lunes, 23 de julio de 2018

Narcisismo futbolero



Los aficionados silban a Cristiano Ronaldo en los estadios, en general cae mal, incluso a muchos madridistas (ahora con más motivo) porque es un personaje narcisista dentro y fuera del campo; mientras que, por ejemplo, Messi se limita a jugar al fútbol y sobrellevar la pesada carga de la vida privada de los famosos sin alardes musculosos, novias de pasarela o fiestas babilónicas (lo que los une es que ambos tienen serios problemas con el fisco). En la última final de la Champions se empeñó en ser el centro de todas las miradas y dejar en segundo plano a la orejona. En ese momento terminó con el Madrid. Se tacharon mutuamente.
Para no estar triste necesita verse bien, tener una imagen positiva de sí mismo, a través del balón de oro, la afición, la prensa, Florentino, el entrenador, el vestuario, el árbitro, los rivales o el ministro de Hacienda. Si el espejo le dice que no es el más bello deja de ser Cristiano y se convierte en la madrastra cabreada: me tienen envidia porque soy guapo y rico. Puyazo a Blancanieves. Un equipo como el Real Madrid ha tolerado durante años sus desplantes toreros por su rendimiento en el campo y los beneficios en caja. Pero todo tiene un límite, sobre todo a cierta edad: ni le han duplicado la ficha ni le han pagado las deudas con Hacienda. Puerta por una fortuna. Sería curioso saber qué relación tiene el final de esta historia de amor y desencuentro con la escapada de Zidane.
Pero el narcisismo al que me refiero ahora está relacionado con el fútbol pero en las antípodas del mundo de Cristiano. El colegio donde estudiaron la ESO y el Bachillerato mis hijos competía en varias categorías: alevines, benjamines, cadetes, juveniles, etc. Apunté a mi hijo en la categoría de alevines, entre 11 y doce años si mal no recuerdo. Los padres acompañábamos a los niños a la zona de Madrid donde les tocaba jugar de visitante, con riesgo de patadón y pedrada en ciertos barrios, o al patio del cole si lo hacían de local. Vista la cosa en sí, sin contaminaciones narcisistas, se trataba de divertirse los domingos por la mañana, aprender a formar un grupo de amigos comprometidos con la causa, hacer ejercicio dos tardes a la semana en los entrenamientos que dirigía uno de los profes de educación física y comprender los valores básicos del deporte, entre otros, saber ganar y perder; en el libro que me bajé de Internet había un montón más: crear sinergias positivas sobre organización y superación, sincronización entre la mente y el cuerpo, evaluación de decisiones... Chorradas. Si en el fútbol profesional es misión imposible, creía, inocente inocente, que era posible en el fútbol de alevines. 
Lo que me encontré fue un mundo al revés, la realidad puesta cabeza abajo, como decía Marx de Hegel. Algunos padres creían que sus hijos eran los magos del balón, que el equipo debía ganar sí o sí, y si se perdía el partido cargaban contra los culpables: los compañeros, el entrenador, el árbitro y, en última instancia, la dirección del colegio. ¡Vaya imagen hemos dado! Durante el partido presionaban a sus hijos de modo intolerable. Se veían a sí mismos en el espejo de sus hijos, los cuales en vez de disfrutar al aire libre sufrían el delirio paterno. Fueron los mismos padres que se enfrentaron al entrenador por hacer rotaciones durante los partidos para que el banquillo al completo pudiera jugar; obviamente había mejores y peores con el cuero en el pasto, como decía el gran Alfredo Di Stéfano; llegaron a amenazarlo con partirle la cara si no planteaba el partido y las alineaciones (sobre todo) como ellos querían. Fue vergonzoso. No sé cómo aguantó. Recuerdo especialmente a uno de los padres que se pasó la primera parte increpando groseramente al árbitro que había expulsado a su hijo por pisar la cabeza de un contrario delante de sus narices después de tirarlo por detrás. Todos sabíamos que el niño se las traía. Se aprende lo bueno y lo malo. Harto, el árbitro paró el partido y amenazó con suspenderlo si seguían los insultos. Jugábamos en el campo del Canal de Isabel II. Siguió la bronca con los padres del rival. Un gachó de arma y cuchillo plantó cara al discrepante: ¡Deja de joder o vamos a tenerla! Llamé a mi hijo que chupaba banquillo y discretamente nos largamos. A lo lejos vimos como un coche de la policía con luces y sirena ponía rumbo al Canal. El encargado de campo, experto en estas lides, hacía rato que se había percatado del follón en ciernes. El árbitro salió escoltado, me enteré después.
Al domingo siguiente más de lo mismo. No sabíamos dónde meternos. La cosa fue a más: pasaron de chillar a sus hijos a criticar alto y claro a los nuestros. Gordo, lento, torpón… El colmo. Y ahí fue cuando, por desagradable que fuera, tomamos cartas en el asunto. Pedimos una reunión con el director del centro al que le expusimos con detalle, con la confirmación del entrenador, el mal ambiente que rodeaba al equipo cada fin de semana. El director convocó a los padres implicados en los “incidentes” y primero les rogó que cesaran de inmediato. Ni caso. Después les advirtió que si se repetían, sus hijos serían apartados del equipo (eso sí, en voz pasiva porque dos eran miembros del Consejo Escolar y votaban). Como estábamos a final de temporada (quedaban cuatro jornadas) todo transcurrió en una tensa normalidad donde unos padres no les dirigían la palabra a los otros y se mascullaban maldiciones por lo bajo. Los chicos eran tristemente conscientes de lo que se cocía entre bambalinas. Como el fútbol (y cualquier deporte) es un estado de ánimo perdimos un partido tras otro hasta quedar en la parte baja de la tabla, lo que no le hizo ninguna gracia al director, acostumbrado, dijo, a que el centro diera otra imagen en la clasificación. De nuevo el narcisismo dirigía los acontecimientos. El entrenador dimitió y lo dimitieron de su puesto de trabajo.  
La solución salomónica fue crear dos equipos A y B (la normativa de alevines lo permitía: más equipos, más fichas, más dinero) para jugar en la misma liga escolar en función de “la calidad de cada plantilla”. El nuevo entrenador hizo la selección y distribución, seguramente aconsejado por quienes hubieran debido guardar un silencio culpable. Qué casualidad que sus retoños se quedaran sin excepción en el primer equipo. Los padres e hijos del B se indignaron, al conocer el desdoble perpetrado por las altas instancias. Desde estas se les explicó que obedecía solo a razones técnicas y que las oportunidades de jugar quedaban abiertas a todos. Falso porque algunos fueron desviados forzosamente al balón-volea. Asimismo, los jugadores del B tenían la opción de subir al A por méritos propios. Hubo desbandada en los “malos”. Los chicos excluidos lloraban sin consuelo. Otros padres y otros hijos ajenos, entraron. El mío decidió jugar un año más en el B. Cuando acabó la temporada, eligió otro deporte fuera del colegio, el tenis, y si te he visto no me acuerdo. Ahora juega en una liga futbolera de cuarta. Cuando vuelve del partido sólo le pregunto si sigue entero.

No hay comentarios:

Publicar un comentario