Lo que describo
a continuación son mis experiencias en un instituto de enseñanza
secundaria de Barcelona a principio de los años ochenta. Era mi primera plaza
en propiedad. Insisto: me limito, en la medida de lo posible (no existe la
neutralidad pura) a exponer en
primera persona, no a juzgar ni a criticar las distintas vivencias de entonces.
Como decía, era
mi primer destino como funcionario de carrera en prácticas. Soltero y sin
compromiso. El primer lugar que me asignaron fue Huesca, lejos de Madrid; no me
gustaba pero al menos era una capital de provincia. Calculé que podría acercarme
a mi tierra en un par de años ya que aún no había concursos de
traslados autonómicos que prácticamente te impedían (o restringían) salir de la
comunidad de destino. Tras el obligado período de reclamaciones de los opositores
a la lista provisional me asignaron la plaza definitiva en un instituto
periférico de Barcelona. Un rebote inesperado. Me lo tomé por el lado
positivo: vivir un tiempo en la ciudad más próspera, europea, marítima y modernista de nuestro país. Una experiencia prometedora.
Mi relato se sitúa en plena efervescencia del nacionalismo catalán, aunque
no tanto como ahora. El tema de la independencia estaba latente, pero de
momento el objetivo era conseguir un estatuto lo más amplio posible. No diré
nombres.
Cuando me presenté al director en la fecha prevista, lo primero que me
espetó, tras un breve saludo y una información protocolaria sobre el centro y mis
colegas del departamento, fue que aunque era madrileño era evidente que tenía
raíces catalanas: mi segundo apellido es Isern, muy común en Cataluña; en mi
caso procede de Mallorca. Le mentí prudentemente que así era; que una parte de
mi familia materna vivía en Pedralbes, lo cual era cierto: Nos habíamos tratado muy poco. Ignoro las razones. Les hice varias visitas. Eran muy españolistas. Recuerdo lo que me dijo un tío abuelo la última vez que comí con ellos: ten siempre presente que Cataluña está dividida en dos partes que se ignoran y en el fondo, se desprecian. Lo único que se interpone es el dinero. Antes o después serán irreconciliables.
Me preguntó el director si pensaba quedarme permanentemente en Barcelona, tras cerciorarse de
que era exclusivamente castellano hablante. Le dije que todavía no lo había
decidido, que me sentía a gusto en Barcelona (un halago de doble filo) pero que
me inclinaba por volver a Madrid por motivos familiares. No se interesó por los
detalles. Me recordó que si no pensaba integrarme definitivamente en Barcelona,
con todas sus consecuencias culturales y lingüísticas, fuera consciente de que ocupaba
la plaza de un profesor catalán que quizás estuviera desplazado en otras
comunidades españolas: sonaba a que el profesor catalán estaba exiliado contra
su voluntad y yo expatriado voluntariamente. Como traía la lección aprendida le
contesté que estaría encantado de permutar mi plaza (un procedimiento legal)
con un profesor catalán de mi asignatura que estuviera destinado en Madrid o
provincia pero que ese procedimiento no era viable mientras yo estuviera en
prácticas (una argucia del Ministerio de Educación para pagar menos a los
profesores durante el primer curso de ejercicio). Somos un instituto bilingüe, concluyó,
pero comprenderás que nuestra lengua predomine a todos los efectos. No le
pregunté de qué “efectos” hablaba porque prefería enterarme sobre la marcha. Por cierto, entre norma y consejo dejé caer que no me interesaba lo más mínimo el fútbol y que no iba con el Real Madrid. A
partir de ese momento y durante los dos cursos que trabajé en Barcelona mi
relación con el director fue buena, es decir, inexistente, aunque no dejamos de
saludarnos cortésmente en los pasillos. Buen rollo entre dos líneas paralelas
que nunca llegan a encontrarse. No volví a pisar su despacho excepto para
despedirme cordialmente. Jamás sentí el menor tipo de acoso profesional por
parte de ningún miembro de la junta directiva, al contrario, siempre conté con su apoyo y colaboración.
Había horario partido, lo que suponía dar clase por la tarde dos días a la semana. El
primer día que me tocó, me uní a la hora de comer a un grupo de diez profesores
en la cafetería-comedor del instituto. Hablaban todos en catalán, excepto un
catedrático de historia que sentía un desprecio manifiesto por el ambiente maniqueo
de las mesas. A oídos sordos insistía en que la historia de Cataluña que contaban los nacionalistas era tendenciosa, falsa y además ellos lo sabían. El no ser me envolvía. Tuve la suerte de conocer pronto a un compañero de fatigas
vallisoletano, profesor de lengua y literatura españolas, que vivía en
Barcelona desde hacía un montón de años y a algunos colegas de la misma condición. Hacíamos vida aparte. Nunca hubo malos rollos. Simplemente
nos ignorábamos. En mi opinión, sin la guerra civil y la implacable represión de la lengua y la
cultura catalana por el franquismo, Cataluña sería algo parecido a Escocia. Se ha cumplido la profecía de mi tío abuelo.
Un grupo de
profesores, muchos catalanes conversos, provenientes de otras regiones de
España, organizaron en la primera semana del curso una excursión sabatina al
Penedés en un autobús alquilado. Había dos tipos de conversos: los que habían
nacido en Barcelona y los que no (cuanto menos catalanes, más radicales).
Me llamaban Isern. Decidí observar el panorama. En seguida se formaron varios grupos separados, como en las bodas. Si el objetivo era
confraternizar, fracaso total. Después de comer, se montó en una
cabaña una partida de póquer. Uno de los conversos no natos, algo bebido que además
perdía empezó a llamarme “el social” en alusión a la temida brigada
político-social franquista, a insultarme desde que se enteró de que era de
Madrid. Estuvimos a punto de llegar a las manos. Les gané una considerable
cantidad de dinero, jugaba mejor que ellos sin más, y en estas menudencias pasamos la tarde. A los pocos días, los perdigones de la cabaña me invitaron a una
timba en casa de uno de ellos. Me olí la tostada de un contubernio para
desplumarme (nunca lo supe, lo reconozco) y rehusé en tres ocasiones hasta que
se cansaron y me dejaron en paz. Los catalanes autóctonos soportaban a los
conversos que les hacían loas y zalemas pero tampoco los trataban como a iguales.
Cuatro grupos sociales convivían en el centro. Desde mi punto de vista, la diferencia entre conversos y autóctonos era que a los primeros los entendía, los consideraba mis próximos (los insultos del pagano del póquer eran impensables en un catalán de pura cepa); me resultaban incluso más transparentes que otros colegas de diversas regiones españolas que he tratado en Madrid. Los autóctonos, al contrario, me resultaban mas impenetrables que otros profesores europeos...
El trato con los alumnos fue en general bueno. No hay mejor método que levantar la mano y facilitar las cosas. Les expliqué los avatares burocráticos que me habían llevado hasta allí. Casi en tono de disculpa. Algunos me preguntaron si podían escribir los exámenes en catalán. Les dije que por supuesto, el único inconveniente era que mis conocimientos de su lengua materna eran limitados y quizás no entendiera sus respuestas todo lo bien que merecían por lo que podría haber errores de evaluación y continuas consultas en el departamento. Nunca tuve que corregir un examen en catalán. Su nivel de castellano era equivalente al de los alumnos de otras partes de España donde había trabajado de interino. En resumidas cuentas, eran bilingües; una riqueza cultural que no le hacía demasiada gracia a la directora del departamento de lengua catalana cuando cometí el error de comentárselo. Me trataba por mi apellido e intentaba captarme para la causa en un castellano tan fluido como el mío. Se dirigía, según ella, a la pars sana de mi herencia genética. Sutilmente me informó que había clases complementarias para los castellanoparlantes que decidieran también ser bilingües, si tanto me gustaba eso. Para ella el castellano era una imposición del Estado que perjudicaba gravemente a Cataluña. Le dije que se lo agradecía pero que no merecía la pena que asistiera a sus clases pues pensaba pedir el traslado en cuanto pudiera para dejar mi plaza a un catalán de verdad, no a medias como yo. Su sentido del humor era un enigma inescrutable. Me contó que en un viaje a Madrid para participar en unas jornadas sobre la Renaixença, se partía de risa con las caras que ponían los dependientes de El Corte Inglés cuando les hablaba en catalán para comprar ropa interior.
Los claustros de profesores eran “a todos los efectos” en catalán. Los temas estrella eran los de siempre: organización, coordinación, secuenciación, adaptación, distribución, evaluación... aparentemente se los tomaban muy en serio. En mi caso, nunca noté nada raro en el aula. Lo mejor era ver, oír y callar. Si algún foráneo preguntaba en castellano se le contestaba aleatoriamente en una u otra lengua. Mi amigo de Valladolid era el encargado de aclararme lo que pudiera tener relación con mi trabajo y se me hubiera escapado; nunca demasiado (después de todo el catalán es una lengua romance).
El trato con los alumnos fue en general bueno. No hay mejor método que levantar la mano y facilitar las cosas. Les expliqué los avatares burocráticos que me habían llevado hasta allí. Casi en tono de disculpa. Algunos me preguntaron si podían escribir los exámenes en catalán. Les dije que por supuesto, el único inconveniente era que mis conocimientos de su lengua materna eran limitados y quizás no entendiera sus respuestas todo lo bien que merecían por lo que podría haber errores de evaluación y continuas consultas en el departamento. Nunca tuve que corregir un examen en catalán. Su nivel de castellano era equivalente al de los alumnos de otras partes de España donde había trabajado de interino. En resumidas cuentas, eran bilingües; una riqueza cultural que no le hacía demasiada gracia a la directora del departamento de lengua catalana cuando cometí el error de comentárselo. Me trataba por mi apellido e intentaba captarme para la causa en un castellano tan fluido como el mío. Se dirigía, según ella, a la pars sana de mi herencia genética. Sutilmente me informó que había clases complementarias para los castellanoparlantes que decidieran también ser bilingües, si tanto me gustaba eso. Para ella el castellano era una imposición del Estado que perjudicaba gravemente a Cataluña. Le dije que se lo agradecía pero que no merecía la pena que asistiera a sus clases pues pensaba pedir el traslado en cuanto pudiera para dejar mi plaza a un catalán de verdad, no a medias como yo. Su sentido del humor era un enigma inescrutable. Me contó que en un viaje a Madrid para participar en unas jornadas sobre la Renaixença, se partía de risa con las caras que ponían los dependientes de El Corte Inglés cuando les hablaba en catalán para comprar ropa interior.
Los claustros de profesores eran “a todos los efectos” en catalán. Los temas estrella eran los de siempre: organización, coordinación, secuenciación, adaptación, distribución, evaluación... aparentemente se los tomaban muy en serio. En mi caso, nunca noté nada raro en el aula. Lo mejor era ver, oír y callar. Si algún foráneo preguntaba en castellano se le contestaba aleatoriamente en una u otra lengua. Mi amigo de Valladolid era el encargado de aclararme lo que pudiera tener relación con mi trabajo y se me hubiera escapado; nunca demasiado (después de todo el catalán es una lengua romance).
Hablo del ambiente
que respiré en el instituto de enseñanza secundaria, no de Barcelona, la ciudad más próspera, europea, marítima y modernista de nuestro país.
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