteligencia artificial empezaron a interesarse por máquinas no mecánicas que simulan la conducta humana, es decir, cerebros electrónicos. O sea, menos rollo teórico y más inventos prácticos. Mientras que la computadora es una máquina no consciente (solo el ser humano puede afirmar “pienso, luego existo”) dotada de un soporte o equipamiento electrónico, el ser humano es, en el fondo, un autómata consciente (tiene estados mentales o de consciencia) dotado de un sofisticado equipamiento biológico. Si los ingenieros del futuro pudieran construir una máquina con un equipamiento electrónico capaz de reproducir funciones psicológicas, tendría estados mentales equivalentes a los humanos, incluidos la autoconciencia, el lenguaje, el pensamiento abstracto y los sentimientos... 
Legiones de especialistas trabajan en ello a todo trapo porque las posibilidades de transformar el mundo, no sabemos en qué dirección, dependen en gran medida de esta tecnología de la conducta. (Nos vamos a quedar todos en la calle). Estamos hablando de la tercera revolución industrial a escala planetaria. 
No hace mucho, la prensa nos presentó en primera plana a Sophia la robot más avanzada del mundo. La novela y el cine de anticipación han poblado nuestras neuronas de humanoides serviciales, replicantes imposibles de distinguir de los humanos, androides superdotados y almas de metal rebeldes. Por cierto, no se pierdan la estupenda película Ex maquina. Por supuesto, estamos de vuelta de Matrix, de la súper divertida Desafío total o de la original Robocop. Pero Sophia es de verdad. Recogemos una información reciente de la Agencia EFE.

Sophia, la robot humanoide más avanzada del mundo, creada por Hanson Robotics, ha intervenido hoy ante los alumnos de la Universidad Pública de Navarra, donde ha contestado a numerosas preguntas y, sobre todo, ha formulado muchas de ellas a su entrevistador, Joaquín Sevilla. La robot, que en un principio fue diseñada para trabajar con personas mayores en residencias de ancianos, tiene capacidad de hablar, interactuar y acompañar su discurso con expresiones y movimientos faciales de manera similar a los humanos. (…) Tiene además su propia página web y perfil en las redes sociales. La humanoide, ha comentado Joaquín Sevilla a Efe, es "espectacular", porque "está pensada para interaccionar con las personas de una manera natural, mantener una conversación, y eso es muy sorprendente".
Imaginen la industria sexual que se avecina. Eso sí que va a ser un mercado seguro, próspero y estable. Me estaba acordando de la chifladura de las muñecas hinchables. A no ser que te lo montes como Michel Piccoli en la película de Luis Berlanga Tamaño natural y estés dispuesto a dar la vida por tu juguete secreto, la cosa carece de interés erótico (creo yo). Nada que tenga que ver con los sofisticados robots que se preparan en los grandes centros de inteligencia artificial. Todo para la señora, todo para el caballero. Casi todo para cualquier elección sexual. Preferencias de cualquier tipo, estimulación científica de zonas erógenas, placeres del uno al diez, programas informáticos que emulan cambios de decorado y personalidad como en el cine porno. Se acabó la monótona monogamia. La imaginación al poder. Juegos para todas las edades y condición. En el fondo una profunda revolución sexual. Preguntas aviesas: ¿Le pone los cuernos al marido la esposa que se compra el ingenio en cuestión? ¿Peligra la profesión más antigua del mundo? ¿Se escindirá todavía más la sexualidad del amor? Las posibilidades son impensables. Al principio serán robots muy caros, como las teles de alta definición. Luego bajarán los precios, se harán populares, aunque las cortesanas de lujo, las sophias sexy, estarán solo al alcance de ricachos disfrutones. Habrá condenas “morales” unánimes y manifiestos a favor de la libertad sexual. En resumen, el onanismo como una de las bellas artes… No me explico cómo Celia Blanco no le ha dedicado un artículo en Contigo dentro. También la ciencia médica se verá afectada. Los cardiólogos y psiquiatras se van a hacer de oro. 

lunes, 23 de julio de 2018

Narcisismo futbolero



Los aficionados silban a Cristiano Ronaldo en los estadios, en general cae mal, incluso a muchos madridistas (ahora con más motivo) porque es un personaje narcisista dentro y fuera del campo; mientras que, por ejemplo, Messi se limita a jugar al fútbol y sobrellevar la pesada carga de la vida privada de los famosos sin alardes musculosos, novias de pasarela o fiestas babilónicas (lo que los une es que ambos tienen serios problemas con el fisco). En la última final de la Champions se empeñó en ser el centro de todas las miradas y dejar en segundo plano a la orejona. En ese momento terminó con el Madrid. Se tacharon mutuamente.
Para no estar triste necesita verse bien, tener una imagen positiva de sí mismo, a través del balón de oro, la afición, la prensa, Florentino, el entrenador, el vestuario, el árbitro, los rivales o el ministro de Hacienda. Si el espejo le dice que no es el más bello deja de ser Cristiano y se convierte en la madrastra cabreada: me tienen envidia porque soy guapo y rico. Puyazo a Blancanieves. Un equipo como el Real Madrid ha tolerado durante años sus desplantes toreros por su rendimiento en el campo y los beneficios en caja. Pero todo tiene un límite, sobre todo a cierta edad: ni le han duplicado la ficha ni le han pagado las deudas con Hacienda. Puerta por una fortuna. Sería curioso saber qué relación tiene el final de esta historia de amor y desencuentro con la escapada de Zidane.
Pero el narcisismo al que me refiero ahora está relacionado con el fútbol pero en las antípodas del mundo de Cristiano. El colegio donde estudiaron la ESO y el Bachillerato mis hijos competía en varias categorías: alevines, benjamines, cadetes, juveniles, etc. Apunté a mi hijo en la categoría de alevines, entre 11 y doce años si mal no recuerdo. Los padres acompañábamos a los niños a la zona de Madrid donde les tocaba jugar de visitante, con riesgo de patadón y pedrada en ciertos barrios, o al patio del cole si lo hacían de local. Vista la cosa en sí, sin contaminaciones narcisistas, se trataba de divertirse los domingos por la mañana, aprender a formar un grupo de amigos comprometidos con la causa, hacer ejercicio dos tardes a la semana en los entrenamientos que dirigía uno de los profes de educación física y comprender los valores básicos del deporte, entre otros, saber ganar y perder; en el libro que me bajé de Internet había un montón más: crear sinergias positivas sobre organización y superación, sincronización entre la mente y el cuerpo, evaluación de decisiones... Chorradas. Si en el fútbol profesional es misión imposible, creía, inocente inocente, que era posible en el fútbol de alevines. 
Lo que me encontré fue un mundo al revés, la realidad puesta cabeza abajo, como decía Marx de Hegel. Algunos padres creían que sus hijos eran los magos del balón, que el equipo debía ganar sí o sí, y si se perdía el partido cargaban contra los culpables: los compañeros, el entrenador, el árbitro y, en última instancia, la dirección del colegio. ¡Vaya imagen hemos dado! Durante el partido presionaban a sus hijos de modo intolerable. Se veían a sí mismos en el espejo de sus hijos, los cuales en vez de disfrutar al aire libre sufrían el delirio paterno. Fueron los mismos padres que se enfrentaron al entrenador por hacer rotaciones durante los partidos para que el banquillo al completo pudiera jugar; obviamente había mejores y peores con el cuero en el pasto, como decía el gran Alfredo Di Stéfano; llegaron a amenazarlo con partirle la cara si no planteaba el partido y las alineaciones (sobre todo) como ellos querían. Fue vergonzoso. No sé cómo aguantó. Recuerdo especialmente a uno de los padres que se pasó la primera parte increpando groseramente al árbitro que había expulsado a su hijo por pisar la cabeza de un contrario delante de sus narices después de tirarlo por detrás. Todos sabíamos que el niño se las traía. Se aprende lo bueno y lo malo. Harto, el árbitro paró el partido y amenazó con suspenderlo si seguían los insultos. Jugábamos en el campo del Canal de Isabel II. Siguió la bronca con los padres del rival. Un gachó de arma y cuchillo plantó cara al discrepante: ¡Deja de joder o vamos a tenerla! Llamé a mi hijo que chupaba banquillo y discretamente nos largamos. A lo lejos vimos como un coche de la policía con luces y sirena ponía rumbo al Canal. El encargado de campo, experto en estas lides, hacía rato que se había percatado del follón en ciernes. El árbitro salió escoltado, me enteré después.
Al domingo siguiente más de lo mismo. No sabíamos dónde meternos. La cosa fue a más: pasaron de chillar a sus hijos a criticar alto y claro a los nuestros. Gordo, lento, torpón… El colmo. Y ahí fue cuando, por desagradable que fuera, tomamos cartas en el asunto. Pedimos una reunión con el director del centro al que le expusimos con detalle, con la confirmación del entrenador, el mal ambiente que rodeaba al equipo cada fin de semana. El director convocó a los padres implicados en los “incidentes” y primero les rogó que cesaran de inmediato. Ni caso. Después les advirtió que si se repetían, sus hijos serían apartados del equipo (eso sí, en voz pasiva porque dos eran miembros del Consejo Escolar y votaban). Como estábamos a final de temporada (quedaban cuatro jornadas) todo transcurrió en una tensa normalidad donde unos padres no les dirigían la palabra a los otros y se mascullaban maldiciones por lo bajo. Los chicos eran tristemente conscientes de lo que se cocía entre bambalinas. Como el fútbol (y cualquier deporte) es un estado de ánimo perdimos un partido tras otro hasta quedar en la parte baja de la tabla, lo que no le hizo ninguna gracia al director, acostumbrado, dijo, a que el centro diera otra imagen en la clasificación. De nuevo el narcisismo dirigía los acontecimientos. El entrenador dimitió y lo dimitieron de su puesto de trabajo.  
La solución salomónica fue crear dos equipos A y B (la normativa de alevines lo permitía: más equipos, más fichas, más dinero) para jugar en la misma liga escolar en función de “la calidad de cada plantilla”. El nuevo entrenador hizo la selección y distribución, seguramente aconsejado por quienes hubieran debido guardar un silencio culpable. Qué casualidad que sus retoños se quedaran sin excepción en el primer equipo. Los padres e hijos del B se indignaron, al conocer el desdoble perpetrado por las altas instancias. Desde estas se les explicó que obedecía solo a razones técnicas y que las oportunidades de jugar quedaban abiertas a todos. Falso porque algunos fueron desviados forzosamente al balón-volea. Asimismo, los jugadores del B tenían la opción de subir al A por méritos propios. Hubo desbandada en los “malos”. Los chicos excluidos lloraban sin consuelo. Otros padres y otros hijos ajenos, entraron. El mío decidió jugar un año más en el B. Cuando acabó la temporada, eligió otro deporte fuera del colegio, el tenis, y si te he visto no me acuerdo. Ahora juega en una liga futbolera de cuarta. Cuando vuelve del partido sólo le pregunto si sigue entero.

martes, 17 de julio de 2018

Cosmopolita



El término “cosmopolitismo”, antítesis de “nacionalismo” (al que me referí en otro artículo) tiene varios significados que me gustaría por lo menos airear. Comienzo brevemente por sus raíces históricas para seguir con algunas consideraciones más actuales.
Literalmente “cosmopolita” significa “ciudadano del mundo”. Sócrates y los sofistas fueron los primeros en contraponer naturaleza y convención como tema de reflexión: la diferencia es que al primero lo condenaron a muerte por cuestionar las convenciones sociales, mientras que los segundos enseñaban a usarlas con éxito en la vida pública.
Pero el primer filósofo griego que reivindicó el término “cosmopolita” fue Diógenes de Sínope, fundador de la escuela helenística cínica o etimológicamente “perruna”. Según parece, sus compatriotas atribuían esta denominación a los pensadores (o individuos) que se declaraban ajenos o contrarios al rígido nacionalismo diferencial del nomos (usos sociales, costumbres, leyes, religión) de las ciudades Estado griegas. Después de todo, el perro es un animal que se rige por sus inclinaciones naturales y habita en todos los lugares del mundo. También los estoicos defendieron que el vínculo primordial que une a los hombres no es político sino natural. La naturaleza humana, como la cualquier ser vivo, es un conjunto de necesidades, instintos, tendencias, deseos y fines universales. En líneas generales, ambas escuelas vinculan la tesis del cosmopolitismo con la existencia de una ley común, una especie de ley natural que, por encima de cualquier legislación positiva determina el bien y el mal, lo justo y lo injusto, la virtud y el vicio, la felicidad y la desdicha, y sería la medida exacta de la conducta humana. Corresponde a la razón descubrir esta naturaleza innata. Son las leyes naturales las que unen a los hombres y los acercan fraternalmente como ciudadanos de un orden utópico, decían. La mayoría de las escuelas helenísticas, por ejemplo, los epicúreos, crearon jardines y espacios de convivencia ajenos a la ciudad Estado. Para las escuelas helenísticas, el hombre no es por naturaleza un animal político, como afirmaba Aristóteles, sino simplemente… un animal.
Y aquí empieza el lío: cuando las sucesivas generaciones de filósofos pretendieron haber encontrado las leyes comunes ocurrieron tres cosas: primero, que las convirtieron automáticamente en sólidas convenciones, en formulaciones explícitamente teológicas,  éticas y políticas; segundo, que no hubo acuerdo en la formulación de tales leyes. Recordemos a San Agustín (¡dos ciudades que se ignoran!) Tomás de Aquino, Hobbes, Locke, Rousseau o Marx; tercero, la diversidad de interpretaciones de la esencia de la naturaleza humana desvía el sentido genuino del cosmopolitismo hacia su contrario: las diferencias religiosas, morales y legales.  
Algunos han querido ver esa naturaleza humana común, universal, en la construcción histórica de los derechos humanos. Podemos pasar por alto que su descubrimiento histórico, progresivo y progresista, no sea contradictorio con su carácter natural. Una sola anécdota desbarata el invento. Hace años participé en la elaboración de los programas de Bachillerato y los libros de texto de un país centroafricano. Contaba con la colaboración de dos expertos nativos pertenecientes a etnias distintas. Cuando salió a la palestra el tema de los derechos humanos ambos coincidieron en que eran un invento de la cultura occidental y que no tenían ningún valor para las etnias africanas. Allí regían otros códigos inmutables. Incluso los derechos naturales eran diferentes para cada etnia, una de las cuales, para empezar, se sentía superior a la otra desde tiempo inmemorial por unas mitologías arcanas anteriores incluso a la aparición de las razas. Los jefes tribales son los herederos de los héroes inmortales del mito y sus derechos sobre sus súbditos son ilimitados.
En los países que defienden la universalidad de los derechos humanos, ocurren, a su vez, tres cosas: primero, los respetan parcialmente o no los respetan; segundo, son el aceite lubricante del capitalismo industrial y financiero; tercero, una tupida niebla semántica difumina el significado de sus términos para adecuarlos cuando convenga a fines particulares. No me extraña que los miembros de la Academia de la Lengua pierdan los papeles en sus disputas.
La Unión europea está basada en intereses económicos puntuales y un nacionalismo sin careta. La actual política internacional de Estados Unidos, Rusia o China consiste exclusivamente en barrer hacia dentro. No se ponen de acuerdo siquiera en evitar los crímenes de lesa humanidad.
Leía hace días en la prensa que un renombrado astrofísico afirmaba que por un montón de razones estamos solos en el cosmos. Inversamente, en la NASA consideran que sería un milagro estadístico que fuera así. Sea como sea, la mayoría de las personas, posiblemente influenciadas por la ciencia ficción y otras ficciones más interesadas, consideran a los extraterrestres provenientes de otros lugares del universo más como una amenaza nacionalista a escala planetaria que como unos pacíficos bienhechores dispuestos a compartir el pan y la sal. Después de todo, nada menos cosmopolita que El señor de los anillos o Juego de tronos. En las encuestas extraterrestres se impone la fuerza a la sabiduría. Quizás esos viajeros del más allá sepan en qué consiste la ley común a los seres racionales. Que nos visiten estos ciudadanos del cosmos acaso sea la única solución posible a lo que Borges tituló Historia universal de la infamia.
¡Pobre Diógenes si levantara la cabeza!
En cualquier caso, como dice el refrán, Dios aprieta pero no ahoga. Hay brotes verdes de cosmopolitismo entre los jóvenes: por ejemplo, los universitarios que disfrutan de las becas Erasmus para formarse profesionalmente y conocer otras personas, lenguas y culturas en los países de la Unión Europea. Vuelven encantados y enriquecidos con la experiencia. Algunos encuentran allí a su media naranja e incluso se instalan definitivamente porque fuera de España hay mejores oportunidades de trabajo debido a la libre circulación de personas y, sobre todo, a la escasez y precariedad de nuestro mercado laboral.
Las oportunidades de viajar a precios asequibles permiten a los jóvenes moverse por todos los rincones del planeta y conocer, independientemente de su valoración ética y política, una increíble variedad de culturas. Esta es quizás la mejor educación cosmopolita: observar, aprender, comparar, proponer.
Dejo sobre la mesa, por último, tres preguntas: en los grandes centros urbanos, coexisten diversas razas, creencias, costumbres, tradiciones procedentes de diferentes países; por ejemplo, Nueva York, París, Berlín, Londres o Madrid. ¿Se puede hablar realmente de cosmopolitismo?  ¿Ha sido y es Barcelona una ciudad cosmopolita? ¿Qué respuesta cabe desde el cosmopolitismo al drama de la emigración desde las costas africanas a Europa?

sábado, 14 de julio de 2018

14 Juillet, Vive la France !

L’EGLISE DE SAINT-PIERRE DE LA CITE DU VATICAN

J’ai fait deux voyages à Rome : le premier quand j’étais célibataire, il y a longtemps, une sorte de Grand Tour ; le deuxième au printemps de l’année dernière. Il s’agit de deux visions complémentaires.

Je voudrais raconter quelques impressions de ma dernière visite à l’Église de Saint-Pierre de la cité du Vatican.

À mes yeux, le Vatican ne se trouve pas à Rome car celle-ci est seulement un domaine, une prolongation de l’autorité du Saint-Siège. C’est le Vatican qui a accordé le droit d’extraterritorialité à la Cité Éternelle : il faut parcourir dans le sens contraire la Via della Conciliazione afin de comprendre le sens juste de l’endroit.

La queue pour entrer dans la Basilique de Saint-Pierre, l’église la plus grande de la chrétienté, est supportable. Les grandes portes sont toujours ouvertes aux touristes qui la visitent tous les jours.

En passant les portes, ce qu’on voit est une foule bigarrée, une marée humaine, une tour de Babel où se mêlent toutes les races et les langues.

Seulement près du maître-autel peut-on marcher normalement. Dans les nefs latérales, tu peux racheter tes péchés à la carte : chaque confessionnal appartient à un ordre religieux. Les prêtres et les sœurs déambulent partout, entrent comme dans un moulin. C’est le pluralisme de l’Église Catholique !

L’intérieur de la Basilique est vraiment trop vaste, même pour la pensée. Il représente la théocratie et la puissance absolue du pontificat. Les dimensions de l’architecture, l’horreur des espaces vides du Baroque, la coupole, le baldaquin de bronze, les statues avec la mitre et la crosse papale, la crypte où sont enterrés plus de 180 pontifes, les trésors de la chambre mortuaire, les reliques…

Tout aboutit à une vérité : d’abord le Pape, ensuite le Saint-Esprit, après la Vierge et les saints et finalement Jésus-Christ.

Peu après, une procession de cardinaux et leur suite a passé par la nef principale. Voilà l’Église de Rome ! Ce sont les princes d’une aristocratie millénaire. Leur goût pour le luxe, l’ornement, la mise en scène du pouvoir (un pouvoir qui a défié même le ciel). Les inscriptions ciselées sur les altitudes de l’Église peuvent se résumer en une phrase : « Ce qui a été attaché sur la terre ne sera pas détaché au ciel ».

Il est normal que mon père ait dit une fois aux témoins de Jéhovah qui essayaient de lui vendre une bible dans la rue : « Désolé, je ne crois pas à la véritable religion, moins encore je croirai aux fausses ». 

viernes, 13 de julio de 2018

Impresiones de un profesor en Barcelona



Lo que describo a continuación son mis experiencias en un instituto de enseñanza secundaria de Barcelona a principio de los años ochenta. Era mi primera plaza en propiedad. Insisto: me limito, en la medida de lo posible (no existe la neutralidad pura) a exponer en primera persona, no a juzgar ni a criticar las distintas vivencias de entonces.
Como decía, era mi primer destino como funcionario de carrera en prácticas. Soltero y sin compromiso. El primer lugar que me asignaron fue Huesca, lejos de Madrid; no me gustaba pero al menos era una capital de provincia. Calculé que podría acercarme a mi tierra en un par de años ya que aún no había concursos de traslados autonómicos que prácticamente te impedían (o restringían) salir de la comunidad de destino. Tras el obligado período de reclamaciones de los opositores a la lista provisional me asignaron la plaza definitiva en un instituto periférico de Barcelona. Un rebote inesperado. Me lo tomé por el lado positivo: vivir un tiempo en la ciudad más próspera, europea, marítima y modernista de nuestro país. Una experiencia prometedora.
Mi relato se sitúa en plena efervescencia del nacionalismo catalán, aunque no tanto como ahora. El tema de la independencia estaba latente, pero de momento el objetivo era conseguir un estatuto lo más amplio posible. No diré nombres. 
Cuando me presenté al director en la fecha prevista, lo primero que me espetó, tras un breve saludo y una información protocolaria sobre el centro y mis colegas del departamento, fue que aunque era madrileño era evidente que tenía raíces catalanas: mi segundo apellido es Isern, muy común en Cataluña; en mi caso procede de Mallorca. Le mentí prudentemente que así era; que una parte de mi familia materna vivía en Pedralbes, lo cual era cierto: Nos habíamos tratado muy poco. Ignoro las razones. Les hice varias visitas. Eran muy españolistas. Recuerdo lo que me dijo un tío abuelo la última vez que comí con ellos: ten siempre presente que Cataluña está dividida en dos partes que se ignoran y en el fondo, se desprecian. Lo único que se interpone es el dinero. Antes o después serán irreconciliables.  
Me preguntó el director si pensaba quedarme permanentemente en Barcelona, tras cerciorarse de que era exclusivamente castellano hablante. Le dije que todavía no lo había decidido, que me sentía a gusto en Barcelona (un halago de doble filo) pero que me inclinaba por volver a Madrid por motivos familiares. No se interesó por los detalles. Me recordó que si no pensaba integrarme definitivamente en Barcelona, con todas sus consecuencias culturales y lingüísticas, fuera consciente de que ocupaba la plaza de un profesor catalán que quizás estuviera desplazado en otras comunidades españolas: sonaba a que el profesor catalán estaba exiliado contra su voluntad y yo expatriado voluntariamente. Como traía la lección aprendida le contesté que estaría encantado de permutar mi plaza (un procedimiento legal) con un profesor catalán de mi asignatura que estuviera destinado en Madrid o provincia pero que ese procedimiento no era viable mientras yo estuviera en prácticas (una argucia del Ministerio de Educación para pagar menos a los profesores durante el primer curso de ejercicio). Somos un instituto bilingüe, concluyó, pero comprenderás que nuestra lengua predomine a todos los efectos. No le pregunté de qué “efectos” hablaba porque prefería enterarme sobre la marcha. Por cierto, entre norma y consejo dejé caer que no me interesaba lo más mínimo el fútbol y que no iba con el Real Madrid. A partir de ese momento y durante los dos cursos que trabajé en Barcelona mi relación con el director fue buena, es decir, inexistente, aunque no dejamos de saludarnos cortésmente en los pasillos. Buen rollo entre dos líneas paralelas que nunca llegan a encontrarse. No volví a pisar su despacho excepto para despedirme cordialmente. Jamás sentí el menor tipo de acoso profesional por parte de ningún miembro de la junta directiva, al contrario, siempre conté con su apoyo y colaboración.
Había horario partido, lo que suponía dar clase por la tarde dos días a la semana. El primer día que me tocó, me uní a la hora de comer a un grupo de diez profesores en la cafetería-comedor del instituto. Hablaban todos en catalán, excepto un catedrático de historia que sentía un desprecio manifiesto por el ambiente maniqueo de las mesas. A oídos sordos insistía en que la historia de Cataluña que contaban los nacionalistas era tendenciosa, falsa y además ellos lo sabían. El no ser me envolvía. Tuve la suerte de conocer pronto a un compañero de fatigas vallisoletano, profesor de lengua y literatura españolas, que vivía en Barcelona desde hacía un montón de años y a algunos colegas de la misma condición. Hacíamos vida aparte. Nunca hubo malos rollos. Simplemente nos ignorábamos. En mi opinión, sin la guerra civil  y la implacable represión de la lengua y la cultura catalana por el franquismo, Cataluña sería algo parecido a Escocia. Se ha cumplido la profecía de mi tío abuelo.
Un grupo de profesores, muchos catalanes conversos, provenientes de otras regiones de España, organizaron en la primera semana del curso una excursión sabatina al Penedés en un autobús alquilado. Había dos tipos de conversos: los que habían nacido en Barcelona y los que no (cuanto menos catalanes, más radicales). Me llamaban Isern. Decidí observar el panorama. En seguida se formaron varios grupos separados, como en las bodas. Si el objetivo era confraternizar, fracaso total. Después de comer, se montó en una cabaña una partida de póquer. Uno de los conversos no natos, algo bebido que además perdía empezó a llamarme “el social” en alusión a la temida brigada político-social franquista, a insultarme desde que se enteró de que era de Madrid. Estuvimos a punto de llegar a las manos. Les gané una considerable cantidad de dinero, jugaba mejor que ellos sin más, y en estas menudencias pasamos la tarde. A los pocos días, los perdigones de la cabaña me invitaron a una timba en casa de uno de ellos. Me olí la tostada de un contubernio para desplumarme (nunca lo supe, lo reconozco) y rehusé en tres ocasiones hasta que se cansaron y me dejaron en paz. Los catalanes autóctonos soportaban a los conversos que les hacían loas y zalemas pero tampoco los trataban como a iguales. Cuatro grupos sociales convivían en el centro. Desde mi punto de vista, la diferencia entre conversos y autóctonos era que a los primeros los entendía, los consideraba mis próximos (los insultos del pagano del póquer eran impensables en un catalán de pura cepa); me resultaban incluso más transparentes que otros colegas de diversas regiones españolas que he tratado en Madrid. Los autóctonos, al contrario, me resultaban mas impenetrables que otros profesores europeos...
El trato con los alumnos fue en general bueno. No hay mejor método que levantar la mano y facilitar las cosas. Les expliqué los avatares burocráticos que me habían llevado hasta allí. Casi en tono de disculpa. Algunos me preguntaron si podían escribir los exámenes en catalán. Les dije que por supuesto, el único inconveniente era que mis conocimientos de su lengua materna eran limitados y quizás no entendiera sus respuestas todo lo bien que merecían por lo que podría haber errores de evaluación y continuas consultas en el departamento. Nunca tuve que corregir un examen en catalán. Su nivel de castellano era equivalente al de los alumnos de otras partes de España donde había trabajado de interino. En resumidas cuentas, eran bilingües; una riqueza cultural que no le hacía demasiada gracia a la directora del departamento de lengua catalana cuando cometí el error de comentárselo. Me trataba por mi apellido e intentaba captarme para la causa en un castellano tan fluido como el mío. Se dirigía, según ella, a la pars sana de mi herencia genética. Sutilmente me informó que había clases complementarias para los castellanoparlantes que decidieran también ser  bilingües, si tanto me gustaba eso. Para ella el castellano era una imposición del Estado que perjudicaba gravemente a Cataluña. Le dije que se lo agradecía pero que no merecía la pena que asistiera a sus clases pues pensaba pedir el traslado en cuanto pudiera para dejar mi plaza a un catalán de verdad, no a medias como yo. Su sentido del humor era un enigma inescrutable. Me contó que en un viaje a Madrid para participar en unas jornadas sobre la Renaixença, se partía de risa con las caras que ponían los dependientes de El Corte Inglés cuando les hablaba en catalán para comprar ropa interior. 
Los claustros de profesores eran “a todos los efectos” en catalán. Los temas estrella eran los de siempre: organización, coordinación, secuenciación, adaptación, distribución, evaluación... aparentemente se los tomaban muy en serio. En mi caso, nunca noté nada raro en el aula. Lo mejor era ver, oír y callar. Si algún foráneo preguntaba en castellano se le contestaba aleatoriamente en una u otra lengua. Mi amigo de Valladolid era el encargado de aclararme lo que pudiera tener relación con mi trabajo y se me hubiera escapado; nunca demasiado (después de todo el catalán es una lengua romance).
Hablo del ambiente que respiré en el instituto de enseñanza secundaria, no de Barcelona, la ciudad más próspera, europea, marítima y modernista de nuestro país.