¡Qué pronto aprendió a fingir,
disimular los sentimientos,
hacer creer y disuadir,
pasar por triste o celoso,
mostrarse dócil o altivo,
afectuosos o despectivo!
¡Qué lánguido cuando callaba!
¡Qué elocuente cuando hablaba!
¡Qué negligencia reflejaban
sus cartas! ¡Cuánto se empeñaba
en alcanzar su objetivo!
¡Qué bien pintaba su mirada
ya el pudor, ya la insolencia,
ya la pasión, ya la obediencia...!
Alexander S. Pushkin, Eugenio Oneguin
Ninguna máxima filosófica ha sido menos respetada por el gran público (y aquí incluyo a los propios seguidores de Wittgenstein) que la conclusión del Tractatus… 7. De lo que no se puede hablar, lo mejor es callar.
Es imposible cumplir con tal criterio a no ser que tengamos la boca sellada durante las veinticuatro horas del día. Si lo siguiéramos hipotéticamente, tendríamos que prescindir para siempre de las acaloradas disputas, salpimentadas de ron, sobre religión, política y gimnasia (léase fútbol) en las madrugadas del viernes; sólo podríamos contar a nuestros amigos los últimos resultados de las ciencias naturales o sociales (de las últimas con mucha aprensión); nuestras conversaciones familiares estarían sujetas a estrictos protocolos observacionales de la forma: esto es una ensalada y este soy yo, etc. Tendríamos que comunicarnos mediante leyes y teoremas a través de un esperpéntico lenguaje fisicalista o bien mantener un insufrible diálogo para besugos. Por lo tanto para especular y decir tonterías no están sólo la prensa y la radio sino la comunidad universal de los hablantes. Además, puesto que, al revés de lo que pensaba Descartes, el sentido común (que entiendo en una versión más refinada como prudencia, impecabilidad y buen gusto) es la menos repartida de las virtudes, ¡hablemos sin límites ni contención! Hartémonos de marear la perdiz en bares, parques y salones promoviendo un imparable parloteo en torno a la varianza de los usos, las costumbres y las leyes en la sociedad avanzada del capitalismo montaraz.
Después de todo, la libertad de expresión se equilibra, por fortuna, con la inapreciable libertad de fuga; eso sí, no sea que resultemos más desagradables de la cuenta con la maniobra sutil de retirada por el flanco, conviene que la llevemos a buen fin con una aplicación escrupulosa de las tres virtudes antes mencionadas. La ley de fuga (o de clausura) es uno de esos privilegios impagables de los que todavía disfrutamos sin tasa y es bueno ser conscientes de su presencia para poder paladearla: apagar la tertulia cargante de la radio, no leer la prensa tendenciosa, colgar el teléfono al pelmazo que nos quiere vender la moto, salirte de la obra anestésica, desconectar de la reunión de trabajo para pensar en la siesta y lo que haremos después, simular un ataque de asma ante la vecina de extrema derecha y su particular memoria histórica, borrar sin más las fastidiosas presentaciones pps que nos envían los cuñados, no escuchar por acción u omisión nada de nadie que no merezca la pena…
No de qué hablamos, sino cómo hablamos y para quién lo hacemos: he ahí el problema. Dicho de otro modo, no importa tanto la denotación, sujeta a la contingencia del hablante y a la tolerancia (o a la fuga) del oyente, sino la connotación y la intencionalidad.
Cuando Wittgenstein era maestro de escuela por vocación en Austria, hablaba a los niños de historia con delicadeza y respeto; cuentan que tras prepararse las lecciones escuchaba con atención las observaciones infantiles tratando de ponerse en su lugar. Sin embargo, cuando fue elegido para desempeñar la cátedra de filosofía en Cambridge, mediante la improvisación como método, exponía para sí mismo ante sus aventajados alumnos arduas cuestiones de lógica matemática y filosofía del lenguaje; las lejanas interpelaciones eran cogidas al vuelo y servían tan sólo de inesperado estímulo para extender el campo de la especulación. En ambos casos la dignidad de la palabra, el cómo y el para quién, estaban a salvo.
Cuando hoy los docentes predicamos en el aula, los alumnos nos impiden ser delicados con ellos; ninguno pregunta o si lo hace no es “para el profesor” sino por otras causas; además, no es posible, a esta altura determinada de los tiempos, improvisar siquiera para uno mismo: ¿Cómo y para quién hablamos en el aula? La respuesta completa a estas dos preguntas resumiría el sentido del drama (o la farsa) que envuelve al actual sistema educativo.
La sintaxis y la semántica deberían dejar paso a la pragmática como la parte más relevante del uso gramatical; parte que debería ocuparse, en un sentido amplio, de aspectos tan esenciales para la felicidad humana como la correcta interpretación de los entornos, la comunicación no verbal, la distancia corporal, la imagen personal o las estrategias del trato.
Pondré algunos ejemplos de tales aspectos por orden de aparición.
En la cena tradicional de Nochevieja, una cita entrañable, es imprescindible tener en cuenta, si deseamos evitar el naufragio del barco en medio de la tempestad, las siguientes variables a la hora de abrir la boca:
- Los reunidos son familiares en primer o segundo grado, lo que disminuye la distancia social y propicia las confidencias (normalmente inoportunas).
- Todas las familias en el fondo se llevan mal. La inevitable presencia de las desigualdades, la edad, el trabajo, la envidia y los celos son el caldo de cultivo de conflictos irreversibles que todos conocemos.
- El alcohol propicia la desinhibición y con ella la tendencia de algunos miembros del clan a airear los trapos sucios.
- Es más emocionante montar una bronca tremenda que ser educados y complacientes.
- Los hijos, sobrinos y nietos de los comensales tampoco se llevan necesariamente bien y además molestan a sus mayores en diferente grado…
Asimismo, cuando nos presentan a alguien, una mujer hermosa, no es lo que afirma o niega, sino el tono de su voz, las expresiones faciales, las actitudes cambiantes, los gestos de las manos, las posturas corporales, lo que realmente nos seduce o nos separa. Todas las declaraciones de amor son más o menos iguales, lo mismo ocurre cuando practicamos el sexo: lo de menos es lo que decimos (en el primer caso, cursiladas, en el segundo, ordinarieces); en ambos casos el éxito o el fracaso depende del cómo y para quién. A propósito de la segunda pregunta: depende de si las palabras son dirigidas directamente a la persona amada (o deseada), o más bien siguen otros caminos vicarios y tortuosos.
Aprecio especialmente las personas que saben respetar la distancia corporal, entre 45 centímetros y 8 metros, sea íntima, personal, social o pública. Es insufrible el compañero de manifestación, al que no habíamos visto ni veremos nunca, que trata de convencernos con vociferios de lo que estamos convencidos, mientras nos propina continuos toquecitos en el pecho y desde quince centímetros nos echa un aliento a vinazo que tumba. Inversamente, es insoportable la revelación de nuestro mejor amigo que nos confiesa su relación íntima con nuestra novia sin mirarnos a la cara y a una distancia de tres metros (distancia a la que no llega el puño).
Otro asunto es la imagen personal que mostramos a los receptores de la información. Dentro del mayor respeto a la liberalidad en el vestir (faltaría más), muchos mensajes se resienten y no producen el efecto deseado porque equivocamos la relación interna entre la vestimenta y el contexto. No podemos ir al Calderón con traje y corbata y convencer al socio contiguo de que somos a muerte del atleti; con esa pinta de ricos seguramente nos tomará por un espía del pueblo blanco. Tampoco se debe ir a la cena del embajador de Dinamarca con una camisa negra sin mangas (que muestra dos tatuajes góticos), generosa minifalda, medias de malla a juego y zapatos con alza: la original desventurada no tendrá audiencia durante la recepción aunque sea más brillante que el propio Demóstenes.
Otra fuente inagotable de desdichas procede de la comunicación perversa. Dígase el tesoro que se diga, acabará en el cubo de la basura porque el hablante adopta un tono de verdad eterna, descubrimiento personal, vivencia exclusiva, grandeza ostensible y además no escucha. Huyo del aprendiz de sabio que utiliza la burla cruel, el desprecio latente, la descalificación explícita o la ofensa velada. En resumen, todos los atributos maldicientes que conforman una personalidad autoritaria, arbitraria y narcisista.
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